El silencio, clave para la unidad en nuestras relaciones humanas


Hablar del silencio es un tanto paradójico, para no decir “sumamente paradójico”. Del silencio no se habla (y tampoco se escribe), el silencio se vive. Lo que estoy haciendo es por tanto un atrevimiento y un absurdo. Pero igual estamos llamados a hacerlo: la paradoja que reposa en las leyes del Universo y en el corazón del ser humano, se vive. Mejor dicho: nos vive. Lo fundamental es ser consciente de esa mismísima paradoja. En este caso lo soy, por eso me atrevo a hablar.
Se puede hablar del silencio desde muchos lugares y hacia distintas perspectivas: tan rico es el silencio. Infinito en realidad: en él cabe todo.
En esta breve reflexión abordaremos el silencio desde y hacia las relaciones humanas.
¡Tan esenciales son las relaciones humanas! Podemos sin duda afirmar que, en las relaciones humanas, se juega gran parte de nuestra realización y felicidad de nuestra experiencia terrenal.
Y, viendo la otra cara de la medalla, son una de las causas principales de nuestro sufrimiento.
Intentaremos descubrir que tiene que decirnos el silencio en cuanto a las relaciones humanas. Trataremos de las relaciones humanas en su más amplio espectro: pareja, familia, amistad, trabajo, grupos, comunidades.
Tal vez, en algún momento, haremos referencia a algún tipo de estas relaciones.
El silencio, clave para la unidad. Sería más correcto decir: para la unicidad. Veremos el por qué.
Podemos partir de un hecho existencial común a todo ser humano: anhelamos la unidad. El amor no es sino el llamado de la Uno a volver a casa. Es la ley también del universo.
Todo se mueve misteriosamente hacia la unidad. Podemos pensar en nuestras experiencias afectivas: nos sentimos bien, cuando percibimos cierta unidad con el otro o los otros. La misma – y tan compleja – dimensión sexual gira alrededor de eso. En una relación sexual vivida humanamente se dan simultáneamente tres ejes de la experiencia de plenitud: placer, unidad, vida.
Este anhelo de lo Uno y de unidad se expresa y toma forma de distintas maneras: el deseo natural de socializar, la solidaridad, la búsqueda de pareja o de amistad, la tendencia a agruparse y formar comunidades, el instinto hacia la naturaleza.
Estar juntos es lindo… y puede ser una experiencia maravillosa y hasta mística.
Esta unidad anhelada y deseada muchas veces la experimentamos como utópica o, más bien, experimentamos la división, la separación, la fragmentación.
Esta fragmentación la tocamos con mano muy a menudo: en las familias, en el tejido social, en la política, en el futbol, entre naciones, entre pobres y ricos, entre las religiones, etc…
Obviamente la raíz de todo eso se encuentra en las relaciones humanas en general.
Si las relaciones humanas son sanas y funcionan todo lo demás funcionará y se irá construyendo y experimentando la unidad en círculos cada vez más grandes: de la familia al barrio, del barrio a la ciudad, de la ciudad a la nación, de la nación al continente…
Pero hay que dar un paso atrás, un paso esencial, antes de entrar a tratar las relaciones humanas.
Es la relación conmigo mismo, la relación de cada cual consigo mismo. Esto que parece evidente, a la hora de ser concretos, no tiene mucho éxito ni mucha fuerza.
A menudo lo damos por supuesto.
Es evidente: si no estoy bien conmigo mismo, ¿cómo puedo estar bien con los demás? y ¿cómo puedo construir una sana y profunda relación humana?
Casi siempre las relaciones disfuncionales son efectos de la relación disfuncional de cada cual consigo mismo.
Una relación sana empieza por uno mismo y – más aún – se sigue alimentado de esta relación. Esto no hay que entenderlo en sentido cronológico: antes estoy bien conmigo, después con los demás… Esto por dos motivos evidentes: nunca estamos totalmente solos y aislados y además porque en el trabajo sobre uno mismo es esencial lo que me refleja el otro. El otro (cualquier otro, la naturaleza, etc…) me muestra si la relación conmigo mismo es sana.
La prioridad de la relación con uno mismo es ontológica. Es decir: esencial y fundamental. Es el fundamento. Me percibo a mi mismo y percibo el mundo desde mi mismo. Por eso que siempre hay que volver a uno mismo.
El zen lo dice así: “compréndete a ti mismo y comprenderás cada cosa.
El silencio entonces es, antes que nada, clave para la unidad con uno mismo. El silencio nos sana. ¿Cuanta veces nos experimentamos interiormente divididos y rotos? Es una de las experiencia claves de San Pablo:
Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí.” (Rom 7, 19-21).

