viernes, 19 de abril de 2019

¿Arde el Amor?




La Semana Santa 2019, probablemente, quedará marcada por el incendio de la Catedral de Notre Dame de París.
Una Catedral que no es solo una catedral: es símbolo, historia, arte, cultura, fe.

Ardió Notre Dame bajo el implacable fuego. Ardió Notre Dame, en otros tiempos ardió Roma y hoy en día siguen ardiendo hogares, victimas de la pobreza o la guerra. También se caen aviones, descarrilan trenes, chocan autos, se sacude la tierra, se agitan las aguas y el egoísmo humano sigue generando sufrimiento inútil.

Ardió Notre Dame: tanto dolor, tanta amargura, alguna polémica como siempre y tantas preguntas sin respuestas.

¿Qué enseñanza nos deja el incendio devastador?
¿Qué nos hace vislumbrar la Pascua entre llamas y humo?

Todo es frágil y pasajero. Basta un poco de fuego, un descuido. Basta poco, realmente muy poco, para que una existencia se apague, una flor se marchite, una Catedral se derrumbe, se calle la sonrisa de un niño, barrios enteros desaparezcan.
La apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31), recuerda Pablo.

Es la hermosa fragilidad de la existencia misma, la maravillosa fragilidad del vuelo de las mariposas, del canto del ruiseñor, de la colorida hoja otoñal que se desprende y cae.  
Fragilidad que se convierte en hermosa y maravillosa cuando es reconocida, amada, asumida.
Fragilidad que invita a vivir la existencia con liviandad y desapego.

La liviandad del ser que no tiene nada que ver con superficialidad o falta de responsabilidad. Es la liviandad de la gratuidad, de quien recibe el existir como regalo y lo entrega, día tras día, sin quejas ni afán de posesión.
Es la liviandad de quien pisa la tierra con respeto y ternura, de quien mira la realidad con amor, de quien se tiñe de paciencia, de quien honra a todo ser viviente.

El desapego de quién ha conocido al Amor y se ha entregado a Él. El desapego de quien ha aprendido a soltar todo, para vivir el presente en su plenitud y belleza.
El desapego de quién vive de lo invisible, de quien se deja respirar. El desapego de quien descubrió el Ser eterno que late en el seno mismo de la fragilidad.

Así, es Pascua. Así sopla el Espíritu eterno que alienta en la fragilidad, la sostiene y en ella se expresa y en ella, también, arde.
Entonces la pregunta que la fragilidad nos hace se hace más esencial: ¿arde el Amor? ¿Arde en ti, el Amor?

Más allá de todo lo que se muere, derrumba y cae, ¿arde el Amor?
Seguirá existiendo la fragilidad y seguirán derrumbándose catedrales.
¿Arde el Amor que no se derrumba?
Esta es la pregunta pascual y la única pregunta a la cual vale la pena responder.
El fuego consumió Notre Dame y consume nuestros días. Otros fuegos y otros incendios afectan a nuestras existencias.

¿Somos lo suficientemente sabios para aprender de estos fuegos?
¿Somos lo suficientemente sabios para transformar estos fuegos en el Amor que arde y no consuma (Ex 3, 2)?
Es este el Amor Pascual. Es este el Misterio de Cristo resucitado que late en cada rincón de fragilidad.
Es este el mensaje pascual que resuena glorioso: en el seno mismo de la Cruz, invisible y silencioso, arde el Amor y en la oscuridad y en el silencio del sepulcro, arde la Vida.
En el corazón de la fragilidad y el dolor humano, habita lo único real: el Amor. ¿Ya lo viste? ¿Estás en Casa?
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!



sábado, 13 de abril de 2019

Prestar atención






Con el “Domingo de ramos” empieza la Semana Santa. Para muchos será una semana normal, para otros de descanso o de vacaciones. Para los cristianos será – o puede ser – una semana de espiritualidad más intensa, de renovación, de un encuentro más sentido con el Cristo viviente.

¿Cómo vivirla para que sea verdaderamente así?
¿Cómo hacer para escapar del peligro de una superficial rutina liturgica?

Les propongo un texto fascinante y sugerente de Nadia Boulanger.

Nadia Boulanger (Paris 1887-1979) fue pianista, directora de orquesta, mentora de Stravinski y maestra, durante sus casi setenta años de carrera.

