sábado, 29 de octubre de 2022

Lucas 19, 1-10

 

 

El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (19, 10): termina así de fuerte, nuestro texto de hoy.

 

Estar perdido” es parte de la condición humana, parte de lo que el filósofo alemán Martin Heidegger definía – de manera contundente –  como “ser arrojados a la existencia”.

Y las dudas nos invaden… decía un místico judío: “La voluntad de Dios en este mundo es que el hombre dude”.

A menudo el ser humano se siente perdido, con frecuencia nos sentimos “arrojados a la existencia” y con frecuencia, dudamos.

 

Es la experiencia del hijo menor en la parábola del Padre misericordioso y es la experiencia de Zaqueo en nuestro texto.

 

¿Está mal sentirse perdido?

¿Está mal dudar?

 

Para nada. Es parte esencial del camino. Es parte de la finitud y del deseo de lo Infinito. Si no estuviéramos perdidos no nos podríamos encontrar. Podemos regresar a Casa porque estamos perdidos… ¡qué maravilla!

 

¡Qué hermoso entender la vida así!

 

Nuestra aventura humana es un regreso y en este regreso, aprendemos. Solo en el regreso aprendemos y crecemos. Solo sabemos lo que es el amor, regresando.

Estar perdido, sentirse arrojados a existir, dudar, son todas expresiones que revelan la fragilidad humana y la fragilidad de la existencia.

Pero esta fragilidad es bendecida y amada. Dios nos quiso y nos quiere así. Es el precio de la finitud, del límite. Es la bendición del “deseo y del anhelo”.

El deseo de Infinito nos hace mover, nos hace buscar, nos hace volver.

Zaqueo desea una vida más plena. Es un hombre rico y poderoso, pero siente su corazón vacío. Se dio cuenta de lo que San Agustín expresaría 400 años más tarde: “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti.

El deseo y el anhelo nos permiten vivir, aprender y crecer y este deseo y este anhelo nacen justamente de la experiencia radical de estar perdidos, de sentirnos “arrojados a vivir”.

La vida y el universo se mueven por el deseo.

Zaqueo es “bajo de estatura”: lo podemos tomar también en sentido simbólico. Un hombre, hasta su encuentro con Jesús, dominado por los instintos más bajos, por intereses materiales y, en fin, por su propio ego; un hombre, Zaqueo, que no conoce “las alturas” del Espíritu.

 

El deseo de salir de estas esclavitudes y el deseo de una vida más plena, lo empuja a subirse a la higuera. La higuera, en la tradición hebrea, es símbolo del conocimiento y de la plenitud, justamente. Zaqueo quiere conocer a Jesús, quiere una vida plena y feliz.

 

Jesús lo ve. Jesús ve a Zaqueo. En la mirada de Jesús a Zaqueo podemos descubrir la mirada de amor que siempre Dios nos dirige. Continuamente Dios nos está viendo. En nuestro estar perdidos, en nuestras dudas, en nuestras búsquedas… ¡Dios nos está viendo!

¡Zaqueo y Jesús se intercambian la mirada! Se miran. Estas miradas cambiarán la vida de Zaqueo para siempre.

La vida es un “dejarse mirar”; alcanza con dejarse mirar. La mirada de Dios nos penetra, nos sana, nos devuelve al camino hacia la Casa.

 

Dejarse mirar es aceptar nuestra vulnerabilidad, es ser total y honestamente transparentes, con nosotros mismos y con Dios.

 

Esta transparencia permite a la luz atravesarnos; y cuando la luz nos atraviesa no hay vuelta atrás: “¡la salvación ha llegado a esta casa!” (19, 9).

La salvación ha entrada en nuestra casa, en nuestra vida, en nuestro corazón.

 

Ofrezcámonos a la mirada del Cristo. Abrámonos a la Luz.

Alimentemos el deseo y el anhelo y hagamos de nuestros estar perdidos, la bendición del regreso a Casa.

 

 

 


sábado, 15 de octubre de 2022

Lucas 18, 1-8

 



 

Son dos los temas centrales del texto evangélico de este domingo: la oración y la justicia.

 

Jesús enseña a sus discípulos – así lo refiere Lucas – que “es necesario orar siempre sin desanimarse”.

