sábado, 30 de diciembre de 2023

Lucas 2, 22-40

 

 

Mis ojos han visto la salvación”: así exulta el viejo sabio Simeón, tomando en sus brazos al niño Jesús.

 

¿Tus ojos han visto la salvación?

 

En esta fiesta de la Sagrada Familia, la iglesia nos presenta el texto de la presentación de Jesús al templo.

Es un texto hermoso, muy humano, tierno, sumamente integral; en el texto se entrelazan numerosas dimensiones: la niñez y la ancianidad, la familia, las tradiciones, la profecía, la alegría y el dolor, la luz, la admiración, la oración y la esperanza.

 

La frase de Simeón – “mis ojos han visto la salvación” – puede resumir muy bellamente nuestro texto y su mensaje central.

 

Visión” y “salvación” son las dos palabras claves.

 

¿Qué es la salvación?

 

“Salvación” viene del latín “salus”, salud. La salvación expresa un estado de salud integral, de plenitud del ser. Este es el significado más profundo y significativo. Esperar simplemente una “salvación futura”, es desconocer el valor de la creación y de la existencia. Somos salvados cuando conectamos con nuestra esencia, con la Presencia divina que nos habita. Jesús es salvador porque nos revela lo que somos – nos muestra “nuestro rostro original”, diría el zen – y nos conecta con nuestra divina esencia, “hijos de Dios”.

 

Cuando vemos esto – la visión – no hay marcha atrás.

Cuando has visto, has visto, insiste la mística.

Cuando tocaste con mano la Presencia, cuando experimentaste en primera persona, cruzaste un puente que se derriba. No hay retorno. Has visto.

 

Es el “toque in-mediato”, es decir, sin mediación. Toda la mística apunta a este “toque inmediato”, porque sabe que es la clave, el giro de tuerca, el punto firme de todo camino espiritual.

Por eso la mística tiene siempre algo de crítica y de rebeldía – consciente o inconsciente – con los niveles institucionales de lo religioso. El nivel institucional se fundamenta y alimenta de la mediación, especialmente porque dicha mediación determina y ampara cierto poder y la posibilidad de manipular a las consciencias. Obviamente que los que detienen el poder institucional defienden su estatus, amparándose en una supuesta elección divina y así se cierra el circulo vicioso.

 

La mística insiste y propone como esencial, la experiencia directa y personal del Misterio, la visión.

 

La mística te preguntará, una y otra vez: ¿has visto? Si, ¡tú!: ¿Has visto?

 

Porque si tu no has visto, tu experiencia del Misterio será siempre gregaria, parcial, dependiente, temerosa y hasta infantil.

Es parte fundamental de la crisis del cristianismo y de las religiones en general.

 

El teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984) – visionario justamente – lo había advertido hace unas décadas: “Cabría decir que el cristiano del futuro o será un ‘místico’, es decir, una persona que ha ‘experimentado’ algo o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales. Para tener el valor de mantener una relación inmediata con Dios, y también para tener el valor de aceptar esa manifestación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia, se necesita evidentemente algo más que una toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana”.

 

Recuperar “el toque inmediato” es entonces prioritario: de esto depende la supervivencia de las religiones y, sobre todo, su incidencia en esta sociedad globalizada, en la cual vivimos.

Las mediaciones tienen sentido y valor en la medida que respeten la experiencia directa y personal y cuando se ponen a servicio de dicha experiencia.

 

Mis ojos han visto la salvación”: Simeón está en paz, se puede ir en paz.

 

Cuando has visto, la paz es tu herencia, tu casa, tu vida. Más allá de todo.

Cuando has visto, estás en la salvación, en la plenitud.

Cuando has visto, el éxtasis te acompaña, el amor te lleva de la mano, la paz te sonríe en cada esquina.

Solo necesitamos ver. Busca ver. Desvívete por ver. Baja tus defensas, ábrete. Ve y ve.

 

 

 

sábado, 23 de diciembre de 2023

¡Feliz Navidad desde la maternidad!

 

¡Feliz Navidad desde la maternidad!

 

Nos dice el psicoanalista y divulgador italiano, Massimo Recalcati:

 

María es el paradigma más puro del misterio de la maternidad: contener en sí misma el misterio de una desmesura, de una imposibilidad, de un acontecimiento que no puede explicarse nunca del todo, llevar en su seno al hijo de Dios, custodiar un excedente, contener en el reducido espacio de su propio vientre, tan diminuto, la desproporción de lo absoluto, el adviento de Dios en el mundo, el acontecimiento destinado a cambiar el mundo para siempre. ¿Pero acaso no ocurre siempre así, una y otra vez, para cada madre? ¿No es el misterio de María un misterio que se repite infinitamente en toda maternidad? ¿No es llamada toda madre a dar su propio cuerpo a una vida que no podrá imaginar, prever, definir y que debe necesariamente perder?

 

La Navidad no es solo la fiesta del Hijo: es también la fiesta de la Madre y la fiesta de toda madre.

 

El Infinito “se hace finito”, una y otra vez. La Navidad, esta Navidad, nos lo recuerda. Este mundo maravilloso, con sus luces y sus sombras, es revelación de lo Infinito.

