domingo, 24 de junio de 2018

Lucas 1, 57-66.80



La iglesia celebra hoy el nacimiento de Juan el Bautista. Más allá de Jesús es el único nacimiento de un santo que la iglesia celebra en una fiesta litúrgica. Una figura especial el Bautista: precursor y profeta, coherente y entero.

En la antigüedad era costumbre condimentar los relatos de la concepción y el nacimiento de personajes excepcionales y carismáticos con signos o sucesos extraordinarios que tenían la función de confirmar el estatus especial de la persona. Es lo que pasó también con los relatos sobre la concepción y el nacimiento de Jesús y Juan: muy poco de histórico, mucho de mítico.

Muchas veces cuando escuchamos la palabra “mito” – especialmente referida a nuestra tradición cristiana – nos asustamos e instintivamente lo rechazamos.
Como si “mito” significara simplemente “falso” o “trucho”. En realidad el mito – lo afirman numerosos estudiosos – es más real que lo puramente histórico, en el sentido que el mito intenta decir realidades invisibles y eternas que acompañan a las búsquedas del ser humano desde siempre. Lo “puramente histórico” cambia continuamente y el relato mítico intenta extraer y decir los valores eternos a partir de las épocas y las culturas. Recordamos los extraordinarios mitos de la Grecia antigua: a pesar de no ser históricos, explican dimensiones reales del existir y por eso siguen siendo actuales. Haríamos bien en beber de esta fuente de sabiduría.

Decir entonces que los relatos sobre el nacimiento de Jesús y Juan son míticos nos invita a apuntar a lo esencial, más allá de una historia que ya no nos es alcanzable y de la cual sabemos con certeza muy pocas cosas.
Es interesante notar la incoherencia que muchas veces se da en la interpretación de la Escritura: por un lado nadie o casi nadie interpreta hoy el relato de Adán y Eva en sentido histórico. Se interpreta como un mito, justamente. En cambio con el evangelio seguimos muchas veces anclados a un historicismo estéril perdiendo toda la fuerza y la belleza del mito.
Estos relatos – justamente por su carácter mítico – nos cuestionan hoy: ¿qué significan para mi vida? ¿Qué pueden aportar en mi búsqueda de la verdad aquí y ahora?
El relato mítico no va en contra del fundamento histórico, sino que le da más espesor y significado.
Más allá de esto hay otra cuestión importante. Si mi encuentro con Cristo hoy y si mi experiencia de Dios es real, ¿qué problema tengo en reconocer el carácter mítico de varios textos del evangelio? Es posible que cuando nos aferramos – o intentamos aferrarnos – a lo meramente histórico es por falta de experiencia y búsqueda de seguridad psicológica.
Razonamos por absurdo: si te encontraste con Cristo y si vivencias a Dios en tu cotidianidad, ¿qué problema habría – por ejemplo – si te dijeran que se encontró el cuerpo de Jesús?
Ningún problema, por supuesto.

Aclaradas un poco estas cuestiones y sin olvidar este trasfondo mítico, decimos unas palabras sobre el texto de hoy.
Zacarías, a causa de su incredulidad, se había quedado mudo frente al anuncio del nacimiento de Juan. Con el nacimiento y la confirmación del nombre puesto por Isabel, Zacarías recupera el habla.
Cuando nos cerramos a la novedad y la sorpresa de la vida se corta la comunicación: no sabemos más quienes somos y no sabemos relacionarnos.
Zacarías fue incapaz de dejarse sorprender por la novedad de Dios que irrumpía en su vida y, nada menos, que con un hijo.
Es lo que nos sucede a menudo: embretamos la vida en esquemas, estructuras y paquetes y no nos dejamos sorprender. Queremos saber y decidir de antemano por donde tendría que pasar Dios, por donde tendría que soplar el Espíritu.
Cuando embretamos así la Vida no sabemos comunicar: nos quedamos en un pensamiento demasiado humano y cortito. Esclavos del ego logramos ver un poco más que nuestra nariz. Todo lo medimos y juzgamos a partir de esa visión cortita.
En práctica quedamos mudos: no mudos por un silencio fecundo, sino por un terrible vacío de nuestras palabras. La palabra ya no dicen nada: es lo que sucede hoy, especialmente en el mundo de la apariencia. Palabras sin contenidos, palabras vacías, palabras violentas: como no decir nada. Mudos.

