sábado, 25 de marzo de 2023

Juan 11, 1-45

 


 

En este quinto y último domingo de Cuaresma se nos presenta el texto de la resurrección de Lázaro.

El eje, el corazón y el centro del cuarto evangelio es justamente el tema de la “vida”: para Juan, Jesús es la vida, Dios es Vida.

Por eso, podríamos resumir su mensaje a partir de un versículo que aparece en el texto de hoy: “Yo soy la resurrección y la vida” (11, 25).

A la largo de su evangelio, Juan nos ofrece otras perlas que subrayan el tema de la vida:

 

En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1, 4).

Yo soy el pan de vida” (6, 35).

Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (10, 10).

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (14, 6).

 

Es un tema fascinante, un tema bellísimo, un tema que me atrapa y apasiona.

 

El ser humano tiene el sello de la vida, anhela vivir, anhela una vida plena y eterna.

 

Por eso, cuando en el ser humano – por distintas razones – disminuye o se apaga el gusto por la vida, todo va perdiendo sentido y valor.

 

El comienzo del texto empalma a la perfección con lo del domingo pasado; a la pregunta sobre la causa de la ceguera Jesús había respondido: “nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios” (9, 3).

Hoy, cuando le comunican que Lázaro está enfermo, la respuesta de Jesús va en la misma línea: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (11, 4).

 

En realidad, la enfermedad era mortal, porque Lázaro muere.

 

El mensaje que se esconde es extraordinario: la muerte, en sentido estricto, no existe. La muerte “acontece” adentro de la Vida, es un dinamismo de la Vida misma.

Por eso que Jesús dirá: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (11, 11) y solo después, ya que los discípulos no entienden, tendrá que bajar a su nivel de consciencia: “Lázaro ha muerto” (11, 14).

 

Estamos en el corazón del Misterio; un corazón común a todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad. Es el mensaje perenne de la mística: la muerte no tiene consistencia, la muerte es una transformación, un soplo divino.

Nacemos en la Vida, vivimos en la Vida, “morimos” en la Vida.

 

En él vivimos, nos movemos y existimos”, diría San Pablo (Hechos 17, 28).

 

Somos Vida: esta es nuestra verdadera identidad. Participamos de la Vida Una y vivimos en y desde la Vida Una.

Este descubrimiento es la clave del camino espiritual, el giro de tuerca, el despertar.

Esta experiencia no puede ser enseñada ni transmitida: es una experiencia directa, inmediata, personal.

Obviamente nos pueden acompañar en el camino, nos pueden ayudar, sugerir, alentar; pero atravesar el umbral, es un paso individual, original y único.

 

Esta extraordinaria experiencia no anula, obviamente, nuestra humanidad. Es sumamente importante subrayar que Jesús mismo llora la “muerte” de Lázaro.

Jesús, aun sabiendo que todo vive y que todo es Vida, es profundamente humano y vive con serenidad su humanidad. Jesús da cabida a las emociones y a los sentimientos.

 

Esta es la clave: vivir todo lo que nos toca vivir desde ese lugar eterno, espiritual, amoroso, pacifico. Vivir desde la Vida Una: sin negar nada y sin dejarnos atrapar por las emociones, tampoco.

 

Así lo entendió y vivió Rumi:

 

Este ser humano es una casa de huéspedes.

Cada mañana una nueva llegada.

 

Un gozo, una depresión, un significado,

alguna consciencia momentánea viene,

cual visitante inesperado.

 

Dales la bienvenida y entretenlos.

Incluso sin son un cúmulo de penas

que violentamente dejan tu casa

vacía de muebles.

 

Sigue tratando a cada huésped honorablemente,

tal vez te deje el camino libre para una nueva dicha.

 

El pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia,

recíbelas en la puerta riendo,

e invítalas a pasar.

 

Agradece todo lo que llegue,

porque todo ha sido enviado

como guía del más allá.

 

Vivir todo, recibir todo, agradecer todo: pero desde la Casa. Somos la Casa, somos la Vida. No somos los huéspedes que vienen a visitarnos.

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