El quinto y último domingo de
cuaresma nos presenta el conocido texto de la resurrección de Lázaro.
De entrada quisiera subrayar el
comentario de Jesús al enterarse de la enfermedad de su amigo: “Esta enfermedad no
es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por
ella” (Jn 11, 4). Y obviamente el evangelista sabía bien que Lázaro había
muerto y además nos advierte que Jesús no va de apuro a ver al amigo, sino que “espera”
que muera. Resuena lo que escuchamos el domingo pasado sobre el motivo de la
ceguera del ciego de nacimiento: “Ni él
ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en
él las obras de Dios” (Jn 9, 3).
También la muerte – de cualquier
forma la entendamos e interpretamos – es manifestación y glorificación de Dios.
Juan justamente interpreta la muerte misma de Jesús como glorificación.
Si la misma muerte – lo que más
nos asusta y preocupa – expresa la gloria de Dios, ¿qué otras cosas podrían
quitarnos la deseada paz?
Podemos experimentar la muerte
desde la Vida si nos atrevemos a entrar en la experiencia de Jesús. Entrar en
la experiencia de Jesús es aprender a ver la realidad como él la vio y a vivir
desde la realidad contemplada. Cuando Marta profesa su fe en futuro: “Sé que mi hermano resucitará en el último
día” (Jn 11, 24), Jesús contesta al presente: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). En este preciso
instante somos Vida. “Yo soy la
resurrección y la vida” expresa la experiencia central y fundante del
maestro. Jesús se experimenta Uno con la Vida, Uno con el principio originario
de toda las cosas, Uno con el Ser que engendra y sostiene todo lo existente.
Esta maravillosa experiencia que
sostiene toda la vida del maestro de Nazaret no quita nada a toda su humanidad.
El texto de hoy nos muestra la humanidad de Jesús en su emotividad, afectividad
y fragilidad. Juan nos dice que Jesús se conmueve, sufre, llora. Como vos, como
yo.
La experiencia de la plenitud de
la Vida que todo abarca y sostiene no quita nada a la humanidad: le da pleno
sentido.
Podemos llorar, reír, sufrir,
conmovernos. Podemos: es un regalo. Somos seres sintientes y sentir la vida en
todas sus manifestaciones es la aventura más hermosa.
Lo podemos hacer desde un
sepulcro cerrado o desde un sepulcro abierto: y ahí todo cambia.
Experimentar la vida desde un
sepulcro cerrado significa perderse en la experiencia, reducir todo a lo que
sentimos y quedarnos muchas veces en las lagrimas: son las lagrimas de Marta
que ve un sepulcro cerrado.
Experimentar la vida desde un
sepulcro abierto es volverse dueño de lo que sentimos y abrazar todo
experiencia y todo sentir desde la Vida que somos: son las lagrimas de Jesús
que ve un sepulcro abierto.
El sepulcro de Lázaro resume y
concentra todos los sepulcros de la historia. Tu sepulcro, mi sepulcro. El
sepulcro de los asesinos y el sepulcro de los inocentes.
Sepulcros siempre abiertos.
Siempre abriéndose. Constantemente la voz del Cristo está abriendo sepulcros.
Entonces podemos vivir nuestra humanidad con total libertad, transparencia,
entrega.
Nuestras lagrimas riegan los
sepulcros abiertos de la historia. Nuestro dolor fecunda los sepulcros
convertidos en jardines.
Desde los sepulcros abiertos de
la historia la muerte no asusta más. Simple y maravillosamente se vuelve otra
manifestación y glorificación del Dios de la Vida.
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