Pero el Espíritu – gracias a Dios – no se deja y no se puede embretar ni sujetar. Siempre nos supera, nos precede, nos desborda.
Es la maravillosa fuerza de la Vida que todo abarca y en todo se manifiesta.   
Zacarías recupera el habla cuando acepta la realidad y se deja sorprender. Con humildad – en un mundo machista – acepta y confirma el nombre que su esposa le había puesto al niño: “debe llamarse Juan”, había dicho Isabel. Y Zacarías escribió: “Su nombre es Juan”. Zacarías vuelve a nombrar: es el acto creativo que relata el libro del Génesis.
Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre.” (Gen 2, 19).

Aceptar y asumir la realidad como revelación de Dios es el acto creativo por excelencia: nos convierte en co-creadores. Como decía el filosofo francés Henry Bergson (1859-1941): “Dios nos creó creadores”.

Entonces Zacarías vuelve a hablar.
La palabra y el lenguaje retoman su función originaria: susurrar el Misterio desde el Silencio creador.
La palabra recobra dignidad, valor y profundidad: expresa lo real, indica lo real, sugiere lo real. Es palabra verdadera y auténtica.

Palabra fiel y creadora.

domingo, 17 de junio de 2018

Marcos 4, 26-34




Marcos no nos transmite muchas parábolas de Jesús: podemos suponer con cierta seguridad que quiere subrayar que Jesús enseña haciendo. En su evangelio encontramos solamente nueve parábolas, de las cuales dos son exclusivas (no están en los demás evangelios). La primera parabolita de hoy (4, 26-29) es una de estas dos. Es una de las parábolas que más amo. Es la parábola de la gratuidad: la semilla crece por sí sola, tiene en sí misma la fuerza y el dinamismo de la vida. La figura del sembrador pasa en segundo plano. 

Es una parábola sumamente revolucionaria, especialmente en nuestra sociedad que vive de la “lógica de la eficiencia”. La “lógica de la eficiencia”, del activismo, del hacer y del trabajo nos hizo perder lo central del evangelio: la gratuidad. Todo es don y regalo. Siempre y antes que nada, todo es don y regalo: no hay que olvidarlo nunca. La existencia – desde la cual hacemos y trabajamos – es un don. La vida, que nos permite también hacer y trabajar, es don.

En la cultura occidental y en la cultura del capital parece que se vive para trabajar y que solo la eficiencia en el trabajo es valorada. Se apunta a menudo a la cantidad más que a la calidad y siempre al crecimiento: crecer, crecer, crecer. Todo se evalúa en términos numéricos. Si nuestro enfoque, como individuos y como sociedad, se centra únicamente o prioritariamente en el crecimiento y en la eficiencia, los resultados son los que muchas veces nos deshumanizan: conflictos, estrés, superficialidad, cansancio. 
Pero, como justamente afirma José Antonio Pagola “Jesús entiende que la ley fundamental del crecimiento humano no es el trabajo, sino la acogida de la vida que vamos recibiendo de Dios.

La lógica del evangelio es, entonces, otra: es la lógica de la gratuidad. La lógica de la gratuidad apunta también al crecimiento, pero un crecimiento sereno y armónico.
Es el crecimiento que vemos reflejado con tanta sabiduría en la naturaleza: todo florece a su tiempo, todo madura a su tiempo. Y cuando queremos forzar este crecimiento las cosas no salen bien y afectamos a nuestra salud, nuestras relaciones y a la madre tierra.
La lógica de la gratuidad es la maravillosa lógica del ser: conectados a lo que somos, a nuestra identidad más honda, el crecimiento será la expresión y la manifestación de esa misma identidad. Como justamente una semilla, que ya tiene en sí mismo el futuro árbol: es el maravilloso e incompresible Misterio de la Vida y del Amor. Todo está ya dado y solo tenemos que recibirlo y dejarlo ser. Es la invitación apremiante de todo camino místico: “¡Sé lo que eres!

