sábado, 6 de enero de 2024

Marcos 1, 7-11

 


 

Detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo”, afirma Juan Bautista en el texto evangélico de este domingo, en el cual celebramos la fiesta del bautismo de Jesús.

 

Desde nuestra mirada mística, silenciosa y no-dual podemos entender esta expresión – “detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo” – de una manera nueva, mucho más profunda y fecunda.

 

Este “detrás” lo podemos entender no solo, ni exclusivamente, en un sentido espacio-temporal, sino en un sentido ontológico, es decir, que hace referencia a nuestro propio ser y profundidades; este “detrás”, tiene que ver con nuestra esencia.

 

Las preguntas serían:

 

¿Qué hay más allá del “yo”?

¿Quién verdaderamente soy, más allá de todo lo efímero y pasajero?

 

Detrás” de mi propio yo hay algo más, algo mucho más poderoso. Algo eterno, divino, esencial.

Lo que normalmente definimos como “nuestro yo”, en realidad, no nos define.

Mi nombre, mi genética, mi historia, mi cultura, mi religión son solo expresiones exteriores y manifestaciones – por cuanto importantes puedan ser – de mi verdadera identidad.

 

Juan reconoce que Jesús – que viene detrás de él – es mucho más poderoso. Jesús redefine la identidad y la misión de Juan.

 

Jesús redefine también, obviamente, nuestra identidad.

 

Nuestro texto nos regala dos hermosas referencias a esta “otra identidad”: el Espíritu y la voz del cielo que dice: “Tú eres mi Hijo muy querido.”

 

El Espíritu nos define, sin definirnos. Me encanta, me fascina. El Espíritu no lo podemos manipular ni controlar, no podemos encerrarlo en estructuras y conceptos; así también nuestra verdadera identidad. Por eso que el Espíritu es Misterio y que nosotros también, somos Misterio.

Los fascinantes avances de la ciencia y de la psicología – necesarios e importantes, por cierto – nos hunden más y más en el Misterio.

 

¿No soy acaso un misterio para mí mismo?

¿El otro no es, acaso, un misterio?

 

Cuando creo haberme comprendido, la vida me descoloca, el Espíritu me reubica en el no-saber.

Cuando creo haber comprendido al otro, la vida me descoloca y el Espíritu me reubica en la humildad y en la disponibilidad del no-saber.

Cuando creo haber comprendido la vida y tener cierto control y seguridad, el Misterio me reubica en la incertidumbre y en la ignorancia.

 

Como afirmaba brillantemente Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano”. ¡No lo olvidemos!

 

¡Nuestra verdadera y eterna identidad, es el Espíritu!

¡Qué belleza asombrosa!

 

Es el Espíritu del cual Jesús era consciente y enamorado, el Espíritu del cual Jesús dijo: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

Lo que somos no puede ser comprendido mentalmente, no puede ser atrapado. Lo que somos se nos escapa, nos habita y nos trasciende. Estamos llamados a caminar en esta hermosa oscuridad, llamados a dar pasos profundos y humildes. El Espíritu se abre camino y se hace carne en nuestra estructura psicofísica y en nuestra historia concreta, pero este mismo Espíritu trasciende por completo todo esto, como la luz trasciende por completo, todo lo que ilumina.

La segunda y maravillosa referencia empalma con el Espíritu: “Tú eres mi Hijo muy querido” (1, 11).

 

La verdadera identidad de Jesús es la del “hijo”, es decir, de la misma sangre, del mismo Espíritu. Y lo que Jesús es, lo somos todos: este es el mensaje central de la mística cristiana, desde siempre. Un mensaje que nos empeñamos en desatender, por considerarlo demasiado bello, imposible.

Como vio justamente Marianne Williamson: “Nuestro miedo más hondo no es ser ineptos. Nuestro miedo más hondo es ser poderosos sin medida. No es la Oscuridad, sino la luz lo que más nos asusta.

 

Jesús nos revela lo que somos, nos revela nuestra identidad más profunda, divina, eterna.

Identidad que la iglesia expresó desde siempre con la formula: “hijos en el Hijo”.

 

El Espíritu nos engendra a cada instante, el Espíritu nos habita, nos sostiene y nos configura. Solo en el momento en que soltamos nuestra supuesta y efímera identidad – nuestro pequeño “yo” – podremos entrar en el Reino del Espíritu.

 

Es un viaje que nos pide dejar las amarras y enfrentarnos a la incertidumbre, a la pobreza, a lo desconocido.

Es el viaje más hermoso, el único viaje necesario.

Es un viaje a veces terrible, pero de una belleza y un asombro sin parangón.

En este año que comienza, emprendamos el viaje. Atrevámonos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios.:

Etiquetas