Uno de los descubrimientos más impresionantes y revolucionarios de la física cuántica es el del “observador y la consciencia”: la observación interfiere en la realidad, la modifica, la crea. Lo podemos entender así: somos parte del sistema y todo está interrelacionado.
El poeta inglés Francis Thompson diría así: “No se puede zarandear una flor sin perturbar una estrella.”
Este descubrimiento nos ayuda a “entender” la resurrección.
Intentar entender la resurrección simple y solamente como un hecho histórico no tiene ningún sentido y no nos lleva a ninguna parte. Tampoco se puede entenderla solo y simplemente desde lo racional.
El conocimiento mental/racional se basa en la distinción/separación “sujeto/objeto” y es el método de funcionar científico; este método funciona para este nivel de conocimiento, pero no funciona para el conocimiento de las realidades espirituales y del Misterio divino. Por eso, para el conocimiento espiritual/místico, la clave esencial es el silencio. Desde el silencio mental, surge otro conocimiento: el conocimiento por identidad. Ya no hay distinción “sujeto/objeto”, sino se conoce desde la Unidad; se conoce siendo lo conocido. Es el conocimiento más hermoso y profundo del amor: conozco lo que soy, soy lo que conozco. Por eso en la Biblia “conocimiento” y “amor” son intercambiables.
Nadie fue testigo ocular de la resurrección y sabemos que los textos evangélicos no son libros de historia ni biografías del nazareno, sino que son testimonios de una experiencia y anuncio de la misma fulgurante experiencia: ¡el maestro está vivo, sigue acompañándonos!
No podemos comprender la resurrección “desde fuera” por un simple cuanto misterioso hecho: estamos adentro.
Vivimos dentro de la resurrección; lo mismo que decir: dentro de la Vida.
Por eso Jesús – que tenía esta experiencia y esta consciencia – habla en presente: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).
“En el vivimos, nos movemos y existimos” afirma San Pablo en los Hechos de los apóstoles (17, 28).
Los místicos lo explican con una imagen: el ojo no puede verse a sí mismo. La pura consciencia no puede verse a sí misma, la Vida no puede verse a sí misma. Dando pasos atrás – o en profundidad – para ver mejor, llegamos a un punto límite. Este punto límite es la pura consciencia donde ya no hay contenidos, sino solo consciencia: más atrás no se puede ir.
Por todo eso es que podemos hablar de la resurrección solo a través de símbolos y metáforas: el Misterio nos trasciende y nos desborda por donde se mire.
Somos parte del Misterio: el Misterio – la Vida, la Resurrección – nos constituye, así como constituye la trama de lo real.
Se entiende entonces otra de las paradojas de la mística: somos lo que estamos buscando.
Somos vida que busca Vida, somos amor que busca Amor.
Estamos hechos de resurrección: “son hijos de la resurrección” dice Jesús (Lc 20, 36) y “todos ustedes son hijos de la luz” reitera San Pablo (1 Ts 5, 5).
Comprender la resurrección es, entonces, vivirla. Y vivirla es comprenderla.
¿Como comprender el Ser “desde fuera”, mientras estamos siendo?
El “primer día de la semana” con el cual arranca nuestro hermoso texto de hoy, es este día.
Siempre es el primer día y siempre el sepulcro está vacío.
Vivimos en el primer y único día. Vivimos en un sepulcro vacío.
Vivir la resurrección es vivir como Jesús, es ser “otro Cristo”: radicalmente consciente de la Presencia.
Vivir la resurrección es vivir. Vivir la Única Vida en la cual estamos participando con entusiasmo y agradecimiento.
Vivir la resurrección es convertir todo en vida, dar vida a todo.
Vivir la resurrección es tener una mirada profunda sobre las cosas.
Cuando la mente se silencia, empezamos a ver.
La madrugada del primer día es silenciosa. El sepulcro vacío es silencioso.
El Misterio y la Vida acontecen desde el silencio y solo el silencio puede reconocerlos.
Silenciemos la mente, silenciemos el corazón: veremos que solo hay Vida y que el Amor es lo único real.
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