Lo expresa muy bien la filosofa española Mónica Cavallé: “El Origen de todo es también la fuerza de todo. Es aquello que vive en nosotros, respira en nuestra respiración y pulsa en el rítmico fluir de nuestra sangre; aquello que ríe cuando reímos y danza cuando danzamos; lo que arde en nuestra ira y nuestro deseo. Lo que mira por nuestro ojos, piensa en nuestro pensamiento y nos inspira palabras cuando hablamos. El vigor que late en la semilla, la inteligencia ilimitada e insondable que todo lo rige y en todo se manifiesta.

La gratuidad es la fuerza primordial que todo une: vivirse desde la gratuidad es comprender que todo tiene en sí mismo esa fuerza. Por eso que la gratuidad es el camino más directo hacia la unidad, la reconciliación y la paz.
Y el camino de la gratuidad empieza aquí y ahora, por las cosas sencillas y por lo pequeño. Como sugiere la famosa parábola del grano de mostaza – Mc 4, 30-32 – que encontramos, el texto de hoy, a continuación. Otra parabolita que va a contracorriente de los criterios a los cuales estamos acostumbrados y que nos esclavizan: la obsesión por lo grande y los números. Nos quieren hacer creer que la felicidad pasa por lo grande y en una sociedad mediática y de redes sociales esto se refleja en el deseo de ser famoso y conocido, en la cantidad de seguidores que uno tenga en Facebook, Twitter, Instagram, en el deseo de aparecer por televisión y revistas varias. Todo pasa por la apariencia, por la necesidad de ser “visto” y, por qué no, por la cuenta bancaria. No por nada los sistemas bancarios y financieros se codean con el poder, la corrupción y la política.

En el fondo del corazón sabemos bien que no es así y tantas historias de “famosos” – tristes, enfermos, estresados, patológicamente superficiales – lo confirman. Pero lo grande y la apariencia crean adicción: hay que estar atentos y lucidos. Las falsas luces encandilan a nuestro ego. La luz real es interior y no nos encandila: sugiere, anima, invita.

El evangelio nos muestra el camino de lo pequeño, lo humilde y lo sencillo: ¡cuanta felicidad pasa por ahí! Lo hemos experimentado sin duda.

¿Qué hay de más lindo que una cena en familia o entre amigos?
¿Qué hay de más lindo que un pequeño regalo hecho desde el amor?
¿Qué hay de más lindo que una sonrisa sincera de un niño?
Son cosas tan sencillas y pequeñas que… ¡no tienen precio! Son impagables.

¿Cuánto cuesta la sonrisa de un niño?
Como afirma con vigor y claridad – un libro bíblico olvidado – el Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del amor, tan sólo conseguiría desprecio” (8, 7).

Lo esencial de nuestra vida es gratis, es un don.
El Amor que nos constituye es un don. El don del ser que nos “hace ser” es un don.
Es el mismo y único ser que fluye en todo y en todos: en la semilla que crece por sí sola, en el grano de mostaza y en tus venas.
Es el mismo y único Amor que se manifiesta en lo pequeño y lo cotidiano y que da valor a cada momento.
No intentemos ser grandes: no es necesario. Ya lo somos: no podemos ser más de lo que somos. Simplemente seamos lo que ya somos. Seamos el Amor – original y único en cada uno – que nos es regalado a cada momento.




miércoles, 13 de junio de 2018

Polvo de estrellas: la “insondable riqueza de Cristo”


Es reconocida la genialidad de San Pablo, sin duda fruto de su experiencia mística. Pablo dio al cristianismo “alas cósmicas”: el Cristo de Pablo es a la vez interior y cósmico. El texto que leímos el pasado 8 de junio en la fiesta del Sagrado Corazón es de una belleza y profundidad extraordinaria: efesios 3, 8-19.
Pablo nos recuerda la “insondable riqueza de Cristo” (3, 8)  y “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” (3, 18) de su amor, amor “que supera todo conocimiento” (3, 19).

Este Amor tan infinito que nos supera totalmente y no podemos comprender constituye también nuestro “hombre interior” (3, 16).
Pablo en pocas frases concentra toda la historia y la paradoja de la experiencia mística: tan interior que define nuestra esencia, tan infinita que nos supera por completo.
Es el Misterio del Amor que experimentamos en nuestra cotidianidad cuando nos desprendemos del ego y somos cauce de este mismo Misterio: experimentamos simultaneamente la absoluta intimidad y la absoluta trascendencia. O, en otras palabras: nos sentimos plenamente nosotros mismos y simultaneamente uno con todo.
Todo esto lo podemos comprender también a través de la poesia y la ciencia.
Todo conduce, maravillosa y misteriosamente, a la misma y única Fuente.

