sábado, 27 de febrero de 2021

Marcos 9, 2-10

 

 

Se nos presenta hoy el hermoso y profundo texto de la transfiguración.

Marcos nos relata una experiencia mística de Jesús con sus discípulos más íntimos.

Jesús sube a un montaña: subida y montaña revelan simbólicamente la trayectoria espiritual.

La “montaña” es bíblicamente el lugar del encuentro intimo y personal con la divinidad. La majestuosidad de la montaña revela la trascendencia de Dios, su infinita belleza y grandeza.

El “subir” revela la necesaria ascesis de todo camino espiritual: hay que dejar atrás muchas cosas para subir y la subida exige un caminar liviano. Hay que soltar para caminar con agilidad y frescura.

Este tiempo de Cuaresma es una buena oportunidad para buscar nuestra “propia montaña” y retomar la subida con empeño y entusiasmo.

Jesús se transfigura: ¿qué nos quiere decir esta palabra?

Jesús revela su esencia. Su esencia que es también la nuestra. Somos luz, somos amor. Somos hijos.

Marcos utiliza el símbolo de las vestiduras blancas para hacer entrever este Misterio de luz que nos supera por completo. Sabemos hoy en día por la ciencia que la luz no tiene colores. La luz pura y blanca se refracta en los colores cuando impacta con los objetos.

Esta es nuestra esencia: pura luz que, ingresando y creando nuestra personalidad, le da un color único y original. Pero somos luz, no el color. El color – simple y maravillosamente – revela y expresa de una manera única y original la luz que somos.

No podemos penetrar la historicidad de la experiencia de Jesús con Pedro, Santiago y Juan y saber con certeza lo que ocurrió en la montaña. La experiencia mística de la luz no puede ser dicha ni expresada con palabras. Solo podemos hacer alusiones y utilizar el arte del símbolo.

Sin duda fue una experiencia que marcó a Jesús y a sus tres discípulos.

La transfiguración nos llama y nos espera: es don y tarea.

Estamos llamados a transfigurarnos.

Estamos llamados a manifestar la luz que somos y que nos habita.

No hay transfiguración sin proceso, sin camino, sin entrega constante, sin montaña.

La luz que somos es don y regalo. Pero esta luz duerme oculta en nuestro interior y empuja para poder salir e iluminar.

Es el ego que oculta el ser y la luz. El ego no es “negativo” cuando lo reconocemos y asumimos su rol y su papel. El ego es, en el fondo, la identificación de la mente consigo misma; es la creencia de que somos un “yo” separado.

Transfigurarnos es salir de esta creencia para vivir desde el ser y la luz y “utilizar” el ego a servicio de la luz… hasta que el mismo ego se diluye y solo queda luz.

Un ser transfigurado es un ser de luz, un ser que dejó atrás el falso sentido de identidad y se convirtió en un puro canal de luz.

Es nuestro potencial y nuestra vocación. La luz de nuestra esencia late serena en las profundidades y espera nuestro despertar.

Emprendamos la subida. Encontremos nuestra montaña.

Entreguémonos con total confianza y radicalidad al Misterio de la Vida y del Amor que nos constituye: el Espíritu nos convertirá en seres transfigurados.

 

Es también la experiencia de otro ser transfigurado, Rumi:

¡Oh, vida de mi cuerpo y vigor mío, todo Tú!,

eres mi corazón y eres mi alma, ¡oh corazón y alma, todo Tú!

Te convertiste en mi existencia, y así, eres todo yo,

y en Ti me volví nada, y así, soy todo Tú.

 

 

sábado, 20 de febrero de 2021

Marcos 1, 12-15

 



 

Según Marcos, después de su bautismo, Jesús empieza a desarrollar su misión y su ministerio.

Antes lo espera una dura experiencia: el desierto y las tentaciones.

El Espíritu “lleva” a Jesús al desierto, nos dice Marcos.

En realidad el término griego original es más fuerte: el Espíritu “arroja” a Jesús al desierto. Es el mismo verbo que en muchos casos los evangelistas usan para explicar los exorcismos de Jesús: el maestro “arroja” a los demonios.

Entre líneas podemos suponer que tal vez Jesús no tenía muchas ganas de ir al desierto y por eso el Espíritu lo “arroja” con fuerza… siempre intentamos evitar el enfrentamiento con nosotros mismos.