 

Esta invitación del maestro inspiró sin duda a San Pablo en su carta a los tesalonicenses: “Oren sin cesar” (1 Tes 5, 17).

 

¿Cómo orar sin cesar?

¿Cómo hacer de la oración el eje de nuestro diario vivir?

 

Son las fundamentales preguntas que dan comienzo al bellísimo librito “Relato de un peregrino ruso”:

 

El domingo 24 después de la Trinidad, entré en la iglesia a orar, mientras se recitaba la liturgia. Leían la carta del apóstol Pablo a los Tesalonicenses, en aquel versículo donde se dice: «Oren sin cesar». Esta palabra penetró en mi alma, muy profundamente. Entonces me pregunté cómo sería eso posible. ¡Orar sin cesar! Cada uno de nosotros tiene que atender a múltiples ocupaciones para poder mantenerse en la vida. Busqué en la Biblia y leí con mis propios ojos lo que había escuchado: «Conviene orar sin cesar» (1 Tes 5, 17); orar con el espíritu en toda ocasión (Ef 6, 18), orar en todo lugar con manos puras, libre de cólera y discordia (1 Tim 2, 8). Estuve pensando mucho, mucho en eso. Y de verdad, ¡no sabía que hacer!

 

Todo el librito relata la búsqueda interior del peregrino para llegar a la oración constante. Él la encontrará en la repetición de la frase “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador”, asociada al ritmo de la respiración y a los latidos del corazón.

 

Si cada respiración y cada latido se convierten en oración, toda nuestra vida será pura oración. ¡Qué maravilla!

 

Cada cual tiene su propio camino para llegar a un estado constante de oración que, en definitiva, es la unión con Dios y la consciencia de esta unión, la consciencia de lo Uno.

 

Este estado de oración y de Presencia es la clave de la vida y la clave del crecimiento y desarrollo espiritual.

Afirma Isaac de Nínive: “Conquista la madre, y tendrás una descendencia”.

 

“La madre” es justamente la oración constante y la consciencia de la Presencia: desde ahí nacen todos los frutos, “los hijos”.

 

La parábola de Jesús se centra en el juez injusto como “contra metáfora” de Dios.

En realidad parece que la parábola no tenga su fuente en Jesús mismo, sino que sea fruto de la comunidad que para explicar el actuar misericordioso de Dios, se sirve de la imagen del “juez”. Elección muy desafortunada, por cierto, viendo el estrago que esta imagen generó en la historia de la iglesia y del cristianismo. Todavía seguimos padeciendo las consecuencias de la asociación de Dios con un juez; consecuencias que todos hemos vivido en carne propia o las hemos visto en los demás: miedo, frustración, culpabilidad.

 

Dios no es un juez y esta imagen ya caducó.

Dios – siempre la mística lo estuvo viendo – es el fondo de nuestro ser, la Vida de nuestra vida, el Ser que nos hace ser, el Amor y la Luz en los cuales vivimos y somos.

Tenemos el gran desafío de reinterpretar la imagen del “juez” y el tema del juicio.

 

¿Cómo enfocar entonces el tema de la injusticia y la justicia?

 

Desde siempre la injusticia cuestiona a la revelación cristiana de un Dios que es ternura y compasión y que se preocupa por sus hijos.

La injusticia sigue presente en nuestro bello mundo de múltiples formas: opresión, pobreza, desigualdad, violencia, corrupción.

 

La injusticia – como todo lo que experimentamos como un límite – es parte de una creación finita. Todo “lo finito” tiene límites y restricciones. Cuando lo Infinito “se contrae” y se revela en el espacio/tiempo, se generan límites. En el ser humano estos límites toman también la forma de la injusticia: atrapados por nuestro ego, deseos compulsivos y pasiones desordenadas, caemos en la injusticia, olvidando nuestra esencia luminosa y armoniosa.

 

Siempre el llamado es a “volver a Casa”.

Volvemos a Casa, cuando nos descubrimos en nuestra verdadera esencia e identidad.

La oración es el camino. El silencio amoroso es el camino.

Cuando vivimos conscientes en Dios, ya no hay injusticia; solo habrá paz y compasión.