La poesía sugirió que el ser humano es “polvo de estrellas”, justamente para subrayar el misterio divino que nos constituye. Misterio divino que es nuestra esencia y que no es afectado por nuestras maldades y egoismos. Un antiguo proverbio serbio nos hace esta invitación: “Sé humilde pues estás hecho de tierra. Sé noble pues estás hecho de estrellas.”

En los últimos decenios la ciencia, en especial la astronomia, está confirmando esta intuición poetica y mística.
Afirma el cientifico y divulgador estadounidense Carl Sagan (1934-1996): “El cosmos esta también dentro de nosotros. Estamos hechos de la misma sustancia que las estrellas.
Un estudio reciente de la Universidad estatal de Nuevo México confirma que el 97 % de la masa del cuerpo humano está conformado por materia procedente de las estrellas.
Somos polvo de estrellas: ¡casi literalmente! La ciencia confirma la intuición mística y poetica… y también la experiencia de Pablo y sus expresiones tan fuertes y contundentes.
En las estrellas podemos reconocer la la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” del amor de Cristo y en el “polvo de estrella” que somos, el “hombre interior”.
Todo, misteriosamente, tiene el sello y la esencia cristica. Ya el genio teologico de Teilhard de Chardin lo había visto. La materia, lo que llamamos “materia” (en realidad la fisica cuantica sugiere que es “luz condensada” o “vacío sólido”) está “hecha de Cristo”.
Escuchamos el testimonio de Max Planck, uno de los padres de la física cuantica:
En cuanto físico que dedicó toda su vida a la ciencia más sobria, al estudio de la materia, estoy sin duda exento de la sospecha de ser un soñador. Así, después de mis investigaciones sobre el atomo, les digo: la materia en sí misma no existe. Cada materia nace y persiste solo mediante una fuerza, aquella que lleva las particulas atomicas a vibrar y que las tiene unidas como el más minuscolo sistema solar”.

La carta a los colosenses afirma que “en Crsito fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. (Col 1, 16-17).
La divinidad que tanto anhelamos y buscamos llena las estrellas y los corazones.
El Amor y la Paz que ofrecen plenitud a nuestras vidas, descansan serenos en el corazón de cada cosa, animada o inanimada, “viva” o “muerta”. En realidad, desde esta hermosa perspectiva, no existe lo que definimos como “muerte”: existe algo que todavía no a despertato a la luz.
¿Cómo puede “algo” estar muerto si está “hecho de Cristo”?
Cuando digo “hecho de Cristo” no me estoy refiriendo a la materialidad de  la materia, sino a la “fuerza” de Planck que la mantiene unida y, en el fondo, la constituye… estamos rozando el Misterio que no se puede decir. En palabras de Pablo: “que supera todo conocimiento”. Por eso el silencio místico es esencial. Quién intentará comprender mis palabras racionalmente tropezará con una pared insormontable. Cuando dejamos de defendernos y nos entregamos al silencio, el Misterio, sobria y paulatinamente, se asoma.

Las inanimadas piedras no están “muertas”: están esperando despertar a la vida, están esperando ser más conscientes.
Es el camino evolutivo hacia el Cristo Cósmico que Teilhard de Chardin había intuido y propuesto.
Todo está evolucionando hacia el punto final: Cristo. Que también es el punto inicial. Es el trayecto hermoso y creativo de la historia: evolucionando adentro del mismo y único punto.
Somos “polvo de estrellas”: el Universo está adentro de cada uno.

Cuando contemplamos la belleza de las estrellas en una noche serena y sin luna estamos contemplando nuestra propia belleza y la belleza del Cristo que en todo se revela.
La “insondable riqueza de Cristo” nos constituye y nos supera. Esa misma riqueza que se manifiesta en las estrellas y en cada cosa.
Sientate en silencio. Abre tu corazón y confía: polvo de estrellas corre por tus venas…












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