sábado, 29 de abril de 2023

Juan 10, 1-10

 


 

En la vida espiritual y en la aventura del vivir hay reglas y dinámicas constantes y, quién se las saltea, se enfrentará con dificultades, conflictos, dolor… estos últimos sin duda necesarios para aprender estas mismas reglas y volver a ellas.

 

Estas reglas son representadas por la “puerta” de nuestro texto.

Para encontrar la vida abundante que Jesús nos regala hay que entrar por la puerta; si intentamos entrar desde otro lado, somos ladrones y asaltantes.

En nuestra existencia, se nos presenta muy a menudo la tentación de buscar atajos, de elegir lo fácil y lo cómodo: no llegaremos muy lejos.

El evangelista nos presenta a Jesús mismo como “puerta”: hermosa y fecunda metáfora. Jesús mismo supo entrar por la puerta, siendo fiel a su raíz judía y a su experiencia de Dios. Jesús no buscó atajos, sino que eligió el camino del amor y de la fidelidad.

 

Podemos leer el misterio de la puerta, también en clave de karma; el karma es una creencia de las religiones orientales que nos sugiere que nuestras acciones tienen consecuencias. Es una ley espiritual presente también en el cristianismo y confirmada también por la ciencia actual, en clave de energía: si siembro amor, recogeré amor; si siembro violencia recogeré violencia.

El evangelio de Mateo nos transmite estas palabras del Maestro: “Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere” (Mt 26, 52).

La vida nos presenta innumerables puertas y tenemos que aprender a discernir cual abrir y cual no. El camino espiritual es un entrenamiento al discernimiento: hay puertas que llevan a la vida y puertas que llevan a la muerte.

 

Así nos dice, muy bellamente, el libro de los Proverbios:

 

Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las palabras perversas y aleja de tus labios la malicia. Que tus ojos miren de frente y tu mirada vaya derecho hacia adelante. Fíjate bien dónde pones los pies y que sean firmes todos tus caminos. No te desvíes ni a derecha ni a izquierda, aparta tus pies lejos del mal” (Pr 4, 24-27).

 

En la misma línea va el famoso y central texto del Deuteronomio:

 

Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella” (Dt 30, 15-16).

 

Jesús vino a revelarnos el Misterio de Dios como Misterio de Vida plena: “yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia” (10, 10).

Un versículo central, que resume el evangelio de Juan y toda la enseñanza del Maestro de Nazaret.

Muchos místicos y santos captaron esta centralidad y nos impulsan a vivirla.

Afirma San Ireneo de Lyón: “La gloria de Dios es el hombre viviente” e Hildagarda de Bingen nos transmite unas palabras inspiradas, donde es Dios mismo que habla a su corazón:

 

Todas estas cosas viven en su propia esencia y no se crean en la muerte, porque Yo soy la vida. También soy la racionalidad contenida en el viento de la palabra resonante con la que fue hecha toda creatura; y lo insuflé en todas ellas, de modo que no sea ninguna de ellas mortal en su género, porque Yo soy la vida.

Pues Yo soy la vida entera, no arrancada de las piedras, ni florecida de las ramas, que no ha echado raíces de la fuerza viril, sino que la vitalidad ha echado raíces desde Mí. Pues que la racionalidad es raíz, la palabra resonante florece en ella.

Pero también soy hacendosa, ya que todas las cosas que tienen vida resplandecen por mí, y soy resplandor de vida en la eternidad, que no ha comenzado ni tendrá fin; y la vida misma es Dios, moviéndose y obrando y, sin embargo, es vida en una y tres fuerzas. Y así la eternidad es el Padre, la Palabra es el Hijo, y el aliento que une estas dos fuerzas se llama Espíritu santo, así también Dios puso su sello en el hombre, en el que están cuerpo, alma y racionalidad. Y por esto ardo en la belleza de los campos, esto es, sobre la tierra, que es la materia de la que Dios hizo al hombre; y por esto brillo en las aguas, esto es, según el alma, pues, así como el agua cubre toda la tierra, así el alma recorre todo el cuerpo.

