viernes, 25 de junio de 2021

Marcos 5, 21-43

 


 

En el texto de hoy se entrelazan dos historias, que la inspirada capacidad del evangelista logra armonizar maravillosamente para regalarnos un gran y único mensaje: Jesús es vida, nos revela que también somos vida y nos conecta a la fuente de la vida.

Dos hermosos gestos enmarcan y resumen el texto: la mujer enferma que toca el manto de Jesús y Jesús que toma la mano de la niña muerta.

Tocó su manto” (5, 27) y “la tomó de la mano” (5, 41).

En los dos casos hay un contacto, un tocar. Nos viene bien en estos tiempos de pandemia volver a recordar la importancia del tocarse, del contacto físico, del abrazo y de manos que acarician. Jesús casi siempre usó el contacto físico para sanar y perdonar: “ven a imponerle las manos, para que se cure y viva” (5, 23) le dicen hoy. Jesús sana con sus manos.

Hay que volver – con sabiduría y prudencia – al contacto físico.

El “tocar” expresa la centralidad de la experiencia. La experiencia humana, para que sea transformadora, tiene que pasar siempre por todo nuestro ser. No alcanza un conocimiento mental o racional. Para que algo se convierta en experiencia tiene que atravesar todo nuestro ser: cuerpo, mente, espíritu, alma.

A menudo nos falta una verdadera experiencia de Dios porque nos quedamos en lo racional o lo simplemente emocional: entonces Dios se convierte en una simple idea o un sentimiento.

El texto de hoy viene justamente a decirnos que Dios es vida y que somos vida. Por eso toda experiencia real tiene que ver con una aceptación radical de la vida y con la capacidad de dejarnos afectar y transformar por la vida misma.

Es interesante notar que las protagonistas de hoy son dos mujeres y en las dos se ve claramente una relación con su sexualidad y la capacidad de dar vida. La primera sufre hemorragias y por eso su fecundidad se ve afectada. Además en la cultura judía la sangre expresa vida, la sangre le pertenece a Dios. Esta mujer está experimentando la terrible sensación de “perder la vida”… la vida se le está yendo, en todos los sentidos.

La niña de doce años estaba en plena etapa de desarrollo y recién se le abría la posibilidad de ser madre, de dar vida. Y muere.

Las dos mujeres entonces están unidas en la misma suerte: su don natural de dar vida se ve frustrado, aniquilado.

En los dos casos Jesús devuelve la vida y devuelve la capacidad de ser fecundas.

¡Qué maravilla! ¡Qué extraordinario!

Jesús se muestra como vida y como el maestro que nos conecta a nuestra propia fuente. La salvación y la vida surgen desde dentro. Jesús lo sabe, porque el maestro experimenta el manantial de vida que mana desde su corazón… y el nuestro: “De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7, 38).

Por eso le dice a la mujer enferma: “tu fe te ha salvado” (5, 34) y por eso ordena a la niña muerta: “levántate” (5, 41).

Toda esta centralidad de la vida queda plasmada en la extraña y extraordinaria expresión de Jesús: “La niña no está muerta, sino que duerme” (5, 39).

Podemos suponer que la niña esta biológicamente muerta y que todos los presentes consideren que está muerta. Para Jesús no: él mira desde otro lugar, el ve lo que los demás no ven.

Donde los demás ven un muerto, Jesús ve alguien que duerme.

Para Jesús la muerte es un simple y sereno dormir. La Vida no puede morir. La muerte es simple apariencia y transformación.

En el fondo y en su esencia, todo vive, todo está vivo.

Como afirma bellamente el texto del libro de la Sabiduría de este mismo día:

Dios no ha hecho la muerte, ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal” (Sab 1, 13-15).

domingo, 20 de junio de 2021

 

         ¿Qué es el amor? 

¿Por qué nos cuesta amar y dejarnos amar?

 

La sensación de ser amado es una de las sensaciones más lindas y pletóricas. Tal vez la sensación más buscada y la que más nos da seguridad y paz.

En realidad el amor – el amor verdadero – es más que una sensación, un sentimiento, una emoción. Mucho más. El amor coincide con lo real; y lo real coincide con “lo que es” y “lo que es” a su vez, con “lo que está siendo”.  Por eso que una buena “definición poética” del amor podría ser: un paisaje completo. El amor es totalidad y si no hay totalidad no es amor. Por eso que cada amor “parcial” o “particular” – por personas, cosas, animales, proyectos, trabajos – tiene que ser escrito en el amor total, es una participación subjetiva a la totalidad. Es un matiz del paisaje.

