En el evangelio de este domingo
el Jesús de Mateo sigue reinterpretando la ley con la libertad y la autoridad
que le caracteriza. Libertad y autoridad – lo hemos visto el domingo
pasado – que nacen de su experiencia del Misterio de lo Real. Misterio que
Jesús llama “Padre”.
“Ojo por ojo, diente por diente” refleja la famosa “ley del Talión”
que en la evolución de la conciencia moral había sido un logro. Antes del
talión, la respuesta/venganza al daño que alguien había hecho era desproporcionada
y con la ley del talión se logró una respuesta proporcionada. Algo es algo…
Jesús con su “pero yo les digo” destroza la ley del
talión: no respondas al mal con el mal. No respondas al daño padecido con la
venganza.
Sin duda es una de las paginas
más fuerte y exigente del evangelio: “Si
alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra…
Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores…”
Invitaciones fuertes. Exigencias
que nos parecen imposibles de vivir. Compromisos solos por gente como San
Francisco de Asís.
Nada de todo eso, obviamente. El
evangelio es Vida plena para todos. El hecho es que hay que comprenderlo bien.
Como siempre una lectura
meramente moral y voluntarista del texto nos lleva afuera, nos des-centra. El
evangelio no es un código de moral, es buena noticia.
¿Cuál es la buena noticia de este
texto tan exigente?
Está en la comprensión y la
experiencia del fluir. La actitud
correcta y constructiva frente a la experiencia del mal es la del fluir con él,
no la de luchar en contra.
Una simple mirada a la historia
de la humanidad lo demuestra fehacientemente: la violencia engendra violencia,
el odio odio, la guerra guerra. Cuando se responde al mal con la misma moneda,
nada humanizante surge.
¿Tan difícil es darse cuenta de
eso?
Y seguimos en la misma actitud:
estéril y superficial. Nos oponemos al mal, mal que a menudo es imaginario,
supuesto, exagerado, inflado.
La actitud contracorriente que
Jesús nos propone es la de la aceptación y del fluir: el mal – verdadero o
supuesto – se transforma cuando es reconocido, aceptado y se fluye con él.
Esta es también una ley
psicológica reconocida prácticamente por la totalidad de las corrientes
psicológicas existentes.
Nos cuesta tanto vivir esta
actitud porque a nuestro ego le
encanta hacer de juez: elegir donde se encuentra el bien y el mal y,
consecuentemente, ser el salvador eligiendo el bien y destrozando el mal.
Es la trama siempre repetida – y
a veces terriblemente aburrida – de tantas películas: la lucha entre el bien y
el mal.
El evangelio – y con él todas las
tradiciones de sabiduría de la humanidad – nos invita a ir por otro camino: el
mal se transforma aceptándolo y fluyendo con él.
Los cristianos tenemos el icono
de la Cruz que tendría que ayudarnos a comprender: Jesús asume la cruz y muere
en ella. Después, solo después, aparece la luz de la resurrección y lo
que siempre estuvo se manifiesta en plenitud: la Vida.
Nos cuesta comprender y vivir
esta actitud porque hay que pasar por un momento terrible de oscuridad: el mal
asumido. A nuestra mente (ego) le parece que asumir (aceptar, fluir con) el
mal significa ser cómplices del mal.
Esto es irreal y es una trampa de
nuestro ego. Obviamente que desde el plano relativo de nuestro actuar hay que
apostar a construir a partir de valores humanizantes y también es necesario
denunciar todo lo que deshumaniza. Todo esto en la dimensión pragmática y
relativa de nuestra existencia manifiesta.
Hay otra dimensión: la invisible
y absoluta. La dimensión que precede todo actuar, la dimensión desde donde
emana la luz primera. Ahí empalma nuestra actitud, la actitud correcta que nos
lleva al descubrimiento de la realidad.
La luz sobre la realidad viene solo después que esta misma
realidad es aceptada, así como se presenta. Es la experiencia llamada ecuanimidad.
El evangelio de hoy lo dice de
forma esplendida: “El Padre hace salir el
sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”.
Nuestra mente no sabe discernir
en profundidad sobre bien y mal y juzgar antes del tiempo resulta fatal: igual
que sacar el feto del vientre de la madre antes de tiempo para evitarle el
dolor. La misma parábola del trigo y la cizaña lo recuerda bellamente.
El verdadero discernimiento se
sitúa en otro lugar del ser: el lugar del silencio ecuánime que acepta y fluye.
Porque en el fondo Amor es lo
único que hay y es solo su manifestación en el aquí y en el ahora lo que
nuestra mente interpreta apuradamente como “bien” y “mal” y, acto seguido, quiere
intervenir, estropeando la secreta armonía.
Recordamos las sabias palabras de
Lao-Tse: “El Universo es sagrado. No lo
puedes mejorar. Si intentas cambiarlo, lo estropearás. Si intentas asirlo, lo
perderás.”
Cuando aceptamos y fluimos las
cosas se arreglan solas y lo que llamamos “mal” y contra el cual luchamos,
desarrolla su función creativa.
Entonces comprendemos también el
último versículo: “sean perfectos como es
perfecto el Padre”. No se trata de perfección moral. Sería imposible y
profundamente anti-humano.
Es la perfección de la ecuanimidad del Amor: acepto la vida con
totalidad en su manifestación concreta aquí y ahora. Fluyo con ella, cualquier
semblante asuma.
Así experimento que, más allá del
“bien” y del “mal”, simple y maravillosamente, soy.
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