domingo, 30 de abril de 2017

Lucas 24, 13-35




En este tercer domingo de Pascua la iglesia nos propone leer y reflexionar el maravilloso texto de los discípulos de Emaús.
Es un texto que se puede desmenuzar de mil maneras y que nos ofrece innumerables pistas y pautas para nuestro caminar.
En el centro encontramos el pan: “lo reconocieron al partir el pan”.
Sin duda Lucas nos está presentando la dinámica de la celebración de la Eucaristía que se vivía en las primeras comunidades cristianas.

La Eucaristía también hoy en día subraya simultáneamente dos realidades profundamente conectadas: la presencia de Jesús y la Unidad.
Celebrar la Eucaristía es celebrar una Presencia que todo abraza y sostiene desde la unidad y que converge hacia la unidad.
Es como entrar simultáneamente en las dos fuerzas: centrípeta y centrífuga. Desde lo Uno hacia lo Uno pasando por lo múltiple.
¿No es esto lo maravilloso y sorprendente de la creación? La única Vida que crea y se manifiesta en infinidades de formas.

Quisiera subrayar un detalle que me parece fundamental.
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista” (Lc 24, 31).
Lucas nos dice que después de partir el pan los discípulos reconocen en el forastero al Maestro. Y el Maestro desaparece.
Más allá de todo lo simbólico es interesante la anotación de Lucas: una vez reconocido Jesús desaparece.

¿Cómo leer esta anotación? ¿Cómo interpretarla?

Desde nuestra visión mística de la realidad me parece poder compartir lo siguiente.
Cuando se nos abren los ojos – cuando despertamos – ya no necesitamos de signos particulares de la presencia de Dios y hasta la historia de Jesús se vuelve secundaria.
Con los ojos abiertos todo es un signo, todo es epifanía de una Presencia. Todo se convierte en Cristo.

Como afirma Simeón el Nuevo Teólogo:
Nos despertamos en el cuerpo de Cristo
cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.
Bajo la mirada y veo que mi pobre mano es Cristo;
él entra en mi pie y es infinitamente yo mismo.
Muevo la mano, y esta, por milagro,
se convierte en Cristo,
deviene todo él.
Muevo el pie y, de repente,
él aparece en el destello de un relámpago”.

Nuestro Cristo interior despierta y percibimos al mismo Cristo en todo y en todos.
Descubrimos con asombro que nuestra individualidad que a menudo nos genera problemas y sufrimiento en realidad es una expresión única y original de lo mismo: Vida divina.
Como las distintas olas del océano expresan lo mismo: agua.
Entonces celebrar la Eucaristía es celebrar la Presencia y la Vida. Es celebrar y agradecer lo que somos.

Agradecer justamente, como la misma palabra lo dice: Eucaristía.




viernes, 28 de abril de 2017

Cámara del tesoro


“Intenta penetrar en la cámara del tesoro que llevas dentro y así verás la celestial; porque ambas son exactamente iguales, entras en una y contemplas las dos”.
 Isaac de Nínive (640 – 700).

Isaac de Nínive fue un monje, teólogo y meditador cristiano. Hoy nos regala una indicación maravillosa para nuestro camino espiritual y nuestra búsqueda de Dios.
La “cámara del tesoro”: ¿Qué será dicha y secreta cámara?
La “cámara del tesoro” es nuestra común y más profunda identidad: los budistas la llaman “auténtica naturaleza” y los cristianos “Cristo interior”. Es lo que somos, más allá de lo que pasa y muere. Es lo eterno en nosotros.
Es una cámara del tesoro, porque no hay tesoro más importante que descubrir quienes somos de verdad y cual es nuestra manera única y original – la vocación – de manifestar lo Uno y Único. ¿Cuál es tu manera única y original de manifestar el Amor que solo es y todos somos?
Isaac, como todos los místicos, nos introduce en el Misterio de lo Uno que sostiene y abarca las distinciones.
Penetrar en nuestra cámara interior es penetrar a la vez en el “cámara celestial”: lo divino.
Descubrimos así, una y otra vez, que humano y divino son las dos caras de lo mismo. La Realidad es Una y se manifiesta humanamente.
Como decía también San Agustín: “Dios es más íntimo que nuestra propia intimidad”.
Penetrar en lo más íntimo de nosotros es penetrar en la intimidad de Dios. Más aún: descubrir que solo hay Dios.
El problema es “penetrar”: romper los muros de nuestro ego, nuestros miedos, nuestra inquietud mental. No es fácil.
Necesitamos practicar. Necesitamos silencio. Necesitamos coraje. Necesitamos humildad.




sábado, 22 de abril de 2017

Juan 20, 19-31



En este segundo domingo de Pascua la liturgia nos presenta este texto: hermoso y famoso.

Juan es un maestro – lo hemos dicho varias veces – en construir relatos que unen la dimensión histórica con la simbólica y la espiritual. Nos conduce de la mano en un proceso de auténtica fe.

Temas claves del texto de hoy son: el miedo, la paz, la misión, la presencia.

Los discípulos están con las puertas cerradas: el miedo siempre cierra y entristece. El opuesto del amor no es el odio como muchas veces se cree: es el miedo. Es el miedo lo que nos impide amar y descubrirnos “amor”. Como dice este hermoso cuentito:
¿Qué es el Amor? -  preguntó el discípulo. La ausencia total de miedo - dijo el maestro. ¿Y qué es a lo que tenemos miedo? - volvió a preguntar el discípulo. Al Amor - respondió el maestro.

