sábado, 28 de octubre de 2017

Mateo 22, 34-40




Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?”, pregunta el fariseo malicioso a Jesús.
En el fondo es la pregunta que todos nos hacemos, tal vez disfrazándola: ¿qué es lo más importante de la vida?, ¿qué es lo que me asegura un camino de felicidad? ¿cuál es el secreto de la vida?

En resumen: tantas preguntas, una pregunta. En etapas o momentos de la vida es importante planteárselas.

Jesús responde, pero su respuesta es un poco evasiva. Jesús no nos regala respuestas pre-confeccionadas, no nos ofrece el paquete pronto. Esta es la sabiduría del Maestro de Nazaret y de muchos maestros orientales: orientan, indican, alientan. Pero no quieren dar respuestas hechas y prontas y esto nos cuesta en nuestras sociedades donde se compra todo hecho. Jesús sabe – todos los auténticos maestros lo saben – que las respuestas verdaderas son siempre personales y frutos de experiencia. Aceptar por buena una respuesta que no surge de tu sangre, tu búsqueda y tu dolor, no te llevará muy lejos.
J
esús antes que nada retoma el famoso “Shemá Israel” (Dt 5, 4-5): “Escucha Israel”. El mandamiento del amor y la centralidad del amor surgen de una escucha. Y no hay escucha sin silencio. Hay que subrayarlo y repetirlo.
No se ama sin antes haber hecho silencio y haber escuchado.
Por eso la respuesta del Maestro, más que respuesta, es un invito a entrar en una experiencia, a dejarse agarrar por el Misterio: callar y escuchar.

Porque el amor y la vida antes que nada no los hemos inventados nosotros. Nos han sido dados. Son regalo. Regalo y Misterio. Por eso es necesario el silencio y la escucha: para aprender esa verdad, tal vez la más importante.
Solo en el silencio y en la escucha aprendemos que el amor y la vida son un don y como don tienen que ser tratados y vividos: “Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente” (Mt 10, 8).

En segundo lugar porque no sabemos lo que es el amor y lo que significa amar. El teologo francés Henry de Lubac lo había comprendido: “No creas saber tan pronto lo que es amar…”. Nuestras existencias son aprendizajes del amor y del amar, salpicadas continuamente por equivocaciones.
Por todo eso necesitamos absolutamente de silencio y escucha.

Nos confundieron, nos marearon y nos engañaron: amor y amar tienen muy poco que ver con sentimientos y emociones, por lo menos en un primer y fundante momento.
Amor y amar tienen que ver antes que nada y sobre todo con ser y con el Ser. Por eso Jesús une los “dos amores”, Dios y el prójimo. Para mostrarnos que en el amor no hay separación, no hay fragmentación. El amor es uno y siempre uno. El amor que divide y separa no es amor. Amor es lo que es, amor es lo que hay.

Por eso no podemos amar a Dios sin amar todo lo que hay y existe. No existe un  Dios “afuera” de lo que es y lo que hay. No existe un Dios “afuera” del respirar de nuestro projímo y de los árboles. “Afuera” del amanecer y del trinar de las aves. “Afuera” del sudor del trabajador, los gritos de los niños y las esperanzas de los pobres. No existe un “afuera” del beso de un amante y el agonizar de un viejo.

Dios es todo esto. Dios es el sostén infinito y escondido de lo real. El soplo vital que a todo da vida.

Lo que superficialmente llamamos “Dios” es la raíz última de lo que es, de la realiadd. En sentido estricto, lo único real. Como dijo Emily Dickinson: “Que el amor es lo único real, eso es cuanto sabemos del amor”: muy poco o mucho. Depende.
Aprender a escucharlo y vivirlo es la aventura más hermosa de la vida.





