sábado, 23 de abril de 2022

Juan 20, 19-31

 


Estando cerradas las puertas”: el evangelista repite dos veces esta expresión que, aparentemente, es un detalle menor.

En realidad estamos en el centro del mensaje pascual.

Las puertas cerradas expresan la cerrazón del corazón y de la mente.

¿Cuándo nos cerramos?

¡Cuando tenemos miedo! Por eso, el miedo, es el otro eje de nuestro texto.

Los discípulos están con miedo y por eso, se encierran.

Miedo y encierro son las dos caras de lo mismo.

En nuestras sociedades, a menudo golpeadas por la delincuencia y la inseguridad, hay cada vez más encierro, más rejas, más llaves, más miedo.

Cuando salimos de casa siempre nos aseguramos de haber cerrado bien la puerta.

Sin duda hay que ser prudentes y protegerse, pero hay que estar atentos – muy atentos – a no cerrar nuestro corazón y nuestra mente.

Hay que estar atentos para que el miedo natural y normal no se convierta en patológico y nos impida crecer y amar.

El miedo paraliza, el miedo bloquea nuestra capacidad de amar, el miedo nos aleja de las fuentes de la Vida.

La resurrección es pura apertura, aire fresco que disuelve el miedo. El sepulcro se abre y queda abierto.

La resurrección viene a abrir las puertas y las ventanas de nuestro corazón y de nuestra mente.

 

El evangelista nos dice que Jesús se apareció a los discípulos sin necesidad de entrar por la puerta… él que había dicho: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9 ) ya no necesita de puertas para entrar en nuestra vida y transformarla.

El Espíritu del Resucitado, el Espíritu de Dios ya no conoce ni puertas ni ventanas. El Espíritu es la libertad como dirá San Pablo: Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17)

 

La Presencia de Dios es una Presencia liberadora.

La Pascua es libertad, la Pascua es aprender a ser verdaderamente libres; libres hasta de lo que más oprime y condiciona al ser humano: el mal, el dolor, la muerte.

La Pascua nos enseña el camino de la libertad. Como el pueblo de Israel pasó de la esclavitud a la libertad a través del paso (pascua/pesaj en hebreo) del mar rojo, así los cristianos pasamos de la muerte a la vida, del miedo al amor, de la tristeza al gozo, a través de la pascua de Cristo.

Siempre nos cuesta mucho abrirnos.

Nos cuesta abrir el corazón y la mente y la desconfianza nos atrapa.

¿Por qué cuesta tanto la apertura?

Porque nuestro ego necesita seguridad; y la seguridad nos da la ilusión del control.

En realidad – basta un mínimo de lucidez para darse cuenta – seguridad y control son ilusiones.

Nada es seguro y nada controlamos: todo fluye, todo pasa, todo cambia.

Así es la Vida y este dinamismo refleja su profunda belleza.

La tentación de querer atrapar la Vida y querer manipular a Dios siempre se verán frustradas.

La iglesia tiene la urgente – urgentísima – necesidad de salir del dogmatismo. El dogmatismo es un claro reflejo del miedo, de las puertas cerradas, de un sentido de identidad muy débil.

Quien tiene una identidad fuerte, quién tiene una real experiencia del Espíritu, no necesita de dogmatismos, no necesita cerrar puertas y no necesita defenderse.

Brillante San Agustín: “La verdad es como un león. No tienes que defenderla. Déjala suelta. Se defenderá a sí misma.

Ningún dogma puede atrapar el Misterio. Los dogmas son expresiones históricas, limitadas y parciales y, por ende, siempre sujetos a revisión.

Quedarse anclados a los dogmas significa estancarse y, al fin, morir.

Dejemos que la Pascua abra la mente a una búsqueda más sincera y humilde de la Verdad. Una Verdad que siempre nos trasciende, nos supera, nos enamora.

Es un camino arriesgado, por cierto.

Es un camino sin certezas.

Es un salto al vacío.

Pero, a quién salta, se le regalará la experiencia única, imborrable y sin retorno del Soplo Divino.

 

 

 

 

 

 

 

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