El amor es. Solo el amor es.

La sensación es camino a la búsqueda y reconocimiento de que solo el amor es real y de que solo el amor existe.

Todos buscamos el amor, que seamos conscientes o no. Basta un mínimo de consciencia y honestidad para con uno mismo, un mínimo de lucidez, para caer en la cuenta de esta verdad universal.

Y no puede ser de otra manera. Somos amor. El amor nos constituye. Es nuestra esencia, nuestro destino, nuestra casa.

Pero, ¿qué es el amor?

¿Se puede definir?

Tal vez unas definiciones a nivel psicológico se pueden intentar. Pero su esencia se nos escapa continuamente, así como se escapa la realidad. Es sumamente interesante y sugerente que la física cuántica – por lo menos hasta el momento – no pueda “atrapar” lo que en mínima esencia constituye la realidad, es decir, los fotones. Cuando se observan se nos escapan. Es el “principio de indeterminación de Heisenberg” que podemos resumir así: no se puede determinar, en términos de la física cuántica, simultáneamente y con precisión arbitraria, ciertos pares de variables físicas, como son, la posición y el momento lineal. Dicho en términos espirituales: la divinidad, cuando queremos verla, se oculta.

No podemos atrapar el amor, así como no podemos atrapar lo real. Porque en el amor se oculta el secreto de la vida, el secreto de la divinidad. “Dios es amor” dice la Escritura y todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad asocian de una manera u otra la esencia divina al Misterio del Amor y de la bondad.

Decir que “somos amor” es reconocer nuestra procedencia, nuestro radical misterio y nuestro destino. Es reconocer que todo está bien y que ya somos salvados. No hay nada que temer. Por eso que la mística de todo tipo y color insiste en subrayar que “todo está bien y cada cosa está bien y cada cosa estará bien”, en palabras de Juliana de Norwich.

La mística es el camino para captar y percibir el paisaje completo. Por eso es tan esencial y por eso en la actualidad hay un retorno y una búsqueda de los caminos místicos. La humanidad está cansada de lo particular, de la fragmentación. Lo particular – el matiz del paisaje – no dio los resultados esperados y la plenitud tan anhelada. Solo el paisaje completo nos regala la plenitud y ubica cada cosa en su lugar y armonía.

La certeza de saber que “somos amor” no nos alcanza para transitar en este mundo y para poder vivir los pocos años que nos tocan con fecundidad y desde la paz.

En sentido estricto esta “certeza” no nos alcanza porque a menudo es una certeza más bien mental y no una comprensión integral, desde nuestras fibras más profundas.

Si esta “certeza” surgiera desde un conocimiento y comprensión integral – es decir si fuera vida – alcanzaría sin duda.

Seguimos profundizando.

Este misterioso amor que nos constituye se encarna en una estructura extremadamente frágil y débil: esencialmente en nuestro cuerpo y nuestra psique. Con todo lo que significa.

Nuestra esencia amorosa y espiritual se asocia a una determinada estructura psicofísica, sumamente limitada y limitante.

Esta estructura tiene la capacidad de oscurecer profundamente nuestra esencia amorosa. Aunque nunca la puede apagar.

A esta estructura limitada – cuerpo/mente – se suman más limitaciones y más desafíos: la familia, la cultura, la educación, las creencias, la religión o la no religión, la sociedad, etcétera.

Nuestra estructura limitada y los demás condicionantes llegan con tremendo poder a oscurecer nuestra profunda, eterna y verdadera realidad: somos amor.

¿Por qué ocurre esto?

¿Por qué a menudo es tan difícil el juego de la vida y el reconocer nuestra esencia amorosa?

En el corazón de esta pregunta se oculta – otra vez – el Misterio divino.

Dios quiere reconocerse en su esencia amorosa a través de nuestro esfuerzo de regreso de la estructura psicofísica personal a la esencia. Es el camino inverso de la creación.