Cuando vivimos en la Presencia, solo habrá Amor.

Y todo empieza por ti y por mí, aquí y ahora.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 8 de octubre de 2022

Lucas 17, 11-19

 


 

Escribe el filósofo cristiano danés, Soren Kierkegaard: “Todo el que de verdad quiere tener relación con Dios y frecuentarlo no tiene más que una sola tarea: la de estar siempre alegre.”

 

A un nivel más superficial no podemos o no logramos estar siempre alegres, especialmente cuando el dolor del otro nos afecta.

 

Pero sin duda Kierkegaard está hablando de una alegría más profunda, más rotunda y esencial.

Es la alegría que surge de la gratitud, del vivir agradecidos. Es también la alegría de la compasión, tan bien expresada en nuestro texto de hoy.

 

La gratitud es el tema portante del texto. De los diez leprosos que Jesús sana, solo uno vuelve a agradecerle, y además es el samaritano, el extranjero, el marginado. Este agradecimiento revela la plenitud de la salvación: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (17, 9).

Qué mensaje tan extraordinario y revolucionario: ¡la gratitud nos sana!

Afirma José Antonio Pagola: “Todos los leprosos han sido curado físicamente, pero solo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado salvado de raíz”.

 

El samaritano agradecido vuelve cantando a Dios en voz alta, gritando su alegría, saltando de gozo. Una escena para imaginársela y contemplarla.

 

¡Alegría profunda y agradecimiento van de la mano!

 

¿De dónde surge la gratitud?

 

Surge de la comprensión y de la visión de que todo es un don.

Todo es gracia”, afirmaban Teresita de Lisieux y el escritor francés Georges Bernanos.

 

“Todo es gracia”: comenzando por el ser. Somos. En el Misterio de Dios, somos. ¡Ya solamente esto es alucinante!

 

Ser, y nada más. Es la absoluta dicha”, dice Jorge Guillén.

 

Desde “el ser”, todo se percibe como don y se percibe más que nada, a partir de la vida. Participamos de la única Vida, de la Vida Una: “en el vivimos, nos movemos y existimos”, afirma San Pablo.

 

La Vida nos vive y, por ende, todo es regalo.

 

Enraizados en el Ser y en la Vida, descubrimos y conectamos con nuestra verdadera y eterna identidad.

Nuestra identidad está siempre a salvo, siempre plena, siempre luminosa.

¿Por qué?

Porque hunde sus raíces en el Misterio de Dios y no tiene que ver con una identidad superficial y pasajera.

 

Enraizados en esta gratitud, podemos descubrir la belleza que nos rodea, podemos agradecer por todo y por todos. Aprendemos a ver lo positivo y lo bello en todo. Aprendemos a agradecer también por las dificultades y los dolores, porque logramos ver el amor que se esconde detrás y lo que nos enseñan y nos hace crecer.

 

¡Qué hermoso y fecundo, vivir siempre en estado de gratitud y agradecimiento!

 

Es la más profunda y bella vocación humana y cristiana.

 

Como afirma San Pablo en la carta a los efesios: fuimos creados para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6).

 

Nuestra vida es un canto a Dios, aunque no seamos conscientes.

Nuestra vida es alabanza y gratitud; porque nuestro existir y nuestra vida es siempre revelación del Misterio de Dios, de su luz y de su amor.

 

¡Qué nuestro corazón cante agradecido!

¡Qué nuestra vida sea un canto de alabanza y gratitud!

 

 

 

 

sábado, 1 de octubre de 2022

Lucas 17, 5-10

 



Se nos presenta hoy uno de los textos de más difícil interpretación, en referencia especialmente al último versículo, donde aparece la frase: “somos siervos inútiles”.

La expresión es tan fuerte y, aparentemente inexplicable, que muchas traducciones mitigan el termino griego original y traducen con “simples servidores”.

La palabra griega aparece dos veces en los evangelios: Mateo 25, 30 y en nuestro texto, Lucas 17, 10 y significa justamente “inútil”, “indigno”, “improductivo”.

 

¿Cómo comprenderlo?

¿Cómo interpretarlo?

 

En esta época donde el desarrollo de la ciencia psicológica fue y es brutal parece que la expresión “soy un siervo inútil” no tenga cabida y hasta suene perverso.