Es el Espíritu – esta fuerza interior que nos constituye y sostiene – que lleva a Jesús a vivir una dura experiencia.

Esta es una gran enseñanza para nosotros hoy. En todas nuestras experiencias actúa el Espíritu. Es el Espíritu que nos empuja al desierto y, en muchos casos, nos introduce en experiencias dolorosas.

¿Para qué, nos preguntamos?

Para que aprendamos, para crecer.

Bert Hellinger lo expresa lucidamente: “La vida no te da lo que quieres, sino lo que necesitas para evolucionar. La vida te lastima, te hiere, te atormenta, hasta que dejas tus caprichos y berrinches y agradeces respirar. La vida te oculta los tesoros, hasta que emprendes el viaje, hasta que sales a buscarlos. La vida te niega a Dios, hasta que lo ves en todos y en todo. La vida te acorta, te poda, te quita, te desilusiona, te agrieta, te rompe ... hasta que solo en ti queda AMOR.

La “vida” de Hellinger es el Espíritu…

El camino de purificación es una etapa clave que no podemos saltearnos. Jesús tuvo que pasar por ella y con él todos los maestros, iluminados y santos de la historia.

¿Por qué yo no tendría que pasar por ella?

¿Quién soy yo para pretender que se me ahorre el desierto?

 

Dejemos las quejas y emprendamos el viaje al desierto.

Cuando logramos captar la presencia del Espíritu en todas nuestras experiencias humanas, lograremos un salto de calidad en nuestra vida espiritual.

Todo lo que nos ocurre – también lo que etiquetamos como “mal” – encierra la presencia del Espíritu que quiere llevarnos a la plenitud de la vida y del amor, a la comunión plena con Dios.

Jesús en el desierto se encuentra con Satanás… ¡El Espíritu conduce a Jesús al encuentro con Satanás!

El texto es simbólico y metafórico y solo desde ahí tendremos una comprensión cabal y fecunda del texto.

La referencia al libro del Génesis y a la serpiente que seduce Eva es bastante clara.

Nos preguntamos: ¿Quién puso la serpiente en el Edén?  

El libro de Job es una obra maestra que trata fundamentalmente el tema del mal y en este libro queda muy claro que el tentador – el Satán – está al servicio de Dios.

Todas estas sugerencias nos llevan a la conclusión que el “mal” – lo que etiquetamos como “mal” – tiene una función, juega un papel.

Los místicos definen al mal como el lado oscuro de Dios. Maestro Eckhart llega a decir que Dios se manifiesta tanto en el bien como en el mal.

Estamos en el umbral de uno de los misterios más profundos y oscuros.

Sin duda hay que salir de la interpretación mítica y medieval del mal entendido como un ser autónomo que está frente a Dios. Es un absurdo tanto filosófico, como teológico y espiritual.

Si lográramos “ver” la función del mal en nuestra vida, podremos aprovecharlo para crecer y se transformará en luz.

Volvamos a nuestro texto, iluminados por estas aclaraciones previas y necesarias.

Jesús en el desierto se enfrenta a su lado oscuro, se enfrenta a sus miedos. Hombre verdadero, el maestro de Nazaret comparte todos nuestros limites y nuestros miedos.

El Espíritu sabe que es necesario enfrentarse a nuestra parte oscura, nuestro ego y nuestros miedos. El crecimiento pasa por ahí: es parte del Misterio y la mente humana no llega a desentrañar completamente el sentido y la presencia del mal.

La lucha de Jesús en el desierto es consigo mismo y con las tentaciones que seducen a cada ser humano: el materialismo, el poder, el éxito y la fama (Mt 4, 1-11).

En otras palabras: el ego y la ilusión de que nuestro sentido de identidad dependa de lo exterior.

Jesús sale victorioso del desierto, como Siddharta Gautama salió victorioso del árbol de la iluminación y se transformó en el Buda.

¡No tengamos miedo! Sigamos las huellas de los maestros.

Dejemos que el Espíritu nos conduzca al desierto. Saldremos renovados y capaces de un amor grande, puro y libre.

 

sábado, 13 de febrero de 2021

Marcos 1, 40-45

 



 

La lepra, al tiempo de Jesús, era una terrible enfermedad. No solo por las consecuencias físicas, sino y sobretodo, por las consecuencias sociales y religiosas. El leproso vivía en una marginación radical: excluido de la sociedad y excluido del acceso a Dios.

