“Señor, enséñanos a orar”: es el tierno y conmovedor pedido que un discípulo le hace a Jesús.
Es también nuestro pedido: “Maestro Jesús, ¡enséñanos a orar!”.
Esta petición, hecha desde un corazón sincero, no quedará sin respuesta.
Muchas veces nos sentimos perdidos, no sabemos bien lo que significa “orar”, no sabemos como hacer. Jesús, maestro de oración, nos enseña. Jesús, a través de su Espíritu, nos introduce en el Misterio – oscuro y maravilloso – de la oración.
Porque, en realidad, y como afirman los místicos, solo hay una oración: la de Cristo. Orar es entrar en la oración de Cristo, ser uno con su consciencia y oración. Y eso, lo hace el Espíritu.
Es la misma experiencia del apóstol Pablo: “el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26).
La oración es un arte y un misterio. No hay recetas, hay experiencias y pistas. Se aprende la oración, orando. Se aprende a contemplar, contemplando. Se aprende el silencio, silenciándonos.
En el camino espiritual, no hay atajos. Hay, justamente, caminos.
Respondiendo al pedido del discípulo, Jesús enseña el Padre Nuestro y, a través de una parábola y otras sugerencias, nos regala extraordinarias pistas para nuestro aprendizaje en la oración.
Podemos resumir estas pistas, en tres claves.
1) La perseverancia
Como dijimos, a orar se aprende orando. La oración es un camino infinito de autoconocimiento y de conocimiento de Dios. Orar no es “repetir palabras o formulas”, aunque, obviamente, pueden ser parte de un auténtico espíritu de oración.
Orar es aprender a estar en la Presencia, a reconocer la Presencia misteriosa de Dios en nuestra vida, en nuestra cotidianidad. Orar es el arte de “estar”, cuando todo se derrumba, cuando aparentemente no hay respuesta, cuando nos encontramos en la oscuridad. Orar es cuestión de perseverar, de disciplina, de gratuidad. En el fondo, no se ora para obtener respuestas. Se ora, para reconocer la luz que ya nos habita y que habita el mundo. Se ora para escuchar al Espíritu y descubrir sus caminos.
Insistir en la oración – es el tema de la parabolita que sigue el Padre Nuestro en nuestro texto – no es intentar “presionar a Dios” para que se doble frente a nuestros pedidos… ¡cómo si supiéramos mejor que Él, lo que necesitamos!
Insistir en la oración nos ayuda, de a poco, a darnos cuenta que “ya tenemos todo lo necesario” para nuestro camino y crecimiento.
Insistir y perseverar en la oración nos hace más fuertes, más auténticos, más disponibles.
2) La apertura
“El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre” (11, 10): orar es abrirse. Tan simple, tan maravilloso, tan complejo.
Recordemos la sorprendente y contundente invitación de Maestro Eckhart: “Si estuviera tan disponible y encontrara Dios tanto espacio en mí como en nuestro Señor Jesucristo, también a mí me inundaría con su plenitud. Porque el Espíritu Santo no puede contenerse de fluir y darse en todo espacio que se le abre y en la medida en que encuentra ese espacio.”
Perseverar en la oración, nos va abriendo, en un proceso, a la acción del Espíritu y a la transformación. Los tiempos son del Espíritu. La apertura es progresiva. Dios nos regala la luz que podemos “soportar” y la información que podemos comprender y sostener en el momento presente. La sabiduría divina nos acompaña paso a paso y modula la intensidad de la luz que nos regala, para no cegarnos.
Lo importante es abrirse, crear espacio. La oración crea espacio: me parece una bellísima definición de oración. Orar es buscar a Dios en la noche.
3) El Espíritu
“Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (11, 13): orar se centra y concentra en pedir el Espíritu, recibir al Espíritu, vivir en y desde el Espíritu. Cuando se nos regala el Espíritu – y siempre el don está a disposición – lo tenemos todo. El don de Dios es el Espíritu. No necesitamos otra cosa.
Nos dice el cuarto evangelio: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26).
Y Pablo escribe a los gálatas: “La prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (4, 6).
El Espíritu nos habita y nos recuerda e instala en nuestra verdadera identidad. El Espíritu es lo que somos, más allá de lo que muere y pasa. Es nuestra consciencia más profunda y el punto místico de unión con lo divino. El Espíritu es el centro de nuestra alma, “el alma de nuestra alma”.
Por eso que, orar, es dejarse respirar por el Espíritu.
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