¿Qué hacemos con la violencia, el
odio, la opresión? ¿Qué hacemos con el sistema
inhumano que está implantado en esferas importantes del poder?
Son las grandes preguntas que desde
su origen se plantea la teología de la liberación en América Latina. Teología
de la liberación que justamente reflexiona a partir del dolor inocente e
intenta transformar la sociedad, apuntando a un mundo más justo, fraterno y
solidario.
En el fondo estas simples y tajantes
preguntas son las mismas preguntas que se plantea toda la iglesia y el
cristianismo en varias partes del planeta, dejando tal vez de lado esta porción
de cristianismo burgués y ritual que poco tiene que ver con el evangelio.
¿Cómo el mensaje liberador del
evangelio puede realmente transformar?
En su raíz es la famosa pregunta
sobre el mal: ¿cómo erradicar el mal?
En general se quiso dar una respuesta
pragmática y moral: haciendo el bien, luchando contra el mal, resistiendo al
mal.
Sin querer ofrecer una respuesta que
no quiero ofrecer y tampoco tengo, estoy convencido que el camino va por otro
lado.
El mal se transforma alineándose con
la vida y no luchando en contra o resistiendo.
Unas aclaraciones pueden ayudar:
1) Cuando hablamos de “sistema perverso
e inhumano” no estamos hablando de una realidad externa. Todos pertenecemos de
alguna forma al sistema y todos hemos contribuido a su existencia. En el fondo
cuando compramos una Coca Cola estamos alimentando el sistema, así de simple. Y
con eso no quiero decir que no se pueda tomar, de vez en cuando, una Coca Cola.
Hay que salir del terrible error de separar: los buenos y los malos, los
responsables del mal y los buenos que luchan en su contra. Hay una sola
humanidad, un solo ser humano.
2) Esto nos lleva a un nivel más profundo
aún. El sistema no se construyó por
sí solo. El sistema en su raíz nace del corazón humano y de un corazón humano
herido y hambriento de amor. Y el corazón humano es siempre el mismo. El
corazón de aquel que etiquetamos como “malo” es el mismo de aquel que etiquetamos
como “bueno”. La iglesia siempre lo supo y lo anunció. ¿De donde nace entonces
el mal? De un corazón enfermo: el egoísmo. De un corazón que no se siente y
sabe amado. ¿Y quién tiene un corazón totalmente y siempre sano? Así que la
raíz del egoísmo está presente en todos. El ego
que nace de la identificación con la mente nos constituye psicológicamente.
3) El camino contemplativo nos da una
visión más global e integral del ser humano: nos hace experimentar nuestra
identidad compartida. Compartimos la misma y única Vida. Es tan así que podemos
decir: “el otro soy yo”. Entonces:
¿voy a luchar contra mi mismo? En el silencio contemplativo tocamos también
nuestro verdadero ser y nos damos cuenta de lo eterno más allá de lo temporal y
de lo invisible más allá de lo visible. Nuestra autentica identidad radica
justo ahí: en lo eterno y lo invisible. Somos amor expresándose de una forma
particular, aquí y ahora. Iguales en la raíz, distintos en la manifestación.
De estas rápidas aclaraciones vamos
sacando unos criterios para nuestro caminar.
Desde la experiencia fundante y
fundamental de la unidad y nuestro autentico ser, la “lucha en contra” es algo
inútil cuando, peor, contraproducente. Los ejemplos en la historia se
multiplican. Lo sabemos bien: el odio engendra odio y la violencia engendra
violencia. El mal que intento erradicar del otro (sea persona concreta,
institución o sistema) vive también en mi. Jesús nos recuerda: “¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que te
saque la paja de tu ojo”, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo?
¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar
la paja del ojo de tu hermano.” (Lucas 6, 42).
¡Y nunca terminaremos
de sacar nuestras vigas! Así que un primer criterio se centra en la persona:
para transformar al mundo empieza a transformarte a ti mismo. Para erradicar el
mal de los otros hay que erradicarlo antes del propio corazón. Es un trabajo
nunca acabado. Por eso la prioridad lógica y existencial: antes descubres la
paz en ti y después puedes ofrecerla. Siempre habrá que redescubrir y
reconectarse con la paz que somos. Solo así nuestro actuar reflejará y
construirá una paz autentica.
Resistir al mal es una forma sutil de lucha. Que tiene además la
contra de hacernos creer los héroes y las víctimas. Fue esta una manera de
entender el martirio en el cristianismo. “Yo
que soy bueno soporto el mal…”, “yo
que soy bueno ofrezco mi vida…”. En el fondo resistir es no aceptar
radicalmente la realidad.
