sábado, 4 de junio de 2022

Juan 20, 19-23

 

 

Jesús “sopló sobre ellos” (20, 22): ¡es Pentecostés! Es la fiesta del Espíritu de Dios!

El evangelista conecta el aliento de Jesús con el aliento de Dios en la creación: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2, 7).

Juan tiene una visión universal y cósmica del evento Jesús. El mismo aliento que dio vida al barro es el mismo aliento del Resucitado que renueva todas las cosas.

Se cierra el círculo. El Aliento de Dios lo llena todo y da vida a todo.

Por eso una de las definiciones más hermosas del Misterio de Dios es, a mi parecer, esta: “El Aliento de todos los alientos”.

El aliento, el soplo y el Espíritu indican algo intangible, invisible, no manipulable.

No podemos encerrar el Misterio, no podemos controlarlo, no podemos definirlo. Siempre se nos escapa y siempre nos supera. Cuando “creemos” haber atrapado el Misterio – estas son las creencias que nos otorgan un sentido de seguridad – la Vida misma nos reubica, a menudo a través de una crisis.

Jesús tenía clara esta dimensión y tal vez por eso comparó el Espíritu con el viento: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Juan 3, 8).

Sin duda Jesús sabía que el termino hebreo “ruah” significa a la vez, “viento” y “espíritu”.

El Misterio de Dios es como el viento: no se puede atrapar, es imprevisible y sumamente libre.

Nacer del Espíritu es entrar en esta dinámica divina, superando los miedos, enfrentando lo desconocido, asumiendo el inevitable riesgo de la libertad.

¡Qué aventura maravillosa la vida!

 

Conectar con el Espíritu que nos habita y nos vivifica desde dentro es entonces fundamental.

No es tarea sencilla: se necesita coraje, silencio interior y necesitamos salir de la zona de confort de nuestras creencias.

¿Dónde podemos discernir y vislumbrar esta Presencia misteriosa del Espíritu?

Sin duda desde la vida, en la vida, por y para la vida.

La vida es el criterio esencial. Un criterio que Jesús mismo puso a su misión: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10).

Dios es plenitud de vida, vida desbordante, infinita. Todo vive, también lo que creemos que está inerte o muerto.

Las piedras viven: Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lucas 19, 40).

Las montañas respiran y las flores sonríen.

Todo canta la belleza de Dios.

Afinar la percepción es la clave. Purificar nuestra visión enferma, parcial, asustadiza.

Si el Espíritu es Vida, nuestra tarea y nuestra misión también es vida.

Estamos llamados a dar vida, a cuidar la vida, toda forma de vida. Estamos llamados a colaborar con el Espíritu para que la vida de Dios brille siempre más en nuestro mundo y en nuestra humanidad herida.

Afirma bellamente José Antonio Pagola: “El signo más claro de la acción del Espíritu es la vida. Dios está allí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y expande. El Espíritu Santo siempre es dador de vida: dilata el corazón, resucita lo que está muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en movimiento lo que había quedado bloqueado.

 

Terminamos recordando la famosa y bellísima intuición de San Ireneo de Lyon: “la gloria de Dios es el hombre viviente”.   

La gloria de Dios se manifiesta en una vida plena y digna para todos.

La gloria de Dios es celebrar la vida y encontrar vida “adentro” mismo de la muerte y del dolor.

¡Ánimo: solo el Amor es real!

 

 

 

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