En la creación Dios se exilió de sí mismo para crear un mundo “separado” e “independiente” de él. En realidad – es importante decirlo desde ya – está separación e independencia son relativas, ya que la creación y el Universo acontecen “adentro” de Dios mismo y son expresión y revelación del mismo Dios.

Ahora – “este ahora” único y eterno – es Dios mismo que está volviendo a casa a través de nuestro regreso consciente, a través de nuestro recorrido desde la estructura psicofísica a la esencia.

En realidad es Dios mismo que regresa a través de nosotros.

Solo en este proceso de exilio y regreso se puede dar la creación y nuestro existir.

El amor entonces es lo que somos y es nuestro regreso.

Todo el Universo y toda la historia de la humanidad es este proceso de manifestación de la esencia divina, de exilio y de regreso a Casa.

Nuestra esencia amorosa y divina se encarna en nuestra estructura psicofísica limitada y condicionada por el entorno.

El amor se achica, se oscurece, se oculta. Surge la búsqueda. Búsqueda a menudo inconsciente y casi siempre temblorosa, hecha de caídas, errores, sangre y sudor.

Buscamos el amor que somos, porque sabemos o intuimos que solo este hallazgo nos regalará la deseada paz y plenitud que anhelamos.

El caminante y peregrino que sube una montaña se puede perder, puede caerse y lastimarse, puede hasta no llegar a su destino, en la esplendida cumbre desde donde la vista se pierde en lo infinito y se enamora. Al final no importa mucho o importa relativamente. Porque el camino es la meta. El camino, y toda la montaña está indestructiblemente conectada a la cumbre. Los caminos son la cumbre que se hace camino. Y así las caídas, los extravíos, los cansancios del peregrino. La montaña es cumbre y camino y todo lo que ocurre en ella.

 

Somos caminantes y peregrinos que buscamos el “amor que somos”.

Nuestra historia personal es la historia de esta búsqueda y este regreso. No es una simple historia individual. Es la misma historia de Dios contigo y a través de ti. Recuerda que es Dios que vuelve a casa, a su esencia amorosa, a través de tu regreso.

Las limitaciones y los condicionantes nos hacen sufrir y no nos permiten ver: no es esto un problema, inicialmente. Es parte del juego, es parte del regreso. En el caminar es nuestra percepción limitada la que nos hace “perder” en las caídas y los extravíos. Hay que alzar la mirada y cambiar de percepción, una y otra vez. Una y otra vez.

Nuestra estructura limitada se tiene que expandir y se expande a través de todas las experiencia de la vida. Cuanta más expansión, más amor y más conexión con la esencia amorosa.

El amor es totalidad, como Dios es totalidad e infinitud. El amor, en su esencia, es infinito y total. No puede ser de otra manera. Este Amor infinito y total se limita a sí mismo cuando se encarna en nuestra estructura limitada y finita. Por eso el dolor, por eso el anhelo y el deseo.

¡Queremos serlo todo y para siempre! ¡Queremos ser Amor pleno, eterno, total! Y es lógico, porque lo somos. Simplemente ahora lo estamos experimentando y viviendo a partir de las limitaciones y restricciones que el mismo amor se puso, para poder crear y revelarse. En la creación – y por ende en todo lo creado – el Amor Infinito se autolimita. Sin esta autolimitación no podría existir nada “separado” de lo Infinito. Lo Infinito tuvo que restringirse para dar lugar a “otra cosa”. La luz infinita tuvo que oscurecerse para que se pudiera ver. Este mundo no es solo la revelación de Dios, sino su ocultamiento. En nosotros mismos Dios se limita y oculta: no podríamos soportar la luz.

 

Moisés dijo: Por favor, muéstrame tu gloria. El Señor le respondió: Yo haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor, porque yo concedo mi favor a quien quiero concederlo y me compadezco de quien quiero compadecerme. Pero tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo. Luego el Señor le dijo: Aquí a mi lado tienes un lugar. Tu estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro.” (Ex 33, 18-23)

 

El regreso entonces es el camino de la finitud y limitación a lo Infinito e ilimitado. Por eso, amar es expandirse y englobar cada vez más, a más personas, aspectos, dimensiones, cosas.

Los limites del yo psicológico se ensanchan y van abarcando más y más. Se derrumban de a poco las limitaciones y la luz crece y la conexión con la esencia amorosa se hace más directa y más fácil.