Creo que prestar atención, manifestar interés por lo que nos rodea permite percibir lo que debe ser. Se trata de una forma de visión que poseen los grandes místicos: en determinados días se les concedió prestar auténtica atención. A menudo pienso en Teresa de Ávila, que hablaba de los «días de oraciones secas» en los que rezaba una y otra vez – nunca dejó de rezar, como gran santa y gran espíritu que era – ¡en vano! Hasta que llegaba un día en que oía. En arte llamamos a eso inspiración. Es el momento en que una persona logra captar su pensamiento profundo, el momento en que se nos revela la verdad, en que se experimenta una comunión.
Si yo sé prestarle atención, me asombrará usted una y otra vez. En cambio, si me acostumbro a verle, sin advertir que la luz cambia constantemente, se convertirá usted en un mueble al que ni siquiera presto atención, y seré yo la que saldrá perdiendo. Que esté usted aquí, que sea quien es, me parece un profundo misterio. Y si no es un profundo misterio, me estorba usted, pues no tengo ganas de verle para nada.

Presta atención lo cambia todo. Por eso los místicos insisten que la atención es la virtud espiritual por excelencia. La atención alimenta y despierta la contemplación. La atención nos enseña a ver lo que ordinariamente no vemos.
Estar atentos es el arte del amor y de la visión. El arte de ser y del Ser. Para estar atentos y ver es necesario detenerse, enlentecer los ritmos, descansar, parar.
La atención requiere un espacio y un tiempo de calidad.

Esta Semana Santa puede ser una hermosa oportunidad para crecer en la atención.

Podemos dedicar unas horas de nuestros días a un ejercicio de atención: estar atento a una flor, a una planta, a un sentimiento, a un pensamiento. Esta atención, libre de interés, nos conducirá al asombro y al ser.

Podemos también dedicar una atención especial y concreta a alguna persona: dedicarle todo el tiempo que necesita o que nos pide. Estar atentos es estar completamente y plenamente ahí, con todo nuestro ser.

Por último podemos vivir las celebraciones de Semana Santa con plena atención.
A menudo nuestra participación a la Misa y a las celebraciones en general es muy distraída y mecánica. Lo ritual tampoco ayuda.
Podemos proponernos vivir las celebraciones pascuales de una manera nueva: atentos a los detalles, los gestos, las palabras, los aromas, los sonidos. Sin duda sería mejor participar de una celebración con plena atención que a muchas y distraídos.
La atención entrenada y sostenida, paciente y perseverante nos llevará a la inspiración, al ser, al oír, al ver. Despertará lo profundo que duerme en nuestro interior.
Despertaremos por fin del sueño dual y de la separación: nos descubriremos amados, amantes y amor. Uno en el Amor.
Descubriremos el hilo de oro que late silencioso donde están las raíces. Y el Ser nos respirará.












sábado, 6 de abril de 2019

Juan 8, 1-11




El texto que la liturgia nos ofrece en este quinto domingo de Cuaresma es muy conocido y muy citado: el perdón de la adultera.
Es un texto que, más allá del cristianismo, entró en muchas culturas. A menudo – como “defensa” o “ataque” – escuchamos decir: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra” (Jn 8, 7).

Los estudiosos sospechan que este texto no sea original de Juan, sino que el redactor final del evangelio encontró este relato suelto y lo insertó en este punto. Por el lenguaje y la temática parece concordar más con el estilo de Lucas.

Intentamos penetrar en el texto desde nuestra comprensión contemplativa de lo real y desde la experiencia del silencio.
Jesús aparece en el Templo después de una noche de oración en el monte de los olivos. Está enseñando, según su costumbre. Enseña después del silencio y a partir del silencio.
De repente le traen a la mujer sorprendida en adulterio. Para sus acusadores una mujer sin nombre, sin rostro, sin historia. Para Jesús no, obviamente: aún sin nombrarla la mira a los ojos y le devuelve plena dignidad.
Esta mujer desconocida y humillada puede simbolizar y resumir muy bien a todas las mujeres de nuestro tiempo que sufren violencia, marginación, humillaciones.
Nuestra mujer es acusada y juzgada. El evangelio abre una ventana sobre el gran tema del juicio.
La humanidad todavía no le encontró la vuelta: seguimos juzgándonos y juzgando. No salimos de la mortal espiral del juicio. Siempre estamos juzgando. Hasta que no salimos de esta espiral el auténtico perdón y el auténtico amor son imposibles.

¿Por qué juzgamos? ¿Por qué nos juzgamos y juzgamos a los demás?

Las pistas, que nos regala desde siempre la visión mística, tiene dos vertientes: por falta de aceptación y por falta de comprensión.
Por una lado el juicio surge cuando no aceptamos. No nos aceptamos y no aceptamos la realidad así como es. El uso verbal del condicional nos despierta la sospecha: “hubiera, tendría, debería…”.
Cuando no aceptamos entra el juicio y el juicio es siempre mental, parcial, ilusorio, condicionado. Un juicio es siempre interpretación.
La realidad es la que es. Somos lo que somos. Y todo está bien, aunque nuestra mente siga etiquetando y juzgando. Lo único existente es la realidad, no nuestros juicios sobre ella.
La aceptación radical de la realidad es entonces el primer paso para dejar de juzgar y, consecuentemente, para actuar y cambiar lo que se puede cambiar.