El libro del Levítico era claro y contundente: La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: ¡Impuro, impuro!. Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento” (13, 45-46).

Sin duda el leproso que se acerca a Jesús en el texto de hoy estaba desgarrado por el dolor y este desgarro lo llevó a transgredir la ley y a acercarse a Jesús. Tal vez por eso se arrodilla: es consciente de su transgresión.

Sorpresivamente también Jesús transgrede la ley y hace un gesto terriblemente potente y cuestionador: toca al leproso. No solo se le acerca, sino lo toca. Jesús quedó religiosamente impuro, como el leproso.

Me viene a la memoria el mismo gesto en San Francisco de Asís.

Un poema de Juana de Ibarbourou termina así:

San Francisco, San Francisco,

que diste un beso al leproso,

¡Cuán grande eres por ello!

¡Cómo eres bello y heroico!

¡Oh San Francisco de Asís,

dulce misericordioso!

 

Gestos de cercanía, amor, compasión. Sin duda gestos que nos cuestionan en este tiempo de pandemia, cuarentena, distancia.

Pregunto:

¿No estamos cayendo en una falta de amor con la excusa del cuidarnos?

¿No estamos excluyendo y marginando?

¿No será más importante el abrazo fraterno, la cercanía afectiva a quién esta solo y enfermo?

 

El texto de hoy nos muestra uno de los rasgos más característicos del maestro de Nazaret: su acogida incondicional.

Jesús acoge, recibe. A todos, siempre. Y especialmente a los excluidos y marginados.

Jesús nos muestra el eje de su vida: la compasión.

Compasión que desde sus raíces griega y latina expresa maravillosamente el mismo significado: “padecer-con”, “hacerse uno con el otro”, “tener empatía desde lo profundo”.

Marcos lo dice claramente usando el verbo griego traducido con “conmovido”. En realidad es mucho más fuerte. Es el mismo verbo que usa Lucas para expresar los sentimientos del Padre misericordioso al regreso del hijo prodigo: “se le conmovieron las entrañas” (Lc 15, 20).

Es el amor compasivo e incondicional de una madre llevado a su máxima expresión.

 

La compasión es el eje y el punto central de todas las religiones y tradiciones espirituales de la humanidad.

La compasión nada tiene que ver con la lástima. La compasión surge de la visión y la comprensión: así lo vio Jesús y así lo vieron todos los místicos y maestros espirituales.

La verdadera compasión surge cuando nos damos cuenta de la unidad que todo lo sostiene: “el otro soy yo” no es un estribillo poético o una simple frase motivadora.

El otro soy yo” expresa una de las verdades más profundas y bellas. Somos uno. Nuestra raíz es la misma y las diferencias – por cuanto necesarias e importantes – surgen de lo Uno y revelan lo Uno.

La compasión entonces es sumamente inclusiva e igualitaria.

La compasión no se vive de “arriba” hacia “abajo”, simplemente porque “arriba” y “abajo” son categorías humanas y mentales.

Quien está arriba (se “siente arriba”…), en realidad actúa desde un asistencialismo egoico.

Es urgente entonces revisar las políticas estatales de supuesta solidaridad y el actuar de la misma iglesia ya que, muchas veces, detrás de estas acciones “compasivas” se esconde un profundo vacío y una necesidad compulsiva de reconocimiento y aplausos.

Y, obviamente y en primera instancia, hay que revisar y profundizar nuestro camino personal, ya que la compasión puede ser entrenada y desarrollada.

Una última y fundamental observación: no es posible una compasión hacia “el otro” sin una previa y constante compasión hacia uno mismo. Justamente porque, en esencia, no hay “yo” y no hay “otro”.

Si tu compasión no te incluye, es incompleta”, decía el Buda, un maestro en el arte de la compasión.

Casi siempre, la falta de compasión y amor hacia los demás, tienen su origen en una falta de compasión y amor hacia uno mismo.

 

 

 

 

 


viernes, 5 de febrero de 2021

Marcos 1, 29-39


  

Los evangelistas, de vez en cuando, nos presentan un sumario (o compendio) de lo que Jesús hacía. Concentran en pocas frases las rutinas del maestro.

