lunes, 27 de febrero de 2017

Misionero y monje


Feliz en la soledad
Sin el hijo que tanto deseaba;
sin los besos de una mujer compañera;
lidiando todo el día con lo austero.
Así la soledad me miró.
Y Dios me hice feliz de otra manera.
Dentro de paredes y rigurosa clausura
el cielo y la tierra mis fronteras,
en la rutina monástica y seria,
sólo con la aventura de la fe.
Y Dios me hace feliz de otra manera.
Como una nube que vuela solitaria,
bella parábola del grano de trigo,
así vivo en mi celda sin testigo,
ningún otro entretenimiento que mi oración.
Y Dios me hace feliz, y yo lo bendigo.
Vibro con mi cuerpo consagrado
como piedra esculpida en la minería;
a la espera de la Eterna Primavera
suspirando así tanto como yo soñaba.
Y Dios me hace feliz de otra manera.
Domino el corazón con la castidad,
la humanidad sin ninguna dificultad;
en silencio en mi celda, a la espera
sin nada que suavice mi soledad.
Y Dios me hace feliz, y ¡cómo!
(un monje cartujo)

Me gustó este texto/oración del anónimo monje cartujo. Me gustó y me encuentro. Los cartujos fueron fundados por San Bruno. Son monjes de vida semieremítica y contemplativa. Distribuyen el tiempo entre la soledad individual y la oración en la comunidad monástica.
Soy un poco monje. Lo descubrí hace unos años. Soy misionero y monje. Amo estar con la gente, amo jugar con los niños, cenar con familias, escuchar personas, construir dignidad. Amo reír y bailar con los jóvenes, compartir el barro codo a codo con los pobres. Simultáneamente amo el silencio y la soledad. Amo estar solo, amo leer, contemplar pájaros y flores. Amo la celda de mi cuarto y mi corazón. Mi corazón de monje es misionero. En el fondo misionero y monje expresan las dos caras de lo mismo. Es el mismo y único amor que se manifiesta hacia fuera y hacia adentro.
Misionero y monje, monje y misionero. Cada cristiano, cada ser humano tendría que ir incorporando las dos dimensiones del Ser: adentro y afuera. Silencio y Palabra. Virginidad y fecundidad. Cada cual en el ruido de mundo, rodeado a menudo de estupidez y superficialidad, puede encontrar su corazón de monje. Es esencial.

Gracias infinitas a la Vida que me hizo misionero del silencio. Mano tendida. Monje feliz.

domingo, 26 de febrero de 2017

Mateo 6, 24-34





Hoy se nos regala un texto maravilloso, algo poético, empapado de confianza. Tiene su paralelo en el evangelio de Lucas (12, 22-31).

Justamente la confianza es una de las actitudes fundamentales de Jesús. El Maestro de Nazaret tiene una actitud constante de confianza hacia la vida y los evangelios la subrayan a menudo.

Esta radical confianza de Jesús tiene espesor, porque fue puesta a dura prueba. No es la confianza barata de quien vive superficialmente, en la comodidad y sin preocuparse por el otro. La vida del Maestro no fue fácil: incomprensiones, conflictos, pobreza, inestabilidad… hasta la pasión y muerte. Nunca perdió la confianza.

¿De donde surgía esta confianza inquebrantable?

Sin duda de su experiencia y su visión. Jesús experimentó el fondo de bondad de lo real. Vio que la raíz de la realidad es el amor. Esta es su experiencia y la experiencia fundante de lo que los cristianos llamamos “Dios”. Todo lo demás brota de eso y en eso encuentra su sentido.
Esta confianza y esta visión conducen de la mano a una nueva y asombrosa actitud frente a la vida: desaparece la inquietud (otras traducciones dicen “agobio”) y todo aparece como un milagro.
La inquietud típica del hombre moderno nace del constante afán de poseer y de la ilusoria sensación de falta: buscamos y buscamos algo que nos llene la vida y eso inquieta y agobia. La búsqueda compulsiva e insaciable del ego.
En realidad nada falta: la plenitud está siempre presente, aquí y ahora. Tu vida es plena en este preciso momento. Cada cosa es expresión única y maravillosa de lo Uno: Dios, el Amor. En cada detalle Todo está misteriosamente contenido y escondido. Solo hace falta verlo y para eso hay que entrenar la visión. La mente no puede verlo, solo el silencio del corazón ve.
Jesús lo vio y brotó poesía. Y todo se convierte en milagro.
Viendo que todo es un milagro explota la gratuidad: “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?” (Mt 6, 26-27).