 

Un texto maravilloso y de una profundidad abismal. Los invito a meditarlo en esta semana, desde un silencio acogedor y humilde: escúchenlo/léanlo desde su alma, no desde su mente.

Dios es la Vida de todo lo que vive, es el Aliento de todo aliento, la Luz de toda luz.

En todo, Dios se revela y se oculta; en todo Dios nos habla, nos escucha, nos sostiene y nos invita a danzar al ritmo maravilloso de la Vida Una.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 22 de abril de 2023

Lucas 24, 13-35


 

 

En este tercer domingo de Pascua, se nos regala el famoso y hermoso texto de los discípulos de Emaús. Como dijimos el domingo pasado, los relatos de las apariciones son catequesis simbólicas que nos quieren transmitir la experiencia del Resucitado y los frutos de su Presencia.

 

Jesús camina con nosotros: ¡qué hermosa y sugerente imagen!

 

Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran” (24, 15-16): ¡Jesús camina con los discípulos y ellos no lo reconocen!

 

Con frecuencia vivimos lo mismo: no logramos reconocer la Presencia, no logramos vivir a la Presencia, no nos damos cuenta del caminar de Jesús a nuestro lado.

 

¿Por qué nos cuesta reconocer esta Presencia?

¿Por qué nos cuesta darnos cuenta que Jesús camina con nosotros?

¿Por qué nos cuesta reconocer que estamos habitados por el Espíritu?

¿Qué es este “algo” que nos impide ver y reconocer al Maestro?

 

Los motivos pueden ser muchos y variados, pero esencialmente los podemos reducir a dos:

 

1)  Estamos desconectados de nosotros mismos.

 

Es imposible reconocer la Presencia de Dios si estamos desconectados y estamos desconectados cuando estamos perdidos en nuestra cabeza, cuando vivimos desde la superficie de nuestro ser. La Presencia es algo sumamente poderoso y sumamente sutil a la vez. La Presencia nos conforma, nos constituye y nos sostiene: es nuestra propia esencia e intimidad. San Agustín diría: Dios es lo más íntimo de nuestra intimidad. Darse cuenta de esta intimidad requiere tiempos de silencio y de soledad. La conexión con nuestra propia intimidad necesita de interioridad, de quietud, de silencio. La conexión contigo mismo y con Dios se dan simultáneamente por el simple hecho que nuestra propia esencia es el mismo Dios. Como decía Maestro Eckhart: “mi fondo y el fondo de Dios, son un único y un mismo fondo.”

 

2)  Vivimos identificados con nuestra mente: el ego.

 

Los discípulos de Emaús están tan agobiados y tristes que no pueden reconocer la presencia de Jesús caminando juntos a ellos. Cuando estamos atrapados por los pensamientos y las emociones se nos hace imposible ver algo más. La visión se abre cuando tomamos distancia de la mente, cuando nos desidentificamos. No somos la mente; somos la consciencia amorosa que está por detrás de la mente. Cuando logramos tomar distancia de nuestros pensamientos y emociones – cuando somos conscientes de ellos – automáticamente se nos abre la visión y nos percatamos de la Presencia.

 

Jesús camina con nosotros; el Espíritu nos habita; la Presencia nos envuelve: estamos en el corazón del acontecimiento pascual y de la experiencia mística a la cual todos estamos invitados y llamados.

El centro inagotable e indescriptible de la experiencia mística es justamente eso: vivir desde la Presencia, vivir en la Presencia, dejarse vivir por la Presencia.

¡Hermoso! ¡Extraordinario! ¡Fascinante!

En sentido estricto, somos esta Presencia, porque somos manifestación y revelación del Infinito.

 

Las palabras enmudecen, los conceptos se disuelven.

Solo queda una frágil y necesaria sobriedad poética:

 

Vivir de Ti,

en cada momento;

sentir que mis pasos son los tuyos

y tus huellas, las mías.

 

Amarte así,

Presencia Infinita,

pequeña y luminosa,

sol y luna de mi existir.

