La iglesia celebra hoy la fiesta del Corpus Christi: fiesta de la Misa,
fiesta de la Presencia Eucarística.
Quiero comenzar esta reflexión con dos
cuestionamientos contundentes de dos teólogos actuales:
El primero: “Es un hecho que la iglesia ha dispuesto las cosas de manera que, hoy en
día, tal como la autoridad eclesiástica ha legislado que se tiene que celebrar
la Eucaristía, la consecuencia es que más de la mitad de las parroquias del
mundo no tienen, ni pueden tener misa al menos una vez a la semana. La cosa es
evidente: en lugar de hacer lo que hizo Jesús aquella noche (compartir mesa y
mantel con un grupo que, al menos en principio, se querían), se ha organizado
una teología y un ritual, que, tal como se han puesto las cosas, no es posible
cumplir el mandato del Señor. Se necesita un sacerdote que haya estudiado, que
esté soltero, que sea hombre (y nunca mujer), que tenga la aprobación del
obispo (y el obispo la ha de tener de Roma…). ¿Estamos seguros de que la
iglesia tiene autoridad (dada por Dios) para hacer lo que está haciendo? ¿No
tendríamos que manifestar nuestro desacuerdo con el esmero que se pone en la
observancia de los ritos sagrados, al tiempo que se olvida de forma escandalosa
el mandato de Jesús?” (José María Castillo).
El segundo: “Las preguntas son inevitables: ¿no necesita la Iglesia en su centro una
experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor que la que ofrece la
liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús
quiso que hiciéramos en memoria suya? ¿Es la liturgia que nosotros venimos
repitiendo desde hace siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los
creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se
concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió el
Señor?” (José Antonio Pagola).
No quiero entrar en el merito de los
cuestionamientos ni intentar respuestas apresuradas: se necesitaría más espacio
y tiempo y la necesaria brevedad de esta reflexión no me lo permite.
Voy abriendo caminos y dando pistas,
dejando la puerta abierta para seguir profundizando y aportando.
El numero 10 del documento Sacrosantum concilium del Concilio
Vaticano II afirma que la liturgia, y especialmente la Eucaristía, es la “cumbre y la fuente” de la vida de la
iglesia.
Lindas palabras por cierto. Palabras que
quedaron huecas y que poco tienen que ver con nuestra realidad.
¿Por
qué?
La cena de Jesús se fue desviando de su
significado original y originario hacia el culto y el rito. Culto y rito que
por sí mismos no son negativos cuando expresan vida y hacen la vida más humana
y plena. Celebrar es parte de la condición humana. Celebrar humaniza.
Tal vez recuperando el sentido de la
cena de Jesús lograremos resignificar la celebración de la Eucaristía y
actualizarla.
La cena eucarística de Jesús – la que
llamamos “última cena” – fue, justamente, una cena. Una de las innumerables
cenas del maestro.
La cena – y en general el comer juntos –
en el mundo semítico era de una importancia vital. Expresaba familiaridad,
confianza, intimidad. No se comía con cualquiera. Jesús vive todo esto con una
novedad decisiva: abre la mesa a todos. Especialmente a los pobres y
marginados. En la mesa de Jesús todos encuentran lugar y todos son bien
recibidos.
Nuestras celebraciones no se parecen mucho
a estas cenas y tienen una cantidad de reglas que hacen difícil que se perciba
la novedad de la mesa de Jesús.
Seguimos avanzando con la pregunta:
¿Cómo
entiende Jesús esta cena especial antes de morir?
Los evangelios son unánimes: como entrega.
Hasta el evangelista Juan, que no relata la cena, expresa la entrega con el
maravilloso texto del lavatorio de los pies. Juan – de manera sorprendente – no
transmite la cena de Jesús (si solo tuviéramos este evangelio no existiría la
Misa…) pero nos regala su significado más hondo: servicio, entrega, amor.
Jesús está celebrando su entrega: lo que
vivió cada día de su vida y lo que va a vivir con su muerte. Entregando el pan
a sus discípulos, Jesús se está
entregando.
Posiblemente la expresión semítica del
texto griego “Tomen, esto es mi Cuerpo”
decía así: “Tomen, esto soy yo”.
Hay que salir de una materialidad
exclusivista del pan eucarístico – que significaría reducir la Eucaristía a
culto y rito – y no perder el sentido universal y simbólico de la eucaristía. Ni
su función de memoria.