Comprendemos entonces la paradoja de la sabiduría oriental que insiste en el “no-hacer”: no hay nada que hacer, simplemente aceptar, disfrutar, fluir. Nuestra sociedad occidental enferma de pragmatismo e individualismo cree que la plenitud sea fruto exclusivo del esfuerzo: terrible engaño. Todo es un don, a partir de tu respirar de este momento. Comprendido esto, el esfuerzo, a veces necesario, cobra su sentido y su valor.
Desde este paradójico “no-hacer” – desde la experiencia radical de la gratuidad – brotará la quietud y la acción correcta.

Y la vida fluirá desde el Amor, como un milagro constante, come poesía repetida y siempre nueva.


jueves, 23 de febrero de 2017

Rendirse al amor




Nada tiene sentido, excepto rendirse al amor. Hazlo
Rumi


Como siempre Rumi – con su capacidad brutal de síntesis – nos ilumina el camino.
En pocas palabras, en una frase, todo es resumido.
La mente usa muchas palabras y la complica. ¡Qué alivio salir de la esclavitud del pensamiento!
Rendirse” y “hazlo”: Rumi es maestro de la paradoja. Como todos los místicos.
Rendirse: dejar de hacer. Pasividad.
Hazlo: actividad.
La experiencia del amor se da en una acción pasiva: rendirse al amor. Entregarse.
La única acción verdaderamente importante es, en realidad, un rendirse, un no-hacer.
Es la “no-acción” del zen que nos revela el secreto último de la realidad: la gratuidad. La perfección del momento.

Rendirse al amor es entonces vivir de la gratuidad del momento.
Rendirse al amor es estar atento a la vida, a cada detalle.
Rendirse al amor es anclarse a la quietud que somos.
Rendirse al amor es salir momento a momento del pensamiento.
Rendirse al amor es vivir desde lo Uno que todo abarca con ternura.
Rendirse al amor es decir un “si” incondicional a la vida.
Rendirse al amor es – en última instancia – dejar que la Vida nos viva.

Namasté. Amén.




domingo, 19 de febrero de 2017

Mateo 5, 38-48




En el evangelio de este domingo el Jesús de Mateo sigue reinterpretando la ley con la libertad y la autoridad que le caracteriza. Libertad y autoridad – lo hemos visto el domingo pasado – que nacen de su experiencia del Misterio de lo Real. Misterio que Jesús llama “Padre”.

Ojo por ojo, diente por diente” refleja la famosa “ley del Talión” que en la evolución de la conciencia moral había sido un logro. Antes del talión, la respuesta/venganza al daño que alguien había hecho era desproporcionada y con la ley del talión se logró una respuesta proporcionada. Algo es algo…

Jesús con su “pero yo les digo” destroza la ley del talión: no respondas al mal con el mal. No respondas al daño padecido con la venganza.
Sin duda es una de las paginas más fuerte y exigente del evangelio: “Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra… Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores…
Invitaciones fuertes. Exigencias que nos parecen imposibles de vivir. Compromisos solos por gente como San Francisco de Asís.
Nada de todo eso, obviamente. El evangelio es Vida plena para todos. El hecho es que hay que comprenderlo bien.
Como siempre una lectura meramente moral y voluntarista del texto nos lleva afuera, nos des-centra. El evangelio no es un código de moral, es buena noticia.