Toda la sabiduría de todas las tradiciones espirituales de la humanidad apunta a eso: si estás en paz contigo mismo, estarás en paz con todos.
Dice San Serafín de Sarov: “Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación
Esta paz interior es fruto del silencio y la soledad. Porque solo el silencio nos conecta esta paz que, en último término, es nuestra verdadera identidad.
Desde la vivencia del silencio aparece el Observador. Lo hindúes lo llaman el Testigo. Cuando cuerpo y mente se callan aparece este misterioso elemento del Observador. Lo podemos llamar Conciencia. Somos conscientes de nuestro cuerpo, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y emociones desde otro lugar.
Si hacemos bien el ejercicio, la conclusión es bastante evidente y salta a los ojos: si desde el silencio puedo observar – ser consciente – de todo esto, significa que no soy todo esto. Soy Eso que observa: Conciencia, Espíritu, Observador, Testigo. Ponemos todas estas palabras con mayúscula porque en el fondo estamos hablando de la dimensión última de lo real, en palabra cristiana, Dios.
Esencialmente el camino y la vida espiritual se concentran en este ejercicio y esta práctica.
Por eso el silencio no es simplemente el silencio exterior. El silencio exterior es importante, pero en general es bastante fácil. Lo que cuesta es el silencio interior y sobre todo, aquietar la mente.
Nuestra mente (pensamientos, sentimientos, emociones) se agita compulsivamente casi las 24 hs del día. Vivimos esclavos de la mente y del pensar: ¡Es una buena manera para fundirse, como la batidora de nuestra cocina si la dejamos siempre prendida!
Aprender a callar y aquietar la mente es el gran desafío y la invitación que el silencio nos hace.
Las herramientas son muchas. En mi experiencia la vía más directa es el camino meditativo. La meditación nos ofrece pautas concretas y accesibles a todos para aprender el silencio.
Vivir desde el silencio se convierte en una aventura maravillosa. Aventura que supone y exige enfrentarse también al miedo. Casi siempre nuestra huida del silencio tiene que ver con nuestros miedos. El silencio revela, muestra, dice la verdad. Y la verdad muchas veces está hecha de heridas y sufrimiento…por eso no la queremos ver.
No hay que tener miedo: casi siempre el miedo al silencio es el miedo a enfrentarnos con nuestro dolor, nuestras heridas, nuestros propios miedos… También se puede tener miedo de no aprovechar la vida: tantas cosas para hacer que “hacer silencio” nos parece una perdida de tiempo.

Puesta esta piedra fundamental del silencio personal que nos conecta con la paz que somos, podemos dar un paso hacia las relaciones humanas.
¿De dónde surgen los conflictos y las incomprensiones?
¿De dónde surgen las dificultades y divisiones que nos impiden vivir esta unidad/unicidad que somos y que anhelamos?
Esencialmente de nuestro ego. El ego es una estructura psíquica vacía (ilusoria) que se ocupa de la supervivencia de nuestro organismo psicofísico. El ego es, en definitiva, “la mente no observada”. O, en otras palabras, la identificación con la mente, como hemos visto. Desde el ego nuestra identidad – lo que somos – se reduce a lo psíquico. Por eso el ego está siempre a la defensiva, siempre preocupado de la reputación, la apariencia, la aprobación de los demás.
Si ponemos nuestra identidad en la mente no hay salvación ni escapatoria: viviremos esclavos de nuestro ego y viviremos siempre en conflicto.
En nuestras relaciones el ego siempre está al acecho, siempre presente, siempre intentando ser el protagonista. El ego no debemos y no podemos “matarlo” o aniquilarlo: todo intento se tornará en contra nuestro. Porque también el ego es un don y tiene su función. El ego se observa y trasciende.

