viernes, 31 de marzo de 2023

Mateo 26, 3-5.14 – 27,66


 


En el domingo de ramos – que inaugura solemnemente la Semana Santa – leemos el relato completo de la pasión de Jesús.

El sufrimiento y la dolorosa muerte del maestro de Nazaret nos invitan a entrar en el misterio humano del dolor; es lo que intentaré reflexionar hoy, sin presunción de agotar el tema ni de dar respuestas. Un simple compartir a partir de mi experiencia. Espero pueda ser útil.

 

Cuando le encontramos un sentido al dolor, todo se transforma, todo se apacigua.

 

¿Tiene sentido el dolor?

¿Por qué, en nuestra experiencia humana, tenemos que pasar por el crisol del dolor?

¿No se habrá equivocado Dios?

¿No hubiera podido crear un mundo sin dolor?

 

Todas preguntas que, sin duda, en algún momento de nuestra vida nos hicimos, consciente o inconscientemente.

El dolor está presente en nuestra vida: negarlo no sirve, huir de él mucho menos.

Si está presente es porque tiene que estar. ¿Por qué tiene que estar? Porque está. Lo que es, es lo que es, y no puede no ser.

Obviamente estoy hablando del dolor de cierta manera “inevitable” y no del sufrimiento fruto de la estupidez humana, de la ambición y del egoísmo.

 

El dolor inevitable es el dolor intrínseco a nuestra finitud, limites, condicionamientos. En fin, a nuestra estructura humana inserta en el espacio y tiempo.

El dolor inevitable es tanto material, como psíquico y emocional.

 

Este dolor inevitable es el gran maestro. Nuestros más profundos aprendizajes se forjan y se destilan en el fuego acrisolador del dolor… ¡Qué misterio y que belleza!

 

El dolor esencial es el dolor de la noche que anuncia el amanecer; es el dolor del parto, del parto de la luz. Es el dolor de la herida esencial y común: la herida de la separación.

Nos sentimos separados de la Fuente y, de cierta manera, esta experiencia es real, aunque en esencia es falsa. La experiencia de separación es la condición de posibilidad de la creación, de que pueda existir algo “que no sea Dios”, aunque en sentido estricto, si lo es.

La creación es la retirada de Dios de Sí mismo: esta es la herida y, en primer lugar y esencialmente, es la herida en Dios mismo y de la cual la cruz de Jesús en el cristianismo, es el icono histórico perfecto y pleno. El místico y teólogo ortodoxo Bulgakov (1871-1944) diría que la cruz está plantada en el seno de la Trinidad.

Sin herida no habría creación, no habría existencia: ¿Cómo puede existir algo si el Infinito no da lugar a lo finito?

Este “dar lugar” es la herida esencial.

 

Nuestro dolor es el recuerdo de esta herida y el compartir la misma herida de Dios. Vacío que llama vacío. Y este es el sentido más profundo y fecundo de las llagas de Jesús.

Tenemos así a un Dios herido, a un Dios que tuvo que crear en sí mismo un vacío adonde poder revelarse de manera finita y limitada. El velo de la eternidad se desgarra y penetra el tiempo.

¡No podemos imaginarnos lo profundo de esta herida! La herida de la cruz es un pálido reflejo de esta primigenia herida.

Nuestro dolor es entonces la llave que nos hace atravesar la herida. Es el grito de Jesús en la cruz: ¿Dios mío por qué me has abandonado?

El volver a la percepción de la Unidad y de lo Uno – donde siempre estuvimos y somos – necesita atravesar la herida, el vacío. Es la “nada” de Juan de la Cruz, que nos lleva al “todo”.

Esta herida se refleja en todas nuestras heridas, traumas y dolores psíquicos y emocionales.

Nuestra alma queda intacta y el Espíritu no conoce la herida. El camino hacia la experiencia de la plenitud del alma en la luz, debe atravesar el dolor.

Podemos atravesar y dejarnos atravesar desde la paz o sometidos a la angustia. El sufrimiento psíquico – angustia, soledad, miedo – puede ser totalmente integrado, purificado y asumido; es decir: puede terminar definitivamente.

No así el dolor debido a los límites de la condición humana. Estos limites – espacio, tiempo, fragilidad, emotividad – son expresión de la finitud a la cual Dios se sometió para darnos el sentido de autonomía e independencia. Dios, en su creación, se autoimpuso límites para poder experimentar la vida y experimentarSe desde la finitud.

 

El alma es el “órgano” intacto que puede captar la unidad jamás perdida y el lenguaje del alma es el silencio. El alma es la comunión directa con Dios y solo el alma recuerda lo Uno y lo puede experimentar plenamente.

El alma, en su esencia, es espiritual y por eso no es afectada por la herida original. El ser humano – como todo lo existente – está ligado a la materia. El recorrido simbólico hasta el alma tiene que atravesar necesariamente la herida, el abismo y el vacío. El amanecer es el fruto de la noche, como la resurrección es el fruto maduro de la cruz. En la finitud no hay amanecer sin noche.

El cuerpo y la psique tienen que rendirse al alma: esto es vivir. En esto consiste volver a Casa. El camino es inevitable, aunque puede ser recorrido de infinitas maneras.

Cuando el dolor se asoma a nuestra breve existencia lo único sabio es escuchar su llamado, aprender la lección, dejarnos conducir al alma.

Al final, solo al final, descubriremos una plenitud tal y una luz tal que todo el dolor de la humanidad de todos los tiempos lo veremos parecido a una gota en el océano.

 

 

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