Amar cuesta porque expandir los limites es derrumbar al “yo” y sus muros, sus apegos, sus falsas seguridades.

El “yo” quiere estar seguro y no quiere emprender el viaje de regreso. Se cree el dueño y se conforma con muy poco. Confunde la plenitud y el amor con posesión, seguridad, afectos, bienes, éxitos. Por eso, en realidad, nunca se conforma y quiere más y más… pero sufre porque está confundido y busca afuera lo que solo se encuentra adentro.

No hay que confundir esta expansión del amor, este romper los limites del “yo” para englobar más realidad, con la sensación o el sentimiento de amor. No podemos sentir “amor” por todos y con la misma intensidad… no es humano y no se nos pide esto.

“Amar a todos” y “amar todo” no significa “sentir” amor por todos y por todo.

Significa vivir desde la comprensión que todo es amor. En lo concreto cada uno hará su camino, un camino en el aquí y en el ahora, discerniendo y aceptando las limitaciones.

El amor incondicional es una comprensión espiritual, no es un sentimiento.

Estamos llamados a amar la totalidad y universalmente porque somos este mismo amor, pero no estamos llamados a “sentir” amor por todos (cosa además imposible) y tampoco a expresarlo y vivirlo de la misma manera, compromiso e intensidad.

 

Nos cuesta dejarnos amar. Tal vez nos cuesta más dejarnos amar que amar a los demás. Dejarse amar supone el reconocimiento de los limites, la finitud, la vulnerabilidad. El “yo” que se cree omnipotente y quiere serlo, no puede dejarse amar. No quiere dejarse amar. A menudo el amar a otros se convierte en una búsqueda peligrosa de sí mismo, donde el “yo” queda atrapado en el mismo egoísmo y la misma ceguera.

Dejarse amar es dejar que los demás, las cosas, la realidad me revele a mí mismo mi esencia amorosa y así me invite delicadamente al viaje de regreso.

 

Amar a los demás, en un movimiento sincero y auténtico, es regresar a la esencia amorosa. Dejarse amar es lo mismo.

Fundamental es la intención y la actitud interior. Es la honestidad consigo mismo.

Solo una honestidad psicológica e intelectual nos permite emprender el viaje de regreso y la expansión del amor, hacia fuera y hacia dentro.

Amar y dejarse amar entonces representan y significan la doble dimensión de la misma vida: dar y recibir. Exilio y regreso. Ir y venir. Es ley universal, ley de Dios y ley del amor. Ley que late en cada suspiro y cada instante de esta vida y este universo.

Amar y dejarse amar tienen un mismo y único objetivo: salir de la fragmentación y volver a la unidad, a lo Uno. Lo Uno es la Casa.

Se vuelve a casa a través de la fragmentación. Por eso también la fragmentación – que marca y expresa el mundo dual – es bendición. Gracias a sentirnos fragmentados y separados escuchamos el anhelo del amor y de lo Uno. Y el caminante hará la experiencia que este sentir es “solo un sentir”, el sentir que permite la vida y el manifestarse de la Luz. La realidad es que, desde esta misma Luz, desde lo Infinito, nunca existió separación. La ilusión de la separación es necesaria para nuestro existir, nuestro crear, nuestro amor.

La separación es ilusoria, la ilusión es real: ¡aquí otra paradoja esencial!

Intento aclarar más y mejor: la percepción de la separación, de estar separados de la divinidad, del cosmos, de los demás es una percepción errada o, por lo menos parcial. Ken Wilber habla del “manto sin costura del universo” y la física cuántica aclaró fehacientemente que todo es energía y hay un campo energético que une todo, como una “malla” invisible que todo une y sostiene. En esto podemos sin duda vislumbrar al Espíritu.

Cuando digo que la “ilusión es real” quiero expresar que en lo concreto de nuestra existencia y de nuestra cotidianidad vivimos como si la separación fuera real. La ilusión se hace real porque sino no podríamos vivir, ni comunicar, ni crecer, ni crear. La sabiduría de Dios nos supera por completo y está exquisitamente presente en cada detalle… ¡no podría ser de otra manera!

El proceso del vivir humano lo vivimos y experimentamos como real pero, de cierta manera, todo ya está custodiado y a salvo en el corazón de Dios.