 

Tuyo es mi corazón,

tuya el alma y la sangre;

atraviésame con tu fuego,

pacífica Presencia.

 

Mi yo eres Tú,

en ti perdido, ya no existo;

sólo tu belleza y tu Aliento.

Solo Amor, solo Presencia.

 

 

 

 

 

 

sábado, 15 de abril de 2023

Juan 20, 19-31


 


 

En este tiempo pascual se nos ofrecen los relatos de las apariciones del Resucitado: textos bellísimos, apasionantes.

Estos relatos no quieren ser históricos, sino son testimonios de una profunda experiencia. Son relatos catequéticos y simbólicos que quieren transmitirnos la experiencia central y fundante del cristianismo: Jesús de Nazaret, el crucificado, vive; el amor vence a la muerte y la vida todo lo llena.

 

La experiencia de los apóstoles, los discípulos y las mujeres es también la nuestra. 

No hay ninguna diferencia esencial. Ellos experimentaron la presencia de Jesús y nosotros también. Ellos dudaron, y nosotros también. Ellos tuvieron miedo y nosotros también. Ellos se llenaron de alegría y nosotros también. Ellos dieron la vida por su fe y nosotros también.

 

Lo que ocurre es que, con frecuencia, no creemos en nuestra experiencia y no nos damos el tiempo para ahondar en la misma, apasionante experiencia.

Todas las veces que sentimos el deseo de amar: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que entregamos la vida en el día a día: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que amamos la vida: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que hacemos algo con pasión y entusiasmo: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que somos verdaderamente libres: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que transformamos la oscuridad en luz: ¡Es el Resucitado!

Todas las veces que silenciamos la mente y el corazón: ¡Es el Resucitado!

 

El Resucitado nos envuelve y nos sostiene, nos vive, nos respira; y en Él, vivimos y respiramos.

El Resucitado siempre está delante de nosotros, mostrándonos sus manos y sus pies, con el corazón ardiendo en amor.

 

¡Señor mío y Dios mío!”: cada día, cada momento, en cada situación.

Es nuestro mantra. Es el mantra de la Presencia.

Vivir la Resurrección es vivir el Misterio de la Presencia, es vivir la Presencia y en la Presencia: “con Cristo, por Cristo y en Cristo”.

 

Esta Presencia tan luminosa que se disfraza y se esconde en la ausencia, los miedos, los anhelos, las perdidas.

Presencia luminosa de un Dios amante y amor apasionado.

Presencia amorosa y tierna que nos sonríe desde una humilde flor, hasta la estrella más lejana.

Esta Presencia que engendra vida a cada paso y a cada suspiro.

Así lo dice Maestro Echkart: “¿Qué hace Dios todo el día? Dios engendra. Desde toda la eternidad Dios está sobre el lecho de las parturientas y engendra.

 

Esta Presencia capaz de crear los más infinitos matices de colores y los más variados gestos de amor y ternura.

Esta Presencia tan presente que se nos escapa y que no podemos controlar: ¡Que terrible error querer manipular la Presencia!

 

Vivamos. Confiemos. Amemos.

Sin duda fue también la experiencia de Rumi:

 

Bendito el momento en que nos

sentamos en el jardín,

Tú y yo.

Dos formas, dos caras, pero una sola alma,

Tú y yo.

Los pájaros cantarán canciones

de vida eterna

en cuanto entremos en el jardín de rosas,

Tú y yo.

Las estrellas del cielo vendrán a mirarnos,

bellas como la luna, entrelazados en éxtasis

Tú y yo.

Los pájaros del paraíso se llenarán

de envidia

cuando nos oigan reír felizmente,

Tú y yo.

Qué maravilla, nosotros juntos

sentados aquí,

y al mismo tiempo en Iraq y Khorasan,

Tú y yo.

Una forma en esta tierra y en la Eternidad.

Tú y yo.

 

 

 

 

 

 


sábado, 8 de abril de 2023

Juan 20, 1-9


 


Uno de los descubrimientos más impresionantes y revolucionarios de la física cuántica es el del “observador y la consciencia”: la observación interfiere en la realidad, la modifica, la crea. Lo podemos entender así: somos parte del sistema y todo está interrelacionado.