La paz es el don por excelencia, porque es lo que somos. El Resucitado regala paz, la Presencia es paz. Viviendo en el amor y superando los miedos nos encontramos con la paz auténtica. La paz auténtica y duradera nace siempre desde adentro y se edifica afuera. Nuestro mundo no conoce la auténtica paz porque nuestro corazón no conoce la paz. Reconciliarse consigo mismo, con nuestras propias heridas y nuestros miedos es esencial para descubrir la paz que somos.

La misión entonces brota sola. No como esfuerzo, no como proselitismo ni necesidad afectiva de afirmación, sino como un fluir de la única vida. No tenemos que conquistar a nadie, ni salvar a nadie. La misión consiste – como afirma Enrique Martínez  - “en ser canal o cauce por donde la Vida fluya”. ¡Maravilloso! Es también el eje central de mi libro “Compasión y plenitud”.
Qué alivio comprender la misión así. Nuestro pequeño “yo” desaparece y la Vida fluye por si sola.

Resplandece entonces la Presencia. Presencia: el otro nombre de la divinidad. Presencia que se hace presente: regalo, aquí y ahora. Percibimos el aliento del Resucitado que nos alienta constantemente, nos crea y nos renueva.
Descubrimos que Cristo es el aliento de todos los alientos. Se hace entonces carne en nuestro concreto existir la experiencia de Hafiz que da el nombre a nuestro Blog: “soy un agujero en una flauta por donde se mueve el aliento del Cristo

Todo brilla de luz nueva y en todo descubrimos rastros y rasgos del Amor Presente.





sábado, 15 de abril de 2017

Pascua entre visión y casa




La resurrección de Cristo, centro de la fe cristiana, es también piedra de escandalo y cuestionamiento perenne.
¿Dónde vemos reflejada la victoria de Cristo sobre mal, dolor y muerte en nuestro mundo?
Es tal vez la pregunta más radical que los no creyentes hacen a los cristianos más o menos abiertamente.
Es la pregunta clave que tendríamos que hacernos y que, lamentablemente, rehuimos con asombrosa superficialidad.
Y, si acaso, intentamos dar algunas respuestas a menudo más que respuestas son escapatorias fáciles porque no sabemos que responder: “la vida eterna será después de la muerte”… “el mal es fruto del egoísmo humano”… “es un misterio”, etcétera… Intentos de respuestas: superficiales y parciales. No convencen para nada.
Postergar la felicidad en el futuro es una manera simplista para no querer enfrentar el dolor y es una infidelidad al anhelo más hermoso y puro del corazón humano: vida plena y feliz.
En realidad ni me interesa una hipotética felicidad futura y estoy convencido que esperar la plenitud después de esta experiencia terrena es indigno del ser humano, indigno de Dios, indigno de la misma resurrección de Cristo.
Extraño y cruel Dios sería este: crea el universo, seres humanos sintientes, infinitas formas de vida para que sufran un rato y darle felicidad quien sabe cuando.
En esta semana santa tuve la alegría de celebrar la Misa en un hogar de ancianos. Una mujer no muy mayor huésped del hogar no se cansaba de repetir: “quiero volver a casa, quiero volver a casa”. En cada oportunidad que se brindaba durante la Misa la mujer insistía: “quiero volver a casa”. Más allá de su tristeza y dolor la mujer dio voz al anhelo de todo corazón humano: volver a casa.
La Pascua es nuestra Casa. La Pascua es nuestra Casa porque la Vida es nuestra Casa. La Vida es nuestra Casa porque es lo que somos: somos Vida expresándose por un momento en forma humana. Y la Vida siempre ocurre en el aquí y el ahora.
Entonces nuestra Casa, la Casa verdadera es esta: el aquí y el ahora. La resurrección de Cristo no es un acontecimiento histórico: es el acontecimiento donde la historia ocurre.
¿Cómo podría el acontecimiento que define la historia, ser histórico? En realidad la resurrección precede, acompaña y cierra la historia, individual y universal.
Vivimos en la resurrección porque somos Vida, participamos y somos manifestación de la Única Vida.
Comprendemos así que la vida no tiene un sentido, sino que vivir es el sentido. No existe un “sentido” de la vida afuera de la vida. Tu vida, aquí y ahora, es el sentido.
Volviendo entonces a la pregunta del comienzo: ¿Dónde vemos reflejada la victoria de Cristo sobre mal, dolor y muerte en nuestro mundo?
En la Vida y en el vivir de este momento.
Es la misma y única Vida la que se manifiesta y expresa también como mal, dolor y muerte. Por eso todo está siempre a salvo. Lo único necesario es vivir y vivir el instante.
Para eso necesitamos visión, necesitamos ver. Ver que ya estamos en Casa. Ver la Casa, ver la Vida.
La palabra Pascua como bien sabemos significa “pasaje”: de la muerte a la vida. Dicho de otra manera: de la visión a la Casa.
Vivimos adentro de la Vida, adentro de la resurrección, adentro del seno de Dios.
En este momento Dios te está respirando y tu respirar es el respirar de Dios.
Vivir en plenitud, vivir en la resurrección, vivir como resucitados es una continua Pascua: de la visión a la Casa.
¡Feliz Vida! ¡Feliz Pascua!



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