viernes, 24 de junio de 2022

Lucas 9, 51-62

 

 

En su viaje hacia Jerusalén, Jesús y sus discípulos quieren detenerse a descansar en uno de los pueblos de Samaría. La gente no los quiere recibir: hay conflictos e incomprensiones políticas y religiosas entre los samaritanos y los judíos. También el evangelio de Juan es testigo: “La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos” (Juan 4, 9).

 

Jesús experimenta el rechazo. Los discípulos – Santiago y Juan – no lo aceptan: Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?” (9, 54).

Jesús los reprende y sigue su camino en búsqueda de un lugar más acogedor.

¡Cuantas veces a lo largo de la historia la iglesia “mandó caer fuego del cielo” (y de la tierra también…) sobre los “disidentes”!

Tal vez se olvidó del reproche de Jesús a Santiago y a Juan…

 

Desde siempre el camino religioso cae en la trampa del fanatismo y en la creencia de la posesión de la verdad.

La historia de las religiones – más allá de todos los fundamentales aportes al crecimiento de la humanidad – es también la historia de conflictos, rechazos, violencia, discriminación… ¡y todo en nombre de Dios y de la Verdad!

La ceguera humana no tiene fondo: tanto hemos podido pervertir el mensaje originario, maravilloso y genuino de todas las tradiciones espirituales.

¿Por qué tanta ceguera y tanto fanatismo?

Porque el ego – la mente no observada – necesita de seguridad para vivir, necesita de creencias, necesita aferrarse a algo que defiende como verdadero.

El gran problema surge cuando el ego – muy hábil en manipular hasta a Dios y sus revelaciones en la historia – se identifica con su supuesta verdad, porque esto obviamente conduce a juzgar las posturas de los demás como erróneas.

El mecanismo mental sería el siguiente: Si yo (o mi grupo) tengo la verdad, el otro no la tiene y hay que corregirlo si se puede, y si no se puede, hay que matarlo, excluirlo, marginarlo, silenciarlo.

Esto, increíblemente, sigue aconteciendo en la vida de la iglesia.

En muchos casos hemos perdido la inspiración original de Jesús y del evangelio transformando el Espíritu, la frescura, la creatividad y el amor, en un estéril cumulo de doctrinas y reglas, desconectadas de la vida.

Doctrinas y reglas siempre tienen que estar al servicio del amor y de la vida, de la ética y del crecimiento: ¿Cómo no darse cuenta???

 

Jesús asume el rechazo y nos invita a no rechazar, a dejar vivir, a que cada cual sea fiel a su consciencia y a su inspiración.

No hay otro camino de plenitud, no hay otro camino hacia la realización personal. No hay otro camino para ser lo que estamos llamados a ser y para responder a nuestra vocación única y original.

 

El sabio rabino Gamaliel usó el mismo criterio del Maestro, cuando el Sanedrín discutía sobre como tratar a los apóstoles: “No se metan con esos hombres y déjenlos en paz, porque si lo que ellos intentan hacer viene de los hombres, se destruirá por sí mismo, pero si verdaderamente viene de Dios, ustedes no podrán destruirlos y correrán el riesgo de embarcarse en una lucha contra Dios” (Hechos 5, 38-39).

 

Jesús invita, propone, sugiere. Jesús sigue su camino y deja vivir.

Jesús solo condena con fuerza lo que va en contra del amor, de la libertad y la dignidad humana.

Seguir el camino de la fidelidad a uno mismo y al amor que nos habita, es la clave.

Así cierra nuestro texto: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (9, 62).

“Mirar hacia atrás” es vivir anclados a nuestro pasado y a nuestros errores.

“Mirar hacia atrás” es desconocer la Presencia de Dios en el “aquí y ahora”.

“Mirar hacia atrás” es vivir de nostalgias y recuerdos.

“Mirar hacia atrás” es destruir la creatividad y la belleza.

 

Seguimos el camino mirando hacia delante, hacia lo Infinito que nos habita, nos sostiene, nos espera.

Miremos hacia delante, con la certeza de la Presencia de Dios en todo momento y situación.

Miremos hacia la dicha plena, la plenitud del Amor.

Estamos hechos por el Infinito y para el Infinito. Estamos hechos de la misma pasta de lo Infinito.

Estamos hechos para una expansión constante de nuestro ser y nuestro amor.

Adelante con el arado.

sábado, 18 de junio de 2022

Lucas 9, 11-17

 


En esta fiesta del Corpus Christi, se nos presenta el texto de la multiplicación de los panes en la versión de Lucas.

Jesús es el hombre compasivo. La compasión es, sin duda, uno de los ejes de todas las religiones y de las tradiciones espirituales de la humanidad.

Jesús se conmueve frente a la gente enferma, sola, hambrienta. Lo mismo le había pasado, 500 años antes, a Siddharta Gautama, el Buda.