sábado, 14 de octubre de 2017

El corazón del mundo




¿Dónde se encuentra el corazón del mundo?
Podríamos formular la pregunta también de esta forma: ¿Dónde está el centro que unifica la vida y le confiere armonía y coherencia?
Los místicos desde siempre han respondido de la única forma posible: paradójicamente.
Responden: en ti, en todo, en ningún lado.
A la mente – lógica e inquieta – una respuesta así no le satisface y hasta la pone más inquieta.
Pero, desde otro nivel de conciencia, es una respuesta sumamente necesaria, útil y transformadora.
Por eso el camino místico y contemplativo es el camino del futuro, el camino hacia una auténtica liberación.
La visión mística abraza la totalidad y ve lo que la mente no puede ver. La mente separa y fragmenta y por eso no puede mantener unidos los opuestos.
La visión mística unifica y mantiene unidos los opuestos sin por eso negar las diferencias.
Por eso puede decir: el Universo tiene un centro, un centro que está en todas partes y ninguna al mismo tiempo. A ese centro lo podemos llamar Dios.
La filosofía medieval lo dijo así: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Formula retomada por el filosofo y místico francés Blaise Pascal.
¿Para nuestra vida concreta que significa todo esto? ¿Qué puede aportarnos? ¿En qué nos ayuda a crecer?
Antes que nada es importante tomar conciencia que cada ser humano busca – inconsciente o conscientemente – un centro. Parece escrito a fuego en nuestras células y nuestra psique.
Intuimos que solo una vida centrada – vivida desde un centro y hacia un centro – tiene verdaderamente sentido y puede dar fruto.
Concretamente la experiencia del centro es sumamente importante: nos unifica y nos instala en la paz.
Decir centro es decir entonces armonía, estabilidad, unidad, sentido, dirección.
En palabras las más simples posible: ¿como podemos entonces sugerir la experiencia del corazón del mundo y del centro?
Podemos decir así: el centro de cada ser humano es Dios. Siendo Dios el centro es un centro descentrado: lo que experimentamos psicológicamente como centro es en realidad (ontológicamente) el único Centro que todo contiene, todo sostiene y en todo alienta vida. Esto quería expresar Maestro Eckhart cuando dijo: “mi fondo y el fondo de Dios son un mismo y único fondo” y también “el ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual el me ve”.
Dios es al mismo tiempo el único Centro donde todo existe, mi centro, tu centro y el centro de todo.
El corazón del mundo es ese único punto que siendo siempre uno en sí mismo se dilata y expresa en infinitas formas sin dejar de ser este único punto.
Encontrar el centro y vivir desde ahí es cuestión de práctica, de entrenamiento paciente, de ascesis espiritual. Práctica que se centra en la atención y la percepción.
Percepción y atención en sus dos dimensiones: interior y exterior.
Mirando hacia adentro aprendemos a percibir nuestro centro y mirando hacia fuera descubrimos el mismo centro en todo.
La experiencia psicológica de tener un centro se expande hacia fuera en la experiencia mística del mismo y único centro.

El corazón del mundo soy yo, eres tu.
El mismo Dios es nuestro centro.
El mismo Dios y el único Amor.
La misma Vida y la única Vida.
El corazón del mundo que fluye en tus venas y en la savia de los árboles.
El corazón del mundo que sonríe en la sonrisa de los niños y los ancianos, en el trinar de las aves y en los colores del otoño.
El corazón del mundo que late en tus latidos, habla tus palabras y oye la brisa entre las hojas.
Este corazón del mundo mudo y quieto que siente en tus sentidos, vibra de pasión y llora tus lágrimas.
Este mismo corazón que se luce en el verdor de los árboles, el amarillo del limón y se tiñe de matices en los atardeceres.
El corazón del mundo que se viste del azul del cielo y de los mares.
Eres tu el corazón del mundo y el mundo está en tu corazón.
Este corazón que ama con tu amor y sueña en tus sueños.
Este corazón amante del silencio: su casa, su hogar, su posada y albergue.
Este corazón quieto y silencioso que desde dentro todo sostiene y en todo canta y expresa su melodía.
Toca divino flautista. Toca una vez más. Toca las invisibles cuerdas de mi flauta que en realidad es tuya. Seré el agujero sin nombre para tu nota más pura.





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