viernes, 25 de junio de 2021

Marcos 5, 21-43

 


 

En el texto de hoy se entrelazan dos historias, que la inspirada capacidad del evangelista logra armonizar maravillosamente para regalarnos un gran y único mensaje: Jesús es vida, nos revela que también somos vida y nos conecta a la fuente de la vida.

Dos hermosos gestos enmarcan y resumen el texto: la mujer enferma que toca el manto de Jesús y Jesús que toma la mano de la niña muerta.

Tocó su manto” (5, 27) y “la tomó de la mano” (5, 41).

En los dos casos hay un contacto, un tocar. Nos viene bien en estos tiempos de pandemia volver a recordar la importancia del tocarse, del contacto físico, del abrazo y de manos que acarician. Jesús casi siempre usó el contacto físico para sanar y perdonar: “ven a imponerle las manos, para que se cure y viva” (5, 23) le dicen hoy. Jesús sana con sus manos.

Hay que volver – con sabiduría y prudencia – al contacto físico.

El “tocar” expresa la centralidad de la experiencia. La experiencia humana, para que sea transformadora, tiene que pasar siempre por todo nuestro ser. No alcanza un conocimiento mental o racional. Para que algo se convierta en experiencia tiene que atravesar todo nuestro ser: cuerpo, mente, espíritu, alma.

A menudo nos falta una verdadera experiencia de Dios porque nos quedamos en lo racional o lo simplemente emocional: entonces Dios se convierte en una simple idea o un sentimiento.

El texto de hoy viene justamente a decirnos que Dios es vida y que somos vida. Por eso toda experiencia real tiene que ver con una aceptación radical de la vida y con la capacidad de dejarnos afectar y transformar por la vida misma.

Es interesante notar que las protagonistas de hoy son dos mujeres y en las dos se ve claramente una relación con su sexualidad y la capacidad de dar vida. La primera sufre hemorragias y por eso su fecundidad se ve afectada. Además en la cultura judía la sangre expresa vida, la sangre le pertenece a Dios. Esta mujer está experimentando la terrible sensación de “perder la vida”… la vida se le está yendo, en todos los sentidos.

La niña de doce años estaba en plena etapa de desarrollo y recién se le abría la posibilidad de ser madre, de dar vida. Y muere.

Las dos mujeres entonces están unidas en la misma suerte: su don natural de dar vida se ve frustrado, aniquilado.

En los dos casos Jesús devuelve la vida y devuelve la capacidad de ser fecundas.

¡Qué maravilla! ¡Qué extraordinario!

Jesús se muestra como vida y como el maestro que nos conecta a nuestra propia fuente. La salvación y la vida surgen desde dentro. Jesús lo sabe, porque el maestro experimenta el manantial de vida que mana desde su corazón… y el nuestro: “De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7, 38).

Por eso le dice a la mujer enferma: “tu fe te ha salvado” (5, 34) y por eso ordena a la niña muerta: “levántate” (5, 41).

Toda esta centralidad de la vida queda plasmada en la extraña y extraordinaria expresión de Jesús: “La niña no está muerta, sino que duerme” (5, 39).

Podemos suponer que la niña esta biológicamente muerta y que todos los presentes consideren que está muerta. Para Jesús no: él mira desde otro lugar, el ve lo que los demás no ven.

Donde los demás ven un muerto, Jesús ve alguien que duerme.

Para Jesús la muerte es un simple y sereno dormir. La Vida no puede morir. La muerte es simple apariencia y transformación.

En el fondo y en su esencia, todo vive, todo está vivo.

Como afirma bellamente el texto del libro de la Sabiduría de este mismo día:

Dios no ha hecho la muerte, ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal” (Sab 1, 13-15).

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