“Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era luz, sino el testigo de la luz.”
Así empieza el texto evangélico de este tercer domingo de Adviento, texto que seguirá con la experiencia de Juan y el reconocimiento de su rol de “abre camino” para Jesús.
Quiero concentrarme en estos versículos del prólogo de Juan; me fascina el tema de la luz y me encanta la expresión “testigo de la luz”.
En el fondo la vocación y la misión de Juan, es también la nuestra: ¡ser testigos de la luz!
¿Cómo serlo? Siendo luz.
Siendo luz, porque somos luz.
La luz es, tal vez, el símbolo central de todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad; todas tienen rituales ligados a la luz. Desde siempre la humanidad asocia la luz a la divinidad. La misma etimología de la palabra “Dios”, tiene que ver con el sol y con el brillar.
En el cristianismo basta pensar al ritual del bautismo y a la noche de Pascua, sin olvidar obviamente las palabras del maestro: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8, 12).
Somos testigos de la luz, porque la luz es lo que somos… ¡el problema es que no sabemos lo que somos! Vivimos desconectados de nuestra esencia y alienados de nosotros mismos.
Javier Melloni lo resume así: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.”
Somos luz: ¡Qué hermoso vivir con esta consciencia!
Jesús mismo nos lo sugirió, cuando dijo que somos “hijos de la resurrección” (Lc 20, 36).
San Pablo es aún más explícito: “Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz” (Ef 5, 8) y “todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día. Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas” (1 Tes 5, 5).
No podemos ser testigos de algo que no sea nuestro, de algo que no podamos experimentar de primera mano.
Obviamente nuestra luz es una luz refleja, como la luz hermosa de la luna que refleja la luz del sol. No somos la fuente de la luz. La Fuente es Una, como la Luz es Una.
La luz que somos es por participación. Estamos participando de la Única Luz y de la Sola Luz: estremecedor, maravilloso, asombroso, divino. Se me terminan los adjetivos.
Hay que estar en silencio. Un silencio luminoso, obviamente.
El tema de la luz es central en Hildegarda de Bingen, mística alemana del año mil. En sus visiones interiores ella se encuentra con la “Luz Viviente”. En sus obras está muy presente el tema de la luz. Nos dice, por ejemplo: “El hombre es obra luminosa que lleva la señal divina y viene de Dios”. También usa con frecuencia el término “chispa”: “el trono de Dios es su eternidad, en la que reina solo, y todos los que viven, son chispas del rayo de su esplendor, como los rayos del sol provienen del sol.”
Somos “chispas del rayo de su esplendor”: nuestra identidad más profunda es divina, como los rayos del sol participan de la esencia misma del sol.
Ser testigos de la luz entonces no es, en primer lugar, un esfuerzo moral, sino un reconocimiento de nuestra identidad y un “vivir lo que somos”.
Si vivo lo que soy, soy testigo de la luz.
“Jesús es un abismo de luz. Hay que cerrar los ojos para no despeñarse” nos dice Kafka: cierra los ojos y sumérgete en este abismo.
Termino con una hermosísima oración de Simeón el Nuevo Teólogo:
“Dios es luz”, una luz infinita e incomprensible. El Padre es luz, el Hijo es luz, el Espíritu santo es luz. Todos ellos son una única luz, simple, no compuesta, atemporal, coeterna, que comparte dignidad y gloria. A ello se añade que todo lo que procede de Dios es luz y se nos reparte como proveniente de la luz: luz es la vida, luz la inmortalidad, luz el manantial de la vida, luz el agua viva, el amor, la paz, la verdad, la puerta del Reino de los cielos, luz el mismo Reino de los cielos; luz la cámara nupcial, la alcoba nupcial, el paraíso, el lujo del paraíso, la tierra de los mansos, las coronas de la vida, luz las vestimentas mismas de los santos; luz Cristo Jesús, Salvador y Rey del Universo, luz el pan de su carne inmaculada, luz el cáliz de su sangre venerable, luz su resurrección, luz su rostro; luz su mano, su dedo, su boca, sus ojos; luz el Señor, su voz como luz de luz; luz el Intercesor; la perla, la semilla de mostaza, la viña verdadera, la levadura, la esperanza, la fe: luz.”
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