“Maestro,
¿cuál es el mandamiento principal de la ley?”, pregunta el fariseo
malicioso a Jesús.
En el fondo es la pregunta que todos nos
hacemos, tal vez disfrazándola: ¿qué es lo más importante de la vida?, ¿qué es
lo que me asegura un camino de felicidad? ¿cuál es el secreto de la vida?
En resumen: tantas preguntas, una
pregunta. En etapas o momentos de la vida es importante planteárselas.
Jesús responde, pero su respuesta es un
poco evasiva. Jesús no nos regala respuestas pre-confeccionadas, no nos ofrece
el paquete pronto. Esta es la sabiduría del Maestro de Nazaret y de muchos
maestros orientales: orientan, indican, alientan. Pero no quieren dar
respuestas hechas y prontas y esto nos cuesta en nuestras sociedades donde se
compra todo hecho. Jesús sabe – todos los auténticos maestros lo saben – que
las respuestas verdaderas son siempre personales y frutos de experiencia.
Aceptar por buena una respuesta que no surge de tu sangre, tu búsqueda y tu
dolor, no te llevará muy lejos.
J
esús antes que nada retoma el famoso “Shemá Israel” (Dt 5, 4-5): “Escucha Israel”. El mandamiento del amor
y la centralidad del amor surgen de una escucha. Y no hay escucha sin silencio.
Hay que subrayarlo y repetirlo.
No se ama sin antes haber hecho silencio
y haber escuchado.
Por eso la respuesta del Maestro, más
que respuesta, es un invito a entrar en una experiencia, a dejarse agarrar por
el Misterio: callar y escuchar.
Porque el amor y la vida antes que nada no
los hemos inventados nosotros. Nos han sido dados. Son regalo. Regalo y
Misterio. Por eso es necesario el silencio y la escucha: para aprender esa
verdad, tal vez la más importante.
Solo en el silencio y en la escucha
aprendemos que el amor y la vida son un don y como don tienen que ser tratados
y vividos: “Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente” (Mt 10, 8).
En segundo lugar porque no
sabemos lo que es el amor y lo que significa amar. El teologo francés Henry de
Lubac lo había comprendido: “No creas
saber tan pronto lo que es amar…”. Nuestras existencias son aprendizajes
del amor y del amar, salpicadas continuamente por equivocaciones.
Por todo eso necesitamos
absolutamente de silencio y escucha.
Nos confundieron, nos
marearon y nos engañaron: amor y amar tienen muy poco que ver con sentimientos
y emociones, por lo menos en un primer y fundante momento.
Amor y amar tienen que ver
antes que nada y sobre todo con ser y con el Ser. Por eso Jesús une los “dos
amores”, Dios y el prójimo. Para mostrarnos que en el amor no hay separación,
no hay fragmentación. El amor es uno y siempre uno. El amor que divide y separa
no es amor. Amor es lo que es, amor es lo que hay.
Por eso no podemos amar a
Dios sin amar todo lo que hay y existe. No existe un Dios “afuera” de lo que es y lo que hay. No
existe un Dios “afuera” del respirar de nuestro projímo y de los árboles. “Afuera”
del amanecer y del trinar de las aves. “Afuera” del sudor del trabajador, los
gritos de los niños y las esperanzas de los pobres. No existe un “afuera” del
beso de un amante y el agonizar de un viejo.
Dios es todo esto. Dios es el
sostén infinito y escondido de lo real. El soplo vital que a todo da vida.
Lo que superficialmente llamamos “Dios” es la raíz última de
lo que es, de la realiadd. En sentido estricto, lo único real. Como dijo Emily
Dickinson: “Que el amor es lo único real,
eso es cuanto sabemos del amor”: muy poco o mucho. Depende.
Aprender a escucharlo y
vivirlo es la aventura más hermosa de la vida.
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