sábado, 22 de abril de 2023

Lucas 24, 13-35


 

 

En este tercer domingo de Pascua, se nos regala el famoso y hermoso texto de los discípulos de Emaús. Como dijimos el domingo pasado, los relatos de las apariciones son catequesis simbólicas que nos quieren transmitir la experiencia del Resucitado y los frutos de su Presencia.

 

Jesús camina con nosotros: ¡qué hermosa y sugerente imagen!

 

Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran” (24, 15-16): ¡Jesús camina con los discípulos y ellos no lo reconocen!

 

Con frecuencia vivimos lo mismo: no logramos reconocer la Presencia, no logramos vivir a la Presencia, no nos damos cuenta del caminar de Jesús a nuestro lado.

 

¿Por qué nos cuesta reconocer esta Presencia?

¿Por qué nos cuesta darnos cuenta que Jesús camina con nosotros?

¿Por qué nos cuesta reconocer que estamos habitados por el Espíritu?

¿Qué es este “algo” que nos impide ver y reconocer al Maestro?

 

Los motivos pueden ser muchos y variados, pero esencialmente los podemos reducir a dos:

 

1)  Estamos desconectados de nosotros mismos.

 

Es imposible reconocer la Presencia de Dios si estamos desconectados y estamos desconectados cuando estamos perdidos en nuestra cabeza, cuando vivimos desde la superficie de nuestro ser. La Presencia es algo sumamente poderoso y sumamente sutil a la vez. La Presencia nos conforma, nos constituye y nos sostiene: es nuestra propia esencia e intimidad. San Agustín diría: Dios es lo más íntimo de nuestra intimidad. Darse cuenta de esta intimidad requiere tiempos de silencio y de soledad. La conexión con nuestra propia intimidad necesita de interioridad, de quietud, de silencio. La conexión contigo mismo y con Dios se dan simultáneamente por el simple hecho que nuestra propia esencia es el mismo Dios. Como decía Maestro Eckhart: “mi fondo y el fondo de Dios, son un único y un mismo fondo.”

 

2)  Vivimos identificados con nuestra mente: el ego.

 

Los discípulos de Emaús están tan agobiados y tristes que no pueden reconocer la presencia de Jesús caminando juntos a ellos. Cuando estamos atrapados por los pensamientos y las emociones se nos hace imposible ver algo más. La visión se abre cuando tomamos distancia de la mente, cuando nos desidentificamos. No somos la mente; somos la consciencia amorosa que está por detrás de la mente. Cuando logramos tomar distancia de nuestros pensamientos y emociones – cuando somos conscientes de ellos – automáticamente se nos abre la visión y nos percatamos de la Presencia.

 

Jesús camina con nosotros; el Espíritu nos habita; la Presencia nos envuelve: estamos en el corazón del acontecimiento pascual y de la experiencia mística a la cual todos estamos invitados y llamados.

El centro inagotable e indescriptible de la experiencia mística es justamente eso: vivir desde la Presencia, vivir en la Presencia, dejarse vivir por la Presencia.

¡Hermoso! ¡Extraordinario! ¡Fascinante!

En sentido estricto, somos esta Presencia, porque somos manifestación y revelación del Infinito.

 

Las palabras enmudecen, los conceptos se disuelven.

Solo queda una frágil y necesaria sobriedad poética:

 

Vivir de Ti,

en cada momento;

sentir que mis pasos son los tuyos

y tus huellas, las mías.

 

Amarte así,

Presencia Infinita,

pequeña y luminosa,

sol y luna de mi existir.

 

Tuyo es mi corazón,

tuya el alma y la sangre;

atraviésame con tu fuego,

pacífica Presencia.

 

Mi yo eres Tú,

en ti perdido, ya no existo;

sólo tu belleza y tu Aliento.

Solo Amor, solo Presencia.

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios.:

Etiquetas