El domingo de ramos inaugura oficialmente la
Semana Santa. Semana de turismo para muchos, semana de descanso para otros. En
el fondo poco importa si sabemos como vivirla.
Para los cristianos y especialmente los que
frecuentan regularmente los templos y se sienten parte de la gran familia de la
iglesia es la Semana más importante. La Semana que resume el Misterio de la
vida del Maestro de Nazaret. Resume y concentra.
¿Cómo vivirla para no desperdiciar tiempo y
celebraciones?
Hay elementos de esta Semana que nos pueden ayudar
a vivirla en plenitud y, sobre todo, desde la paz y hacia la paz.
Olivos y burro abren la Semana y son los
protagonistas de este domingo. Domingo de fiesta porque el Maestro entra en
Jerusalén… pero en el fondo una fiesta hipócrita, como muchas de nuestras
fiestas: apariencia, superficialidad, ruido. Los olivos de la cotidianidad
serán quemados y olvidados, pero es lo que hay: olivos. Ramas de olivos que no
conocerán el sabor delicioso del aceite. Arrancadas para la hipocresía no
pueden dar fruto. El burro camina y camina sin saber adonde ir: lo espera un
destino de muerte. Muere con Jesús el pobre burro. Lleva al Maestro y no sabe a
quien lleva y adonde lo lleva. Así es de quien no sabe adonde va: ignoramos
quienes somos y adonde vamos.
¿Podremos vivir una Semana donde la cotidianidad
es rescatada, honrada y vivida?
¿Podremos vivir esta Semana plenamente conscientes
de nuestro sentir, nuestro actuar… dueños del rumbo y amantes del destino?
Llegaremos al pan entonces. El pan de la cena
compartida. Pan muy pobre por cierto, pero pan al fin. Pan partido y compartido
entre amigos: verdadera Eucaristía. Eucaristía de las lágrimas y de la
traición, Eucaristía de la amistad y de la esperanza, Eucaristía de un amor sin
límites.
¿Podremos sacar por fin la Eucaristía de los fríos
templos? ¿Sabremos devolver la Eucaristía a su verdadero hogar: la calle, la
casa, la familia?
Celebrado el pan nos sorprenderá la sangre. Sangre
inocente del viernes santo. La misma sangre de los niños sirianos victimas de
una guerra absurda: tragedia infinita y olvidada; olvidada por el hombre
racional, por gobiernos democráticos, por los defensores de los pobres y
marginados. Olvidada por los hijos de los mismos hombres que escribieron la
carta de los derechos humanos: ¡hipócritas y asesinos! Se repite la misma
historia: “Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el
tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud,
diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes». Y todo el
pueblo respondió: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos».
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo
hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado (Mt 27, 24-25).
La sangre inocente de los
niños de Siria, la sangre inocente de los que mueren sin medicamentos en
Venezuela, la sangre inocente de los que buscan verdadera democracia, la sangre
inocente de los pobres condenados a una vida indigna por la codicia humana: esta
sangre recaerá sobre nosotros hasta que no aprendamos que sangre hay una sola.
Es la misma sangre: del Maestro, de los inocentes, de los asesinos, de los
hipócritas. Hasta que la familia humana no aprenda que es la misma y única
sangre seguiremos destrozándonos por un maldito puñado de dólares, por unos
metros de tierra y por la aclamación de la multitudes.
En el fondo no hay pan sin sangre. Lo mismo que
decir: no hay vida plena sin atravesar las oscuras sendas del dolor. Aprender a
amar pasa necesariamente por enfrentar el sufrimiento. Antes el nuestro,
siempre el nuestro. Mi dolor primero. No podemos ir pregonando al mundo paz y
amor cuando en nuestro corazón se agitan miedos, violencia, ira. Sentarse con
tu propio sufrimiento y disolverlo. Como Buda, como Cristo. Entonces brota la
compasión: hacia mí mismo y hacia los hipócritas y asesinos, solo culpables de
no querer enfrentar su propio dolor, su soledad, sus miedos. Ahí la clave.
Compasión y más compasión.
La Cruz del Cristo es su gran trono de meditación.
Trono único por cierto: nadie lo quiso, nadie lo quiere. Como nadie se sentó
con el Buda en medio del infierno.
Lo hicieron ellos para y con nosotros. Han vencido
como muchos otros. Se puede, se debe. Para ir sonriendo al mundo e indicar que
no hay un camino a la paz: la paz es el camino. Para comenzar a ver por fin.
Ver la belleza escondida en el medio del dolor y del mal: “también en el infierno florecen las violetas” dijo el poeta.
Entonces asomará la luz. La luz de la Pascua, la
luz de la visión. Una luz siempre presente en realidad porque es la luz que
todo sostiene, abarca, ilumina. Necesitamos de la Pascua para comprenderlo.
Necesitamos que Cristo se levante del sepulcro y nos toque los ojos.
Sus amorosas manos, sus tiernas manos nos tocarán
los ojos otra vez. Estas mismas manos que tocaron leprosos y muertos, las misma
manos que tocaron prostitutas y niños. Las mismas manos que sacudieron la
hipocresía, la codicia y la idolatría. Estas mismas manos con heridas de luz se
posarán tiernas sobre tus ojos. Y verás al fin. Y veremos. Luz, solo luz,
simplemente luz. Abiertos los ojos nos sorprenderemos: no habrá Cristo, ni
ojos, ni vos, ni yo. Solo luz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario