En el cuarto domingo de Cuaresma estamos invitados a dejarnos atravesar y cuestionar, por el hermoso texto del ciego de nacimiento. Es una catequesis del evangelista Juan sobre Jesús “luz del mundo”.
El comienzo nos sorprende y es esencial. Los discípulos preguntan sobre la causa de la ceguera y la respuesta de Jesús es tajante: “nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios” (9, 3).
Esta respuesta de Jesús empalma a la perfección con la mística hebrea, la cábala. Hay pruebas contundentes de que Jesús conocía y se nutría de la visión mística del judaísmo.
Tal vez, el mismo Maestro Eckhart tuvo presente esta respuesta de Jesús cuando afirmó: “Dios se manifiesta tanto en el bien, como en el mal”.
La respuesta de Jesús y la frase de Eckhart nos pueden resultar incomprensibles o, por lo menos, extrañas.
Estamos en el corazón del Misterio, donde la racionalidad debe ceder el lugar a la intuición y a la sabiduría del corazón.
Lo que – desde nuestra visión egoica y superficial – etiquetamos como “mal”, en realidad es un llamado y una manifestación del mismo Dios.
Lo que te ocurre de “mal” en la vida es “para que se manifiesten las obras de Dios”: ¡esta comprensión puede transformar completamente tu vida!
Desde esta comprensión entonces, el mal deja de ser mal y se convierte en un instrumento de crecimiento, un “bien” al fin.
La función del mal es revelar una luz oculta. Lo sabemos también por experiencia directa y personal:
¿Cuánta veces lo que creíamos ser un mal, en realidad era un bien?
¿Cuántas veces un mal inicial, se convirtió en un bien?
¿Cuántas veces el mal, el dolor, fueron nuestros supremos maestros?
Para lograr tener esta comprensión necesitamos de luz y de visión.
Por eso que Juan nos regala su catequesis sobre la ceguera y la luz.
Somos todos ciegos, somos ignorantes. Asumir esta verdad es el primer paso para empezar a ver y para seguir viendo. Es justamente el cierre de nuestro texto, donde Jesús reprocha a los fariseos que cuestionaban la curación del ciego en shabat: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: Vemos, su pecado permanece” (9, 41).
Vivir es aprender a ver.
Y, obviamente, no alcanzan los dos ojos que tenemos debajo de la frente. Se necesita otro ojo: las tradiciones místicas – también la cristiana a través especialmente del místico escocés Ricardo de San Víctor (1110 – 1173) – hablan del “tercer ojo”.
El tercer ojo expresa la visión espiritual, la intuición, la visión desde el corazón.
Todos los relatos de curación de ciegos en los evangelios apuntan a esta visión.
Es como si Jesús nos dijera: “hay mucho más para ver”.
En el fondo, el camino espiritual es el aprendizaje del ver, el desarrollo de la visión.
Cuando se abre “el tercer ojo” la realidad aparece en toda su belleza y vocación: manifestar al Misterio.
Empezamos a darnos cuenta de que todo es perfecto, todo es como tiene que ser, para nuestro crecimiento y aprendizaje.
Empezamos a ver belleza por todos lados, a descubrir la luz divina que nos rodea.
Jesús también lo expresó en una de las bienaventuranzas: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). Rumi expresó lo mismo de esta manera: “Cada uno ve lo invisible, en proporción a la claridad de su corazón.”
La pureza del corazón no es, en primera instancia, una cuestión moral.
La pureza del corazón indica una visión interior, la lucidez y la transparencia.
¡Qué hermoso ver así!
La luz y la visión son también metáforas de la comprensión; se comprende lo que se ve. Ver y comprender van de la mano.
Captamos así la profunda verdad que Franz Kafka nos anunció: “Solo es posible transformar la realidad, mirándola de otra manera.”
Lo que nos dice el escritor de Praga es lo que nos repite la mística desde siempre y desde todos los rincones del planeta y de las culturas.
Solo necesitamos ver. Solo necesitamos una consciencia abierta y lucida.
Cuando vemos, comprendemos. Cuando comprendemos estamos en la luz. Cuando comprendemos y estamos en la luz solo vemos que hay amor y no podemos hacer otra cosa que dejarnos amar y amar a cada persona, cada ser viviente, cada objeto y acontecimiento.
Por eso, desde hace años, mi única oración es justamente la misma del ciego Bartimeo: “Maestro, que yo pueda ver” (Mc 10, 51).
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