Jesús y muchísimos
otros maestros y sabios de la humanidad nos regalan otra y más fructífera
pista: el mal se vence asumiéndolo. El evangelio es muy lucido en esto: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero
yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien
te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra.”
(Mateo 5, 38-39). “No hagan frente al mal” nos dice Jesús… hay páginas del
evangelio que olvidamos fácilmente o que solo sabemos comprender en su matiz
moral.
El mal solo se
transforma asumiéndolo: y asumir significa en concreto decir “sí” a lo que es, a la realidad tal cual se
presenta aquí y ahora. Decir sí a la
realidad, alinearse con la vida.
Porque en el fondo
alinearse con la vida es aceptar de vivir desde la radical bondad de lo real.
Diciendo sí a la vida tal cual se presenta estoy confiando que en el fondo todo
está bien, más allá de lo superficial, de lo manifestado y del mal que a menudo
emerge.
Alinearse con la vida
es confiar que la raíz última es el amor y, porque amor, eterno, bello, bueno.
¿Y cuando la vida se
manifiesta con un terrible odio y egoísmo que solo genera dolor?
Igualmente nos
alineamos con lo que es, con la realidad. Nos alineamos con la vida que se manifiesta, no con lo manifestado. Nos damos
cuenta que en el fondo el mal no tiene consistencia, es ilusorio, aunque una
ilusión tan real que genera mucho dolor. Como la muerte: una ilusión que
hacemos tan real que nos asusta y nos causa tantas lágrimas. Asumiendo el mal,
penetramos hasta el corazón de las tinieblas con nuestra pequeña luz y esa
misma luz disipará, a su momento, el mal. Disipará la ilusión. Solo la luz
disipa las tinieblas, no la fuerza y la violencia.
Hay dos iconos
evangélicos que nos expresan admirablemente esta realidad, que los budistas
llaman ecuanimidad. Palabra hermosa,
vital, clave. Palabra que hemos olvidado. Ecuanimidad
es aceptar con la amor la realidad tal cual es, mal y dolor inclusive, sin
perder la paz que nos constituye. En el cristianismo San Ignacio hablaba de “santa
indiferencia”.
Vemos brevemente
estos dos iconos, que tal vez nos ayudan más a comprender que tantas palabras.
1) “Después Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto
se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca.
Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron,
diciéndole: «¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!». Él les respondió: «¿Por qué
tienen miedo, hombres de poca fe?». Y levantándose, increpó al viento y al mar,
y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de
admiración: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?».”
(Mateo 8, 23-27).
Más allá de que el relato muy probablemente no es histórico sino
catequético nos revela una actitud clave de Jesús. Actitud que quedó grabada en
el corazón de los primeros discípulos y comunidades. Frente al mal y la muerte
inminente simbolizados por la tormenta, Jesús duerme. Locura total o sabiduría
plena: opto por la segunda y simpatizo por la primera. La sabiduría del amor a
veces se tiñe se simpática locura. Jesús duerme: sabe que todo está bien y va a
estar bien. Jesús enfrenta el mal con absoluta calma. Es contemplativo: sabe,
porque vio, que el fondo último de lo real es bueno. Confía en ello. Absoluta y
plenamente.
2) La cruz. Símbolo central de los cristianos. Decimos que
Jesús salvó al mundo con su muerte en la cruz. Afirmamos justamente que Jesús
pasó su vida haciendo el bien, que vivió en el amor y que la cruz es el
resultado de su fidelidad al amor hasta el final. Decimos también que la muerte
en cruz es el gesto más sublime de entrega y de amor y que resume toda la vida
entregada del Maestro. Todo excelente y compartible.
Pero no logramos todavía sacar
la consecuencia más evidente. ¿Qué hace Jesús en la cruz?
Nada. No puede y tal vez ni quiere. No hace nada. Solo y simplemente asume el
mal y el dolor. Y ese asumir se transformará en resurrección, propio a
confirmar que la raíz última de la vida es el amor. Amor que por nuestro
egoísmo muchas veces se manifiesta mal y como
mal.
Unas últimas
aclaraciones: alinearse con la vida y asumir el mal no es un camino fácil.
Siempre está nuestro egoísmo al acecho y nuestras heridas afectivas mal
curadas. También la dificultad de comprender:
¿qué significa asumir el mal en el
aquí y ahora de la situación concreta? ¿Cómo asumirlo? ¿Cómo educarse y educar en eso?
Acá se centra el
camino espiritual. En esto entra a plenas manos la centralidad del silencio
contemplativo. Solo el silencio y la quietud nos llevarán a nuestro autentico
ser y solo desde el silencio y la quietud logramos ver y discernir.
Buen camino. En lo
Uno: el Amor silencioso.
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