 

El viaje de regreso es entonces un viaje desde lo Uno, en lo Uno, hacia lo Uno… atravesando la fragmentación. Por eso que, a nivel psíquico, las experiencias más extáticas y de plenitud son siempre experiencias de unidad. Cuando estamos enamorados, por ejemplo, “nos sentimos uno” con la persona amada. Normalmente esta primera percepción es superficial y necesita purificación y poder pasar a nivel más profundos. Por eso las crisis.

La experiencia de la unidad tiene que migrar de lo psíquico a lo espiritual, de lo exterior a lo interior, de lo particular a lo universal, de lo parcial a la totalidad, de las ramas a las raíces, de la apariencia a la esencia.

El movimiento del amor hacia fuera, del dejarse amar y conectar con nuestra esencia amorosa (nuestra más profunda y verdadera identidad) son un mismo y único movimiento. Los tres movimientos reflejan, para los cristianos, el dinamismo trinitario que también se revela en la percepción unitaria de las tres dimensiones de la realidad: cosmos, humanidad, divinidad.

Según las etapas de la vida un movimiento tiene prioridad sobre otro o se empieza por uno en lugar de otro. Pero siempre están presente los tres.

La conexión con nuestra esencia amorosa es la clave que nos instala en la paz y nos capacita y entusiasma para seguir creciendo, dando y recibiendo amor, dando y recibiendo luz.

 

 

viernes, 18 de junio de 2021

Marcos 4, 35-40

 


 

Se nos presenta hoy un texto maravilloso y que nos regala enseñanzas fundamentales para nuestra vida.

No podemos saber con certeza el fondo histórico del relato. Sin duda Marcos quiere hacer una catequesis sobre el tema de la confianza. Como siempre, detrás de lo literal, se esconde una fuerza simbólica muy potente.

 

El contraste y la paradoja dominan la escena: por un lado la tormenta, el viento y las olas, por el otro Jesús que duerme. Por un lado el miedo de los discípulos, por el otro la calma del maestro.

Contraste y paradoja son los ingredientes de nuestras existencias. Son el jugo de la vida.

¿Cuántas veces lo hemos experimentado?

Sentimientos encontrados, emociones contrastantes, experiencias con doble lectura.

Comprender la coexistencia de estos elementos opuestos – la oposición se da solo en el nivel más básico – y asumirlos, nos da la posibilidad de trascenderlos y vivirlos desde la paz.

La paradoja – es decir la coexistencia simultanea de elementos aparentemente opuestos – es la clave de la existencia y de su más profunda comprensión.

Todas nuestras paradojas y contrastes se originan y fundamentan en la paradoja esencial y primordial: la creación. Lo Infinito que se hace finito. En el cristianismo esta paradoja llega a su culmen en el Misterio pascual: muerte y resurrección. Una muerte que da vida, un muerto, vivo.

¿Cómo es posible la coexistencia simultanea de infinitud y finitud?

Este es el milagro originario y original. Este es el milagro del Amor gratuito de Dios, el desborde de su bondad.

La mente racional no puede desentrañar este Misterio, porque la mente está diseñada para manejar justamente el mundo de la dualidad, de la fragmentación.

Solo desde el silencio mental y la intuición del corazón podemos “comprender” y vivir la paradoja de amor originaria.

¿Cuál es la paradoja y cuál el contraste central de nuestro texto?

Es la relación entre personalidad e identidad.  

Los discípulos expresan la personalidad y Jesús la identidad.

La personalidad revela nuestra dimensión corporal y psíquica, con todo lo que esto conlleva: sentimientos, emociones, limites. En nuestro texto expresadas muy bien por el terrible miedo de los discípulos: ¡nos vamos a morir!

La identidad revela nuestra esencia, lo que somos más allá de la personalidad. Jesús lo expresa durmiendo en medio de la tormenta: somos paz, somos calma.

La personalidad es la expresión y manifestación histórica, única y original, que nuestra identidad divina toma para revelarse en el mundo.

En otras palabras: Dios quiere revelarse al mundo a través de nosotros. Y se revela a través de nuestra estructura psicofísica, única y original. Por eso que cada ser humano – y cada realidad de este universo – es revelación de Dios.

¿Qué es la sabiduría?

La sabiduría consiste en aprender a vivir ambos niveles de manera armoniosa y fecunda. Aprender a desarrollar nuestra personalidad en conexión constante y consciente con nuestra identidad.

Porque en nuestra existencia física las dos dimensiones están unidas indefectible e inseparablemente.

No se da la una sin la otra.

El sufrimiento se da cuando la personalidad se vive desconectada de la identidad.

Silencio, cállate” ordena Jesús a la tormenta (4, 39).

Cuando el silencio amoroso de nuestra identidad más profunda toma las riendas de la personalidad todo se transforma y la vida se convierte en la aventura más bella y más fecunda.

Tu esencia es la misma de Jesús y la que Jesús reveló.

Tu esencia es calma, paz, luz, amor. Esta esencia se quiere expresar a través de tu personalidad única y original.

Conecta con la esencia y deja que esta misma esencia amorosa empape y fecunde tu personalidad: ¡serás una obra de arte! ¡Serás luz para el mundo!

 

 

 

sábado, 12 de junio de 2021

Marcos 4, 26-34

 


 

Pocas parábolas pueden provocar mayor rechazo en nuestra cultura del rendimiento, la productividad y la eficacia que esta pequeña parábola en la que Jesús compara el reino de Dios con este misterioso crecimiento de la semilla, que se produce sin la intervención del sembrador” (J. A. Pagola).

 

La primera parabolita del texto de hoy – justamente la de la semilla que crece por sí sola – es una de mis preferidas. En pocos versículos se concentra y resume la esencia del evangelio: la gratuidad.

La semilla crece por sí sola, sin intervención del hombre, sin necesidad de esfuerzo.

Si hay un esfuerzo, es el de la siembra, esencialmente. Pero el eje de la parábola va por otro lado.

Jesús nos quiere revelar uno de los secretos del Universo y de la Vida.

La gratuidad de la Vida y del amor precede a cualquier esfuerzo. En el corazón del Universo rige la ley de una fecundidad gratuita y desbordante. En esencia, todo es gratis.

Darse cuenta de esta gratuidad y fecundidad de la Vida tiene el potencial de transformar completamente nuestra existencia. Es en esta gratuidad y fecundidad donde encuentra su raíz la sabia actitud del fluir.

A nivel histórico y social encontramos aquí la gran falla que une el capitalismo al socialismo: ambos – desde ideologías opuestas – tratan a las personas por su productividad, programación y rendimiento. Se olvidaron de lo esencial y de lo que humaniza a las personas y al mundo: la gratuidad del ser, la gratuidad de la existencia, la gratuidad de amor.

¿No tenemos que hacer nada entonces?

Obvio que si. Estamos llamados a crecer, a caminar, a revelar la luz que nos habita de manera única. Estamos llamados a sembrar amor, paz y justicia. Estamos llamados al esfuerzo para convertirnos en lo que ya somos.

¡Esta es la paradoja de la existencia!

La clave está en el punto de partida: la gratuidad.

Esta gratuidad que nos regala la certeza y la visión de que ya somos lo que estamos llamados a ser.

La semilla de un árbol, contiene en sí misma el potencial del árbol completo, perfecto y maduro.

Así nosotros: nuestra alma, nuestra esencia ya tiene todo. Es el don inmaculado, perfecto y gratuito del Amor de Dios, del Amor que es Dios. Vivir es revelar y manifestar esta esencia. El trabajo y el esfuerzo arrancan desde ahí, desde esta conciencia de plenitud potencial y que pide ser manifestada.

Entonces ocurre el milagro y, otra vez, se cumple la paradoja: el esfuerzo para crecer ya no es esfuerzo. El necesario esfuerzo y el trabajo para desarrollarnos espiritualmente se convierte en el placer y el gozo más grande.

¡Maravilla sin nombre!

Es algo inexplicable, que solo lo entiende quien lo vive. Pasa mucho con los artistas: el artista – pintor, poeta, escultor, músico – disfruta tanto de lo que hace que su “esfuerzo”, su “cansancio”, su “trabajo” se disuelven en un canto jubiloso a la Vida.

¿Y cuál es el arte más grande?

El arte de convertirnos en lo que somos. Todos somos artistas de nuestra propia existencia. Esculpimos nuestra vida como el escultor trabaja el mármol. Convertimos nuestra existencia en poesía, como el poeta elige y ama las palabras. Pintamos nuestra vida, como el pintor mezcla colores, luces y sombras.