¿Cuál es la buena noticia de este texto tan exigente?
Está en la comprensión y la experiencia del fluir. La actitud correcta y constructiva frente a la experiencia del mal es la del fluir con él, no la de luchar en contra.
Una simple mirada a la historia de la humanidad lo demuestra fehacientemente: la violencia engendra violencia, el odio odio, la guerra guerra. Cuando se responde al mal con la misma moneda, nada humanizante surge.
¿Tan difícil es darse cuenta de eso?
Y seguimos en la misma actitud: estéril y superficial. Nos oponemos al mal, mal que a menudo es imaginario, supuesto, exagerado, inflado.
La actitud contracorriente que Jesús nos propone es la de la aceptación y del fluir: el mal – verdadero o supuesto – se transforma cuando es reconocido, aceptado y se fluye con él.
Esta es también una ley psicológica reconocida prácticamente por la totalidad de las corrientes psicológicas existentes.
Nos cuesta tanto vivir esta actitud porque a nuestro ego le encanta hacer de juez: elegir donde se encuentra el bien y el mal y, consecuentemente, ser el salvador eligiendo el bien y destrozando el mal.
Es la trama siempre repetida – y a veces terriblemente aburrida – de tantas películas: la lucha entre el bien y el mal.

El evangelio – y con él todas las tradiciones de sabiduría de la humanidad – nos invita a ir por otro camino: el mal se transforma aceptándolo y fluyendo con él.
Los cristianos tenemos el icono de la Cruz que tendría que ayudarnos a comprender: Jesús asume la cruz y muere en ella. Después, solo después, aparece la luz de la resurrección y lo que siempre estuvo se manifiesta en plenitud: la Vida.
Nos cuesta comprender y vivir esta actitud porque hay que pasar por un momento terrible de oscuridad: el mal asumido. A nuestra mente (ego) le parece que asumir (aceptar, fluir con) el mal significa ser cómplices del mal.
Esto es irreal y es una trampa de nuestro ego. Obviamente que desde el plano relativo de nuestro actuar hay que apostar a construir a partir de valores humanizantes y también es necesario denunciar todo lo que deshumaniza. Todo esto en la dimensión pragmática y relativa de nuestra existencia manifiesta.
Hay otra dimensión: la invisible y absoluta. La dimensión que precede todo actuar, la dimensión desde donde emana la luz primera. Ahí empalma nuestra actitud, la actitud correcta que nos lleva al descubrimiento de la realidad.
La luz sobre la realidad viene solo después que esta misma realidad es aceptada, así como se presenta. Es la experiencia llamada ecuanimidad.
El evangelio de hoy lo dice de forma esplendida: “El Padre hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”.
Nuestra mente no sabe discernir en profundidad sobre bien y mal y juzgar antes del tiempo resulta fatal: igual que sacar el feto del vientre de la madre antes de tiempo para evitarle el dolor. La misma parábola del trigo y la cizaña lo recuerda bellamente.
El verdadero discernimiento se sitúa en otro lugar del ser: el lugar del silencio ecuánime que acepta y fluye.
Porque en el fondo Amor es lo único que hay y es solo su manifestación en el aquí y en el ahora lo que nuestra mente interpreta apuradamente como “bien” y “mal” y, acto seguido, quiere intervenir, estropeando la secreta armonía.
Recordamos las sabias palabras de Lao-Tse: “El Universo es sagrado. No lo puedes mejorar. Si intentas cambiarlo, lo estropearás. Si intentas asirlo, lo perderás.

Cuando aceptamos y fluimos las cosas se arreglan solas y lo que llamamos “mal” y contra el cual luchamos, desarrolla su función creativa.
Entonces comprendemos también el último versículo: “sean perfectos como es perfecto el Padre”. No se trata de perfección moral. Sería imposible y profundamente anti-humano.
Es la perfección de la ecuanimidad del Amor: acepto la vida con totalidad en su manifestación concreta aquí y ahora. Fluyo con ella, cualquier semblante asuma.

Así experimento que, más allá del “bien” y del “mal”, simple y maravillosamente, soy.

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