El texto de hoy es un ejemplo de sumario.

Marcos nos muestra, en pocos versículos, una jornada típica de Jesús: cura, ora en soledad, predica.

Son tres rasgos esenciales del maestro de Nazaret: sanador, místico, profeta.

Estamos también llamados a vivir estos tres aspectos en nuestra vida.

¿Cuál es la raíz de la vida de Jesús?

¿Cuál es el motor de su vida?

Sin duda la relación con el Misterio divino que él llama “Padre”.

Por eso me parece que en la mística se puede resumir y concentrar la vida de Jesús y la nuestra.

Marcos lo dice al pasar: “Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando” (1, 35).

Podemos suponer con suficiente certeza que esta era una rutina del maestro: todas las mañanas Jesús dedicaba un tiempo a estar en silencio, solo, en profunda oración.

En estos momentos de soledad e intimidad, Jesús encontraba la inspiración y la fuerza para vivir sus días tan intensos a servicio de los demás y, especialmente, a servicio de los pobres, los enfermos y los excluidos.

El evangelio no deja lugar a duda: las jornadas de Jesús eran asombrosamente intensas, llenas de personas, de actividades y de encuentros.

Jesús puede vivir con tan alto nivel de entrega y desapego, por su constante conexión con el Misterio divino.

Jesús es un místico y un místico judío. Su relación y conexión con Dios es directa y personal, sin por eso dejar de participar en las expresiones religiosas de su pueblo.

 

Lo que nos interesa es la relación directa de Jesús con Dios. Esta es la experiencia fundamental que sostiene toda su vida y su ministerio.

Lo hemos visto la semana pasada y lo reiteramos: es la experiencia de Jesús lo que lo lleva a predicar con autoridad y a sanar.

La mística es esencialmente esto: experiencia directa y personal. En el camino espiritual no podemos obviar esta dimensión. No podemos dejar en manos de otros – la autoridad que sea o el gurú de turno – nuestra propia experiencia y vida espiritual.

La autoridad religiosa siempre tendrá la tentación de manipular y controlar a las conciencias y de embretar el camino espiritual.

Cuando el místico habla, habla por experiencia directa y su palabra cuestiona el nivel institucional y las estructuras religiosas.

Por eso que una mística auténtica tiene siempre algo de rebeldía y de soledad.

En Jesús se ve claramente este dinamismo y sin duda su palabra sincera y cuestionadora fue una de las causas de su muerte.

 

¿Por qué ocurre todo eso?

En un primer momento, el nivel institucional y las estructuras  - por su propia involución interna – van encerrando el Misterio en dogmas, conceptos y ritos. En un segundo momento la institución religiosa se cree dueña de la verdad y condena, juzga o margina a quien se sale de lo establecido y del “pensamiento único”.

A menudo son mecanismos inconscientes que se plasman en el “siempre se hizo así” o cosas por el estilo.

Lo absurdo que la propia institución no puede ver – es la ceguera espiritual que Jesús tantas veces evidenció con fuerza – es que de esta manera se considera a sí misma dueña de la Verdad y, consecuentemente, descalifica a los demás o los pone en un plan inferior.

Obviamente que se defiende la propia postura utilizando motivaciones espirituales – es un perro que se muerde la cola – que no permiten salir del circulo vicioso: la inspiración divina, una revelación privilegiada, los textos sagrados, etc….

En realidad cada tradición puede fundamentar de esta manera: ¿Quién tiene la Verdad?

 

Las consecuencias son peligrosas: por un lado, si cada institución o tradición espiritual cae en esta trampa, no hay posibilidad de un verdadero diálogo y verdadero encuentro.

Por el otro, el Misterio Infinito y trascendente viene deformado y restringido en categorías humanas, que son siempre parciales y relativas.

Jesús – y todos los místicos con él – defienden y reivindican el derecho a una relación personal con la divinidad en total libertad y disponibilidad. Por eso el místico, con su palabra y su acción, cuestiona el poder establecido.

Jesús es el testimonio viviente que una relación intima y personal con Dios es posible, urgente y decisiva.

Todos somos potenciales místicos: estamos llamados a sumergirnos en el Misterio, a cruzar el abismo, a conectar con la luz divina que nos habita.

Desde ahí todo surgirá sereno y potente y nuestra existencia será bendición para la humanidad entera. 

 

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