Todas las corrientes psicológicas insisten sobre lo fundamental de una sana autoestima y hay miles de cursos y talleres que van justo en el sentido opuesto a esta frase evangélica, intentando desarrollar en la persona convicciones que se expresan en frases como: “soy valioso”, “soy importante”, “lo que hago importa”.

 

¿Dónde está la clave de interpretación?

 

En los niveles de consciencia.

 

Lo que la psicología nos dice en cuanto a lo fundamental de la autoestima y valoración personal, es necesario y valido desde un nivel de consciencia y lo que el evangelio nos dice es también necesario y valido desde otro nivel de consciencia.

En lenguaje común: “una cosa, no quita la otra”.

 

La sabiduría está en mantener unidos los diferentes niveles de consciencia y saber cuando enfatizar uno o priorizar otro.

 

Cuando Jesús está relatando su parábola y termina diciendo: “Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: Somos simples (inútiles) servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”, está hablando desde la Consciencia Una, desde lo Uno.

Jesús es consciente de que el “Único Sujeto” es Dios y que nosotros somos simples “cauces” por donde la Vida divina pasa y se manifiesta.

La mística hebrea, que Jesús bien conocía, diría: “Ein od milvadó”, es decir “no hay nada afuera de Él”. Solo hay Dios.

 

Tal vez es el nivel de consciencia más profundo y elevado al cual podamos acceder. Es el “Yo Soy” de Jesús en Juan 8, 58.

 

La mística hindú lo expresa diciendo que no hay “un hacedor”: es la divinidad que “hace” a través de nosotros y de la creación.

La mística budista lo expresa a través de la paradoja y la negación: el no-yo y la no-mente.

El sufismo lo revela a través de las imágenes unitivas del amor:

 

¡Oh, Dios grande!,

mi alma con la tuya se ha mezclado,

como el agua con el vino.

¿Quién puede separar el vino del agua?

¿Quién, a ti y a mí, de nuestra unión?” (Rumi)

 

Tal vez la mística cristiana se asemeja mucho al sufismo, utilizando expresiones amorosas y nupciales, manifestando la unión del alma con la divinidad.

 

Este profundísimo y también misterioso, inefable e indescriptible nivel de consciencia no anula el otro, donde la psicología tiene mucho que aportar y que decir.

 

Los niveles de consciencia son como círculos concéntricos que van asumiendo y trascendiendo – sin negarlos – los anteriores.

 

Estamos llamados a vivir y a asumir nuestra humanidad en plenitud. Somos también cuerpo y psique, materia, pensamientos, emociones y sentimientos; todo este mundo tiene su manera de funcionar y sus reglas, que hay que conocer y desarrollar.

 

Entonces todos los niveles de consciencia son validos y tienen sus propias reglas y símbolos.

 

Somos siervos inútiles”: sin duda, desde la Consciencia Una, donde somos conscientes que “solo existe Dios”. Sobre nuestra nada el todo de Dios.

 

Somos valiosos e importantes y nuestro hacer vale mucho”: sin duda, desde la consciencia de nuestra individualidad, nuestra personalidad y creaturalidad.

 

Desarrollar ambos aspectos – y los niveles de consciencia intermedios – es entonces fundamental.

 

La clave – a mi parecer – está en aprender a vivir “desde la Consciencia Una”: ahí todo está siempre bien, todo está en calma y en la luz.

 

Para esto necesitamos hacer nuestro el pedido de los apóstoles: “Auméntanos la fe”.

Jesús, para mostrar lo que es la “fe” les lanza la conocida frase: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: Arráncate de raíz y plántate en el mar, ella les obedecería” (17, 6).

La fe de Jesús es confianza y visión.

“Grano de mostaza”, “morera” y “mar” en realidad son lo mismo: revelación de lo Uno que en ellos habita y se manifiesta de manera distinta.

 

Todo está sostenido y abrazo por el Misterio.

La Presencia de Dios todo lo inunda y envuelve.

Somos siervos inútiles.

Somos nada y tu, ¡Oh Dios! grande, lo eres Todo.

Respiro y sé que, en Ti, soy.

Soy y respiro y sé que Tú, en mí, eres.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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