El poeta inglés Francis Thompson diría así: “No se puede zarandear una flor sin perturbar una estrella.

 

Este descubrimiento nos ayuda a “entender” la resurrección.

Intentar entender la resurrección simple y solamente como un hecho histórico no tiene ningún sentido y no nos lleva a ninguna parte. Tampoco se puede entenderla solo y simplemente desde lo racional.

El conocimiento mental/racional se basa en la distinción/separación “sujeto/objeto” y es el método de funcionar científico; este método funciona para este nivel de conocimiento, pero no funciona para el conocimiento de las realidades espirituales y del Misterio divino. Por eso, para el conocimiento espiritual/místico, la clave esencial es el silencio. Desde el silencio mental, surge otro conocimiento: el conocimiento por identidad. Ya no hay distinción “sujeto/objeto”, sino se conoce desde la Unidad; se conoce siendo lo conocido. Es el conocimiento más hermoso y profundo del amor: conozco lo que soy, soy lo que conozco. Por eso en la Biblia “conocimiento” y “amor” son intercambiables.

 

Nadie fue testigo ocular de la resurrección y sabemos que los textos evangélicos no son libros de historia ni biografías del nazareno, sino que son testimonios de una experiencia y anuncio de la misma fulgurante experiencia: ¡el maestro está vivo, sigue acompañándonos!

 

No podemos comprender la resurrección “desde fuera” por un simple cuanto misterioso hecho: estamos adentro.

Vivimos dentro de la resurrección; lo mismo que decir: dentro de la Vida.

Por eso Jesús – que tenía esta experiencia y esta consciencia – habla en presente: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).

En el vivimos, nos movemos y existimos” afirma San Pablo en los Hechos de los apóstoles (17, 28).

 

Los místicos lo explican con una imagen: el ojo no puede verse a sí mismo. La pura consciencia no puede verse a sí misma, la Vida no puede verse a sí misma. Dando pasos atrás – o en profundidad – para ver mejor, llegamos a un punto límite. Este punto límite es la pura consciencia donde ya no hay contenidos, sino solo consciencia: más atrás no se puede ir.

 

Por todo eso es que podemos hablar de la resurrección solo a través de símbolos y metáforas: el Misterio nos trasciende y nos desborda por donde se mire.

Somos parte del Misterio: el Misterio – la Vida, la Resurrección – nos constituye, así como constituye la trama de lo real.

Se entiende entonces otra de las paradojas de la mística: somos lo que estamos buscando.

Somos vida que busca Vida, somos amor que busca Amor.

Estamos hechos de resurrección: “son hijos de la resurrección” dice Jesús (Lc 20, 36) y “todos ustedes son hijos de la luz” reitera San Pablo (1 Ts 5, 5).

 

Comprender la resurrección es, entonces, vivirla. Y vivirla es comprenderla.

¿Como comprender el Ser “desde fuera”, mientras estamos siendo?

 

El “primer día de la semana” con el cual arranca nuestro hermoso texto de hoy, es este día.

Siempre es el primer día y siempre el sepulcro está vacío.

Vivimos en el primer y único día. Vivimos en un sepulcro vacío.

Vivir la resurrección es vivir como Jesús, es ser “otro Cristo”: radicalmente consciente de la Presencia.

Vivir la resurrección es vivir. Vivir la Única Vida en la cual estamos participando con entusiasmo y agradecimiento.

Vivir la resurrección es convertir todo en vida, dar vida a todo.

Vivir la resurrección es tener una mirada profunda sobre las cosas.

Cuando la mente se silencia, empezamos a ver.

La madrugada del primer día es silenciosa. El sepulcro vacío es silencioso.

El Misterio y la Vida acontecen desde el silencio y solo el silencio puede reconocerlos.

Silenciemos la mente, silenciemos el corazón: veremos que solo hay Vida y que el Amor es lo único real.

 


Etiquetas