Jesús nos invita a celebrar para
recordarnos de él: “Hagan esto en memoria
mía” (Lc 22, 19).
Celebrar es hacer memoria de Jesús, de
toda su vida, su enseñanza, sus opciones y, sobre todo, su entrega.
Lamentablemente en muchos casos se cuida
excesivamente la liturgia olvidándonos del amor concreto que se hace entrega.
¿Por
qué?
Sospecho y supongo porque es más fácil y
menos exigente. Es más fácil preparar bien una linda celebración eucarística –
cantos, flores, incienso, adornos y lecturas – que entregar la vida: escuchando,
compartiendo el dolor, abriendo el corazón, dejando comodidades y egoísmos y dejándonos
cuestionar por la realidad.
Por último no hay que olvidar la categoría
de la Alianza. Categoría central en toda la Biblia y en la historia
de Israel en la cual Jesús se inserta.
La cena de Jesús se inscribe en la cena
pascual judía: cena que recuerda el pasaje del Mar Rojo y la liberación. Cena
que sellaba la Alianza de Dios con su pueblo.
La cena de Jesús es la cena de la
Alianza definitiva. En palabras actuales: una amistad eterna e indestructible.
Jesús en la última cena celebra el amor
más grande, hecho amistad. Como ya había dicho: “Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo
los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los
amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya
no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor;
yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de
mi Padre” (Jn 15, 12-15).
Celebrar la Eucaristía es celebrar las
relaciones humanas, es celebrar la comunidad que se engendra a partir de la
amistad. Es celebrar que nos conocemos, nos apoyamos, nos sostenemos recíprocamente.
De todo lo que dijimos podemos extraer
dos ulteriores e importantes consecuencias.
·
Nuestras celebraciones están saturadas
de palabras. Siempre estamos hablando o escuchando. Se perdió el sentido del
Misterio que viene, antes que nada, del silencio. En realidad nuestra escucha
es muy superficial, porque no es total y radical. Nuestras Misas son, la
mayoría de las veces, celebraciones mentales y racionales que no ayudan ni
conducen a la vivencia del Misterio. Transformar la celebración de la Misa
pasa, a mi entender, por dar más espacio al silencio, a lo simbólico, a las imágenes,
dando más participación y protagonismo a la comunidad y – por supuesto – que
parta de la vida y lleve a la vida. ¡Que sea la fiesta de la amistad y del
amor!
·
Otra desviación de la cena de Jesús la
podemos notar en la costumbre de la adoración eucarística y en las procesiones
con el Santísimo Sacramento. Si todo lo que hemos compartido tiene sentido y
resuena en nuestro corazón nos daremos cuenta de todo eso. Ya la iglesia había
afirmado que la conservación del pan eucarístico en el sagrario después de la
celebración se debía a la necesidad de atender a los enfermos, para que, en
otro momento, se les pudiera llevar la Comunión a la casa. Solo en un segundo momento
entró la dinámica de la adoración que nada tiene que ver – discúlpenme la
sinceridad – con la cena de Jesús. Más allá de esto, tampoco tiene que ver con
el rostro de Dios que Jesús nos reveló. Jesús nos reveló un Dios que es Amor y
entrega, un Padre/Madre con entrañas de misericordia que se preocupa de cada
ser viviente… no un Dios que quiere ser adorado por sus creaturas. La imagen de
Dios que vamos vehiculando con adoraciones y procesiones eucarísticas es la de
un Dios con un terrible Ego y supernarcisista que pretende adoración y culto: una
imagen también más cercana al Dios del Antiguo Testamento que al Dios del
evangelio.
Cabe
recordar la tajante afirmación de Ireneo de Lyon (130-202) cuando el
cristianismo y el evangelio estaban en la frescura y transparencia de los
comienzos: “La gloria de Dios es el
hombre viviente”.
La
gloria de Dios – el verdadero culto y la auténtica liturgia – es la plenitud de
la vida humana. Y una vida digna y plena para todos.
Damos
gloria a Dios cuando somos plenamente humanos y construimos humanidad. Si la
liturgia – y con ella la celebración de la Eucaristía – ayudan a eso,
bienvenida sea.
Sino
habrá que repensarla y convertirnos.
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