Por otro lado el juicio surge por una terrible cuanto ingenua falta de comprensión.
La comprensión de que siempre actuamos desde el nivel de conciencia que tenemos y, por ende, todo juicio es sumamente inútil. Esto obviamente no significa que no podemos evaluar nuestras acciones o las acciones de los demás, pero el reconocimiento de una acción “equivocada” es siempre posterior a la misma e independiente del valor absoluto de la persona, su belleza, su inocencia.
El actuar se da siempre a partir de un nivel concreto de conciencia: ¿qué sentido tiene juzgar?
Los que consideramos errores de juventud – desde nuestra adultez actual – en realidad, en su momento, fueron la única manera desde la cual pudimos actuar: con el nivel de conciencia que teníamos.
Por eso que cualquier juicio a nuestra historia personal es inútil, dañino y un impedimento para el crecimiento actual.

Con los demás – con el otro – pasa exactamente igual, en un doble sentido.
Por un lado el otro es un espejo de mí mismo: si lo juzgo en realidad me estoy juzgando y si no perdono no me estoy perdonando. El actuar hacia “afuera” siempre surge de la relación hacia “adentro” y lo exterior es siempre reflejo de lo interior.

Por otra parte el juicio que nos hace pensar: “yo en tu lugar hubiera hecho otra cosa” es totalmente falso e ilusorio.
En realidad en lugar del otro hubiéramos hecho exactamente lo mismo. Por el simple y sencillo hecho que seríamos el otro.
Así que lo verdadero es: “Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo”.
En lugar del otro tendríamos la genética del otro, el árbol genealógico del otro, la historia del otro, las heridas del otro, la educación del otro… en fin: seríamos el otro y por eso actuaríamos exactamente como el otro.
Por eso todo juicio es profundamente hipócrita y por eso se cae por sí solo todo posible juicio.
Solo quedan aceptación y compasión.
Justamente las dos actitudes del Maestro Jesús con la adultera.
Acepta radicalmente a la mujer y su situación y tiene compasión de ella: esta mujer hizo lo que pudo y como pudo.
De esta aceptación y compasión solo puede surgir el perdón.
Un perdón total y pleno, porque no es fruto de un esfuerzo de voluntad sino de una profunda comprensión: “el otro soy yo”.
Es la comprensión más importante que se nos puede regalar en nuestra aventura humana, es la comprensión del Misterio de la Unidad y la belleza.
Es la comprensión esencial del silencio y de toda mística.

El monje trapense Thomas Merton (1915-1968) la relata así:
En Louisville, en la esquina de las calles Fourth y Walnut, en el centro del distrito comercial, fui de pronto sobrepasado con la comprensión de que amaba a todas aquellas personas, que eran mías y yo era de ellas, que no podríamos ser extraños los unos de los otros, aunque fuéramos totalmente desconocidos. Fue como despertar de un sueño de separación, de autoaislamiento espurio a un mundo especial: el mundo de la renunciación y de la supuesta santidad. Toda ilusión de una existencia santa separada, es un sueño

Para abrirse a esta maravillosa comprensión que transforma nuestra mirada y nuestra existencia tenemos que practicar la calma y la quietud. Calma y quietud abren a la confianza y la confianza nos conduce a la comprensión.

Tal vez en este sentido podemos captar el gesto de Jesús de escribir en el suelo con el dedo (8,6).
Nunca sabremos que escribió y sin duda, si el evangelio no lo transmitió, no es importante.
En cambio es sugerente el gesto: Jesús busca la calma interior. No quiere responder a tanta violencia y ceguera. El silencio, en muchos casos, es la mejor respuesta. Cuando los egos atacan la mejor respuesta es el silencio, por lo menos hasta encontrar la calma emocional.
La sabiduría popular sugiere la misma actitud al afirmar: “antes de responder hay que contar hasta diez”.

Los acusadores insisten y Jesús, encontrada la calma, puede responder: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.”
Responde desde el Ser y no desde el “yo”. Responde desde el Amor y no desde el “ego”.
Conectó con la calma y la quietud, conectó con la Presencia y desde allí surge la palabra ajustada.
Es fundamental encontrar nuestro propio camino:
¿Cuáles son tus gestos para conectar con la calma que eres?
¿Cuáles son tus caminos de aceptación y comprensión?




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