Lo mismo ocurrió a miles de personas a lo largo de la historia y lo mismo estamos llamados a experimentar y a vivir.

¿Qué es la compasión?

De su etimología podemos decir que significa “padecer-con”, o “sentir-con”. Compasión es dejarse afectar por el dolor del otro. Compasión es dejarse cuestionar por el sufrimiento de todos los seres sintientes, no solo de los seres humanos.

La auténtica compasión no tiene nada que ver con la lastima o una ayuda fácil, exterior, puntual.

La auténtica compasión nace de la comprensión.

La comprensión profunda, interna y radical de la unidad: “el otro soy yo”. Por eso la compasión es siempre silenciosa, alejada del ruido y de los aplausos; y por eso la compasión es siempre horizontal: la compasión se solidariza desde una profunda igualdad y no desde una supuesta superioridad. La compasión agradece la posibilidad de ser compasivos.

 

Podemos leer todo el evangelio y toda la enseñanza de Jesús a la luz de la compasión.

En nuestro texto la compasión de Jesús se hace concreta y se hace alimento: pan y pescados.

Pero la compasión es también el alimento para el alma, no solo para el cuerpo: “No de solo pan vive el hombre” y es bueno recordarlo.

Hoy en día la compasión está llamada a tomar la forma de la escucha, de la atención, de la apertura del corazón.

 

La compasión de Jesús, reflejada en nuestro texto, tienen tres ejes.

Jesús actúa con compasión desde la bendición, la humildad y la quietud.

La gente está con muchas necesidades, pero Jesús no se apura. Agradece y bendice. El apuro a menudo distorsiona la compasión y nos hace caer en las garras del ego. Bendecir nos recuerda que la Fuente de la compasión es Dios mismo. Uno de los 99 nombres de Dios/Allah en el islamismo es justamente “El Misericordioso”.

La compasión de Jesús es humilde: le alcanzan cinco panes y dos pescados. No se necesitan grandes cosas o grandes capitales para vivir la compasión.

La misma compasión multiplicará el amor, la paz y la alegría y, a menudo, también lo material se multiplicará.

En tercer lugar, Jesús invita a todos a sentarse: la quietud y la paciencia nos abren a recibir el don, a ser conscientes de la compasión.

Sentarnos en silencio y quietud es un ejercicio de entrega y de gratuidad y nos ayuda a crecer en la consciencia del recibir. Todos estamos necesitados de compasión.

Recordemos la central sugerencia del Buda: “Si la compasión no te incluye a ti mismo, no es completa.

La compasión entonces se convierte en un importante criterio de nuestro camino espiritual y de la autenticidad de ese mismo camino.

Si nuestras practicas espirituales – oración, meditación, sacramentos, lecturas, encuentros, videos, retiros – no me llevan a la compasión, algo anda mal.

La compasión es la aceptación radical de nuestra vulnerabilidad y de la de los demás.

La compasión es la convicción del poder de la ternura por sobre la agresividad y la fuerza.

La compasión es la vivencia de un amor libre, sanador y reconciliador.

Dejemos que la compasión de Dios nos abrace.

Dejemos que nuestra compasión abrace al Universo entero y todo lo que en él vive y respira.

 

 

 

sábado, 11 de junio de 2022

Juan 16, 12-15



 

El evangelio, en muchos casos, nos abre una ventana sobre la experiencia íntima de Jesús. Podemos percibir el corazón abierto del maestro intentando compartir su experiencia de Dios y su visión.

Estamos llamados a entrar en su experiencia, a participar de su consciencia. Hay que soltar el control para entrar, hay que confiar.

El texto de hoy nos muestra unos rasgos esenciales de esta misma consciencia.

 

Jesús nos invita a la paciencia, a la apertura y a la espera: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora” (16, 12).

Como decía el buñuelito del 3 de junio citando a Evelyn Underhill: “No te esfuerces por más luz de la que ya tienes; solo espera en quietud”.

No podemos soportar más luz y más comprensión de la que se nos otorga en el presente. Para recibir más luz tenemos que abrirnos y ser pacientes.

 

En segundo lugar, Jesús vive en conexión y comunión con el Espíritu y percibe una relación directa entre el Espíritu y la verdad.

El Espíritu nos guía a la verdad y a la verdad plena. Es el Espíritu que nos guía… no nuestra mente y nuestras definiciones.

El Espíritu se manifiesta y revela en la realidad y como realidad. La atención y la aceptación de la realidad es el camino hacia la verdad.

Este mismo Espíritu, oculta y revela la divinidad, – es la fuente escondida de San Juan de la Cruz – según nuestro propio camino, según nuestra capacidad de recepción, tanto a nivel individual como colectivo.

El Espíritu va quebrando continuamente la arrogante pretensión de haber atrapado la verdad.

Tu angustia, tu molestia, tu confusión, a menudo son signos de este quiebre que el Espíritu hace, para llevarte más en profundidad.