El arte más hermoso e imprescindible es el arte de tu propia existencia.

Estamos llamados a hacer de nuestra existencia la mejor obra de arte.

Conecta con la gratuidad, deja los juicios, ábrete al amor: y desde ahí haz de tu vida la obra de arte más hermosa!

 

 

 

 

 

sábado, 5 de junio de 2021

Marcos 14, 12-26

 


Celebramos hoy la fiesta del “Corpus Domini”, fiesta de la Eucaristía, memorial de la última cena de Jesús.

Se nos presenta hoy el relato del evangelio de Marcos.

La celebración de la Misa está en una profunda crisis. Las razones son, como siempre, múltiples y de distintas envergaduras.

Hay razones teológicas, lingüísticas, rituales, sociales, culturales.

Lo cierto es que la Eucaristía perdió mucho de su fuerza y sentido.

¿Cómo recuperar el sentido original y transformador de la Eucaristía?

Sin duda nos ayuda volver al origen, a la fuente, con el coraje y la humildad de poner entre paréntesis las cuestiones secundarias y de adorno que son transitorias y no afectan a la esencia.

La última cena del Maestro fue la última de muchas cenas y la primera cena eucarística y la última también. Es decir: Jesús “celebró” una Misa sola. Este simple hecho tendría que hacernos reflexionar: ¿es tan necesario celebrar tantas Misas? ¿No sería mejor menos y con más calidad, atención, compromiso, entrega?

Nos preguntamos:

¿Por qué Jesús no lo hizo antes, en una de sus muchas cenas con amigos?

Porque la cena eucarística de Jesús es el resumen de su vida, el gesto de entrega total que anticipa la muerte y nos revela el Misterio de la Unidad.

 

Celebrar la Eucaristía entonces tiene tres ejes esenciales.

 

1.   La memoria de Jesús

La Eucaristía es “memorial”: memoria viva, memoria del maestro que nos trae, a través del Espíritu, su Presencia y sus enseñanzas. Celebrar la Eucaristía es actualizar el mensaje de Jesús para nosotros hoy. El recuerdo de Jesús se hace vivo y vida, hoy.

 

2.   La entrega

La Eucaristía es la celebración ritual de la entrega de Jesús. Jesús hizo de su vida un don, un regalo para todos. ¿Estamos dispuestos a recorrer el mismo camino? Tal vez la Misa está en crisis porque está en crisis nuestra capacidad de entregar la vida. Si la celebración de la Eucaristía no nos convierte en seres más capaces de amor y de entrega, significa que no hemos todavía entendido su significado más profundo. Celebrar la Eucaristía es entregarnos, estar dispuestos a morir, como los budistas “mueren” en sus almohadones de meditación. No hay verdadera entrega que no pase por la muerte del “yo”.

 

3.   La unidad

Las palabras de Jesús sobre el pan reflejan el sentido más hondo de la unidad. Es muy probable que Jesús haya dicho: “Este soy yo”, expresión semítica que, traducida al griego dio origen al famoso: “este es mi cuerpo”. En realidad, lo hemos visto antes, es Jesús que se entrega. No entrega “algo” de él, sino que se entrega a sí mismo. Su “esencia” es entrega. En esta entrega se identifica con el pan. Es el Misterio de la unidad, de lo Uno, que subyace a todo lo existente. Durante su vida – el evangelio de Juan es el más atento al tema – Jesús sugirió varias veces esta Unidad que lo habitaba: “el Padre y yo somos uno” (10, 30), “quien me ve a mi, ve al Padre” (14, 9), “Yo soy” (8, 58).

Celebrar la Eucaristía es sumergirse en lo Uno. Es la experiencia central que toda la mística subraya y nos invita a vivir.

El fondo de lo real es el mismo, es la conciencia Una que se manifiesta en infinitas formas.

Jesús era consciente de este Misterio luminoso y, en la última cena, nos regala el gesto que nos lo recuerda: somos uno. Somos uno con él, como él lo que es con el Padre. Somos uno con la divinidad y entre nosotros.

El Universo entero se asienta sobre el Misterio de lo Uno. Lo Uno es nuestro origen y nuestra meta, es nuestra Casa y nuestro Hogar.

 

 


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