Tenemos unas claves para detectarlo, desactivarlo, trascenderlo:
1)   Atención
La atención es la virtud espiritual por excelencia. La verdadera atención no es mental, surge desde el Observador. Es un ejercicio de la Conciencia. Cuando estamos realmente atentos estamos presentes desde otro nivel de ser. Estamos despiertos. Estamos viendo la realidad así como es, sin las deformaciones emocionales de nuestro ego. Esta atención necesita un ingrediente esencial: sin juicio. Simplemente estamos atentos a lo que surge desde dentro sin juzgarlo. Nos daremos cuenta de cantidad de pensamientos y sentimientos inútiles, banales y sin sentido. Los detectamos y los dejamos ir. Aprenderemos así, con la experiencia, a detectar también nuestro ego en función. El ego actuando lo reconocemos esencialmente en las actitudes defensivas, compulsivas, intolerantes. El ego defiende la supuesta identidad del “yo”. La atención plena lo desactiva y disuelve. El ego visto por la luz de la Conciencia es absorbido por esa misma luz.

2)  La auto-observación desde el malestar.
Un tipo particular de atención es la auto-observación desde el malestar. Las relaciones humanas siempre nos mueven algo, siempre resuenan – positiva o negativamente – en nuestro interior. Aprender del malestar emocional es una herramienta esencial de auto-conocimiento. Lo que me “molesta” del otro en una relación o situación, me está revelando algo de mí. Obviamente estamos hablando de una molestia importante y duradera. Si estamos atentos a nuestro malestar podremos descubrir rasgos de nosotros mismos que todavía no están integrados y sanados. Es un camino fundamental para reconocer la paz interior y vivir nuestras relaciones a partir de ella.

El silencio entonces es el gran maestro del auto-observación, del auto-conocimiento y del descubrimiento de nuestra verdadera identidad. Esta identidad la podemos nombrar de muchas formas, según la perspectiva desde la cual miramos: Paz, Vida, Amor, Conciencia, Ser.
Es una identidad compartida: por eso “unicidad” rinde mejor que “unidad”. La palabra unidad sugiere que antes había dos que después se convierten en uno. Unicidad sugiere que nunca hubo dos, sino que nuestra identidad es común y compartida y se inserta en la Unicidad de la divinidad que se manifiesta en la multiplicidad.
Eso es lo que vieron todos los místicos de todas las tradiciones espirituales y religiosas de la humanidad.
La práctica disciplinada del silencio nos introduce en esta hermosa experiencia.
Descubrimos algo fundamental: la unicidad/unidad nos es regalada. Es pura gratuidad: ya está. Simplemente hay que descubrirla y dejarse agarrar por ella. Dejarse enamorar.
El reflejo que tiene todo esto en nuestras relaciones humanas es tan simple como revolucionario: la unidad en las relaciones no se construye – en primera instancia – sino que se descubre. Desde el silencio percibimos la profunda unicidad/unidad que hay entre “yo” y el “otro”: es un dato, es un regalo. Descubierto y agradecido el regalo podremos también “construir” una unidad visible y concreta, pero no ya como un esfuerzo titánico para construir algo que no hay, sino viviendo el don que somos y dando visibilidad a este don.
A partir de esta experiencia las relaciones humanas se convierten en una aventura maravillosa y un descubrimiento constante de una riqueza infinita.
También las normales dificultades y tensiones las viviremos desde otro lugar. Sabremos ver en las dificultades una llamada a conocernos más y aceptarnos más radicalmente. Veremos así también las dificultades o los límites del “otro”: el ser que pide emerger. La unicidad que se abre camino desde y a través de los vericuetos del psiquismo humano.

Termino con un poema que me gusta mucho:

Mi camino
es la claridad del Zen
y la entrega del Sufí,
la disciplina del Yoga
y la compasión de Cristo,
la sabiduría de la Cábala
y la ignorancia del Tao.
Es un camino sin Caminos,
y sus huellas se graban por el viento
entre los montes y los valles
del viaje de mi alma.
Mi corazón por fin descansa,
entregándose a Aquello,
más allá de toda separación,
cuna de la auténtica divinidad,
que ve en ti, querido ser humano,
humilde discípulo de

un misterioso despertar.” (Avihay Abohav)

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