sábado, 9 de marzo de 2024

Juan 3, 14-21

 



El texto de hoy, en este cuarto domingo de Cuaresma, nos regala una de los versículos clave de todo el evangelio: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (3, 16).

 

Desde nuestra perspectiva mística no-dual, podemos aplicar este texto a nosotros mismos ya que, en Jesús, nos reflejamos todos y percibimos la Unidad fontal de lo Real.

 

Cada uno, cada ser humano, es una entrega de Dios y Dios se sigue entregando a través de ti.

 

Tu eres la entrega de Dios y, simultáneamente, Dios te entrega a ti mismo.

 

Somos la entrega de Dios y cada cual se recibe de Dios a cada instante, para vivir esta entrega.

 

Por eso que el camino espiritual va siempre en un doble sentido: hacia dentro y hacia afuera. Me recibo y me doy. No me puedo dar, si no me recibo.

 

Toda la vida de Jesús fue un constante recibirse amoroso de parte del Padre y un constante darse. El centro del camino espiritual es entrar – de a poco – en esta dinámica divina.

 

Entrar en la Vida eterna es vivir desde esta dinámica. No nos referimos a un supuesto “tiempo” después de la muerte. En Dios no hay tiempo y esta vida que experimentamos en el tiempo, en realidad es ya Vida eterna. Ya estamos en la Vida eterna, pero la estamos experimentando a través del tiempo.

Como experimentamos el espacio infinito desde un punto.

 

Cuando entramos en la dinámica de la entrega – me recibo y me doy – estamos en el Amor y, bien lo sabemos, cuando estamos en el Amor se termina el tiempo y se anula el espacio.

 

La vivencia del Amor nos hace vislumbrar desde ya la Vida eterna, nos hace tomar consciencia de que ya estamos en la Vida.

Desde el Amor y desde la Vida se cae todo juicio. Por eso el evangelio nos dice: “porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17). Y lo que vale para Jesús, vale también para nosotros. No estamos acá para juzgar el mundo y no estoy hablando de juicios morales. Es el juicio que nos pone en lugar de Dios: el mundo no debería ser así, la realidad no debería ser así, las reglas del Universo están mal, etcétera… en el fondo es el juicio que nos atrapa cuando no aceptamos la realidad que, en definitiva, refleja la tentación de ponernos en lugar de Dios. No estamos acá para juzgar, estamos acá para amar la realidad y extraer luz de la oscuridad, nuestra y del mundo. Esta es salvación.

 

El otro tema de nuestro texto gira alrededor del símbolo de la luz.

 

La luz vino al mundo” (3, 19), nos dice el evangelio, y sigue viniendo. El Espíritu que animó a Jesús, ese Espíritu que es luz, es el mismo Espíritu que te habita y que te ilumina.

 

Vivir en la luz, en este plano, no significa la búsqueda del perfeccionismo: una búsqueda imposible y que nos llevará a frustraciones y neurosis.

 

Vivir en la luz es vivir en la verdad. Y nuestra verdad es que tenemos también sombras.

Vivir en la luz entonces es aprender a reconocer, aceptar y transformar nuestras sombras y las sombras del mundo.

 

Si no hubiera sombra, ¿Qué estaríamos haciendo acá?

 

Estamos acá para asumir la sombra y convertirla en luz.

 

¿No es extraordinario?

 

Por eso no olvidemos las palabras de Rumi: “La herida es el lugar por donde entra la luz”. En palabras de San Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad.

 

Cada experiencia de oscuridad, dolor, dificultad, fragilidad es una invitación a descubrir la luz.

No apartemos la mirada de la herida, no apartemos la mirada de la debilidad: la luz entra por ahí.

 

 

 

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