Dios se hace niño: su maravillosa invención para llegar a todos, su tierna metodología para abrirse caminos en los corazones. La fragilidad de un niño no produce temor, ni sentimientos de imposición u opresión. Un niño se ofrece, simplemente; y una madre lo ofrece. Un bebé está simplemente “ahí”, inerme, desnudo, frágil: pura y desnuda presencia.

 

El Misterio Infinito elige una madre, elige un pequeño útero, elige toda maternidad para entrar en el mundo. Lo eterno entra en el tiempo y se manifiesta como tiempo y en el tiempo. Lo Infinito entra en el espacio y se manifiesta como espacio y en el espacio.

 

Miremos a la Madre. Miremos a cada madre. La maternidad encierra en sí misma – en su fragilidad y en su deseo de vida – el Misterio más hondo de la historia. En toda maternidad – que sea física o espiritual poco importa – se esconde lo Infinito que ama a lo finito, a lo imperfecto, a lo frágil. Y lo deja ser.

 

En toda maternidad se esconde la misión del “deber perder”, para que el hijo, cualquier hijo, sea.

Tengo que entregarte, hijo”, le susurra María a su bellísimo bebé. “Tengo que entregarte, hijo”, le dice cualquier madre a su hijo, para que la vida florezca.

 

María suelta y libera. María sabe que el Hijo no le pertenece. Como lo sabe cualquier madre. El hijo es de la Vida y hay que perderlo, para que la luz brille de un modo nuevo en el mundo.

Cada vez que entregamos, lo que hemos amado y amamos, lo que hemos alimentado y cuidado, somos madre. Cada vez que estamos dispuestos a perder lo amado – el “hijo” real o simbólico – con una sonrisa en los labios, estamos comprendiendo el misterio de la vida y del amor y comenzamos a comprender la Navidad.

 

Somos María, hoy y siempre.

Somos la maternidad de Dios en acción.

 

¡Feliz Navidad desde la Madre!

 

 

sábado, 16 de diciembre de 2023

Juan 1, 6-8. 19-28

 

 

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era luz, sino el testigo de la luz.

 

Así empieza el texto evangélico de este tercer domingo de Adviento, texto que seguirá con la experiencia de Juan y el reconocimiento de su rol de “abre camino” para Jesús.

 

Quiero concentrarme en estos versículos del prólogo de Juan; me fascina el tema de la luz y me encanta la expresión “testigo de la luz”.

En el fondo la vocación y la misión de Juan, es también la nuestra: ¡ser testigos de la luz!

¿Cómo serlo? Siendo luz.

Siendo luz, porque somos luz.

La luz es, tal vez, el símbolo central de todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad; todas tienen rituales ligados a la luz. Desde siempre la humanidad asocia la luz a la divinidad. La misma etimología de la palabra “Dios”, tiene que ver con el sol y con el brillar.

 

En el cristianismo basta pensar al ritual del bautismo y a la noche de Pascua, sin olvidar obviamente las palabras del maestro: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8, 12).

 

Somos testigos de la luz, porque la luz es lo que somos… ¡el problema es que no sabemos lo que somos! Vivimos desconectados de nuestra esencia y alienados de nosotros mismos.

 

Javier Melloni lo resume así: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.”

 

Somos luz: ¡Qué hermoso vivir con esta consciencia!

Jesús mismo nos lo sugirió, cuando dijo que somos “hijos de la resurrección” (Lc 20, 36).

San Pablo es aún más explícito: “Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz” (Ef 5, 8) y “todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día. Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas” (1 Tes 5, 5).

 

No podemos ser testigos de algo que no sea nuestro, de algo que no podamos experimentar de primera mano.

Obviamente nuestra luz es una luz refleja, como la luz hermosa de la luna que refleja la luz del sol. No somos la fuente de la luz. La Fuente es Una, como la Luz es Una.

La luz que somos es por participación. Estamos participando de la Única Luz y de la Sola Luz: estremecedor, maravilloso, asombroso, divino. Se me terminan los adjetivos.

Hay que estar en silencio. Un silencio luminoso, obviamente.

El tema de la luz es central en Hildegarda de Bingen, mística alemana del año mil. En sus visiones interiores ella se encuentra con la “Luz Viviente”. En sus obras está muy presente el tema de la luz. Nos dice, por ejemplo: “El hombre es obra luminosa que lleva la señal divina y viene de Dios”. También usa con frecuencia el término “chispa”: “el trono de Dios es su eternidad, en la que reina solo, y todos los que viven, son chispas del rayo de su esplendor, como los rayos del sol provienen del sol.

Somos “chispas del rayo de su esplendor”: nuestra identidad más profunda es divina, como los rayos del sol participan de la esencia misma del sol.

Ser testigos de la luz entonces no es, en primer lugar, un esfuerzo moral, sino un reconocimiento de nuestra identidad y un “vivir lo que somos”.

Si vivo lo que soy, soy testigo de la luz.

Jesús es un abismo de luz. Hay que cerrar los ojos para no despeñarse” nos dice Kafka: cierra los ojos y sumérgete en este abismo.

Termino con una hermosísima oración de Simeón el Nuevo Teólogo:

“Dios es luz”, una luz infinita e incomprensible. El Padre es luz, el Hijo es luz, el Espíritu santo es luz. Todos ellos son una única luz, simple, no compuesta, atemporal, coeterna, que comparte dignidad y gloria. A ello se añade que todo lo que procede de Dios es luz y se nos reparte como proveniente de la luz: luz es la vida, luz la inmortalidad, luz el manantial de la vida, luz el agua viva, el amor, la paz, la verdad, la puerta del Reino de los cielos, luz el mismo Reino de los cielos; luz la cámara nupcial, la alcoba nupcial, el paraíso, el lujo del paraíso, la tierra de los mansos, las coronas de la vida, luz las vestimentas mismas de los santos; luz Cristo Jesús, Salvador y Rey del Universo, luz el pan de su carne inmaculada, luz el cáliz de su sangre venerable, luz su resurrección, luz su rostro; luz su mano, su dedo, su boca, sus ojos; luz el Señor, su voz como luz de luz; luz el Intercesor; la perla, la semilla de mostaza, la viña verdadera, la levadura, la esperanza, la fe: luz.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 9 de diciembre de 2023

Marcos 1, 1-8

 


 

Una voz grita en el desierto” (1, 3): el evangelio de Marcos, usando palabras del profeta Isaías, arranca con un grito, arranca con una voz que se pierde en el desierto.

 

Voz, grito y desierto: los elementos que nos invitan a vivir este tiempo de Adviento; las dimensiones simbólicas que aprontarán nuestro corazón para la Navidad.  

 

La voz es algo único, extraordinario. El timbre de voz de cada ser humano es único, original, distinto; como una huella digital. Parece increíble; me asombra y me conmueve este hecho. Podemos reconocer la voz de los que amamos entre miles de voces.

El Espíritu también tiene voz: es una voz sutil, humilde, liviana. Aprender a reconocer la voz del Espíritu que nos habla al alma y desde el alma, es tarea de toda una vida. El Espíritu susurra. Su voz queda a menudo confiscada por los ruidos interiores y exteriores. Quiero enamorarme del susurro del Espíritu…

 

El tiempo de Adviento es tiempo de escucha. Este tiempo nos recuerda que lo esencial de la vida es la escucha. Es el primer mandamiento: “Escucha Israel” (Dt 6, 4). Desde la escucha podemos comprender, actuar, elegir; y solo desde la escucha podemos amar. Desde la escucha podemos vivir una vida plena y con sentido.

 

El grito expresa nuestra condición frágil, nuestras búsquedas de sentido y de vida plena.

Afirma con profunda belleza el psicoanalista italiano Massimo Recalcati:

 

Todos hemos sido gritos que se pierden en la noche. Pero ¿qué es un grito? En el ámbito humano, expresa la exigencia de la vida de entrar en el orden del sentido, expresa la vida como llamada dirigida hacia el Otro. El grito busca en la soledad de la noche una respuesta en el Otro... La vida sólo puede entrar en el orden del sentido si el grito es aceptado por el Otro, por su presencia y por su capacidad de escucha.

 

Somos “grito en la noche” porque existir es experimentar la separación para volver a lo Uno nunca perdido… somos grito, porque somos anhelo. Estamos acá para aprender y volver a Casa. Somos un grito que busca el Misterio, somos un grito en la noche, que anhela un amor eterno.

La voz del Espíritu a veces se hace grito también: para quebrar nuestra sordera, para fisurar las defensas del ego y quitarnos las máscaras. La vida se hace grito en nuestros dolores y nuestras angustias.

Tomemos consciencia del grito que nos habita, del grito que somos, del grito del Espíritu que nos llama desde dentro.

 

El desierto: extraordinario símbolo de la intimidad con Dios y, a la vez, de la angustia de su ausencia y la lucha contra nuestros demonios interiores. El desierto expresa el caminar existencial humano, entre el gozo de la unión con Dios y las angustias del camino: soledad, sed, cansancio, desesperanza.

 

¿Se escucha un grito en el desierto?

 

Por un lado, el silencio del desierto nos permite una profunda escucha. En el desierto puedo escuchar el susurro del Espíritu… y más aún, el grito… su grito y mi grito.

Por el otro en el desierto no hay nadie.

 

¿Quién escucha cuando no hay nadie para escuchar?

 

Si yo no estoy, no puedo escuchar. Si no estoy presente a mí mismo, ¿Cómo puedo escuchar? Si no amo el desierto, si no amo el silencio, ¿cómo escucho? ¿A quién escucho?

 

Solo en mi propia presencia consciente, se puede dar la escucha. Escucho la voz y escucho el grito, cuando estoy presente.

 

En el desierto tengo que estar yo: despierto, atento, pronto.

La voz del amado siempre, dulcemente, resuena: “¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas” (Can 2, 8).

Es la voz de tu consciencia, es la voz misma del Misterio que te habita. Es la voz del Maestro: voz serena y firme.

Es tu voz y su voz.

La escucha puede transformar tu vida.

 

 

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