 

¿Cómo una mente humana limitada puede abarcar la Verdad?

¿Cómo el lenguaje humano – tan limitado, condicionado y sujeto a interpretación – puede definir lo que se escapa a toda definición?

 

Por último Jesús nos muestra una consciencia en comunión con la divinidad y con la realidad: todo es una dar y recibir, todo surge de la Fuente Única, todo brota continuamente del Fondo Amoroso de lo Real.

 

Queremos entrar en tu experiencia, ¡Oh, Maestro!

De vez en cuando, la bruma nos invade y nos confunde,

nuestra mente arrogante se pierde en la niebla del ego

y de la búsqueda de seguridad.

 

Queremos ver como tú, Jesús.

Queremos tu mirada atenta, compasiva y enamorada.

Si: ¡Estamos enamorados de tus ojos!

 

Queremos salir de los miedos que nos atrapan,

y confiar en el Fondo de lo Real.

Queremos tener tu percepción y tu apertura

y vivir danzando al ritmo de la Vida.

 

Queremos un solo latido,

queremos vivir al ritmo del latido de tu Corazón.

Queremos aprender a descubrir la Presencia del Amor,

en todo y en todos.

 

Tu aliento y tu belleza disuelve la bruma

y amanece otra luz, que todo lo fecunda.

Un profundo silencio todo lo cubre

y una eterna sonrisa nos abraza con ternura.

 

 

 

 

 


 

sábado, 4 de junio de 2022

Juan 20, 19-23

 

 

Jesús “sopló sobre ellos” (20, 22): ¡es Pentecostés! Es la fiesta del Espíritu de Dios!

El evangelista conecta el aliento de Jesús con el aliento de Dios en la creación: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2, 7).

Juan tiene una visión universal y cósmica del evento Jesús. El mismo aliento que dio vida al barro es el mismo aliento del Resucitado que renueva todas las cosas.

Se cierra el círculo. El Aliento de Dios lo llena todo y da vida a todo.

Por eso una de las definiciones más hermosas del Misterio de Dios es, a mi parecer, esta: “El Aliento de todos los alientos”.

El aliento, el soplo y el Espíritu indican algo intangible, invisible, no manipulable.

No podemos encerrar el Misterio, no podemos controlarlo, no podemos definirlo. Siempre se nos escapa y siempre nos supera. Cuando “creemos” haber atrapado el Misterio – estas son las creencias que nos otorgan un sentido de seguridad – la Vida misma nos reubica, a menudo a través de una crisis.

Jesús tenía clara esta dimensión y tal vez por eso comparó el Espíritu con el viento: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Juan 3, 8).

Sin duda Jesús sabía que el termino hebreo “ruah” significa a la vez, “viento” y “espíritu”.

El Misterio de Dios es como el viento: no se puede atrapar, es imprevisible y sumamente libre.

Nacer del Espíritu es entrar en esta dinámica divina, superando los miedos, enfrentando lo desconocido, asumiendo el inevitable riesgo de la libertad.

¡Qué aventura maravillosa la vida!

 

Conectar con el Espíritu que nos habita y nos vivifica desde dentro es entonces fundamental.

No es tarea sencilla: se necesita coraje, silencio interior y necesitamos salir de la zona de confort de nuestras creencias.

¿Dónde podemos discernir y vislumbrar esta Presencia misteriosa del Espíritu?

Sin duda desde la vida, en la vida, por y para la vida.

La vida es el criterio esencial. Un criterio que Jesús mismo puso a su misión: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10).

Dios es plenitud de vida, vida desbordante, infinita. Todo vive, también lo que creemos que está inerte o muerto.

Las piedras viven: Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lucas 19, 40).

Las montañas respiran y las flores sonríen.

Todo canta la belleza de Dios.

Afinar la percepción es la clave. Purificar nuestra visión enferma, parcial, asustadiza.

Si el Espíritu es Vida, nuestra tarea y nuestra misión también es vida.

Estamos llamados a dar vida, a cuidar la vida, toda forma de vida. Estamos llamados a colaborar con el Espíritu para que la vida de Dios brille siempre más en nuestro mundo y en nuestra humanidad herida.

Afirma bellamente José Antonio Pagola: “El signo más claro de la acción del Espíritu es la vida. Dios está allí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y expande. El Espíritu Santo siempre es dador de vida: dilata el corazón, resucita lo que está muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en movimiento lo que había quedado bloqueado.

 

Terminamos recordando la famosa y bellísima intuición de San Ireneo de Lyon: “la gloria de Dios es el hombre viviente”.   

La gloria de Dios se manifiesta en una vida plena y digna para todos.

La gloria de Dios es celebrar la vida y encontrar vida “adentro” mismo de la muerte y del dolor.

¡Ánimo: solo el Amor es real!

 

 

 

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