sábado, 6 de mayo de 2023

Juan 14, 1-12


 


El evangelio de hoy empieza con esta profunda y provocativa invitación de Jesús: “No se inquieten”. El texto griego es más explícito: “No se agite su corazón”. El verbo original se puede traducir como “agitar”, “perturbar”, “confundir”, “inquietar”. Algunas traducciones dicen: “No pierdan la calma”. Podríamos traducir entonces: “Su corazón no pierda la calma”. Es importante no perder la referencia al corazón presente en el texto original: el corazón como sede de las decisiones de la persona y como centro afectivo y emotivo.

Es maravillosa y revolucionaria esta invitación a la calma del corazón.

¡Tener un corazón calmo, en calma!

 

¿No es nuestro deseo más hondo?

¿Hay algo más urgente y más bello?

 

Me fascina esta invitación del Maestro. Es una invitación radical a la confianza, a vivir la vida desde esta confianza, desde la entrega, desde el abandono en las manos de Dios.

Me resuenan las otras palabras de Jesús en el evangelio de Mateo: “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?” (6, 26).

 

La calma del corazón puede convertirse en el eje del camino espiritual. Esta calma va de la mano con la paz. Un corazón calmo es un corazón pacifico.

 

¿Mi corazón está en calma, está en paz?

 

Esta pregunta puede revelarnos si tenemos heridas para sanar, dimensiones a perdonar en nosotros y en los demás y puede mostrarnos nuestro “grado” de confianza.

 

Vivir desde la calma y la paz es extraordinario. Cuando vivimos y actuamos desde la calma, nuestras decisiones serán casi siempre acertadas y fecundas.

 

La calma está ahí, en tu corazón. Es la calma de la Presencia, la calma de sabernos amor y amados.

Confía en tu corazón, confía en la calma que te habita y susurra a tu alma.

¿Puedes escuchar su susurro?

 

La calma, además, nos permite ver. Felipe quiere ver al Padre y le dice a Jesús: “muéstranos al Padre y eso nos basta” (14, 8): ¡se conforma con ver a Dios el buen Felipe! Claro que nos basta… y es el deseo de nuestro corazón. Vivimos del anhelo de ver a Dios, de la plena comunión con Él. En el fondo todo lo que hacemos, lo hacemos “para ver a Dios”; detrás y en el fondo de cada deseo, se esconde “El” Deseo: volver a Casa, volver a lo Uno, la plenitud de la Luz y del Amor. ¡Hagamos consciente este Deseo! Por todo eso, nuestro texto une admirablemente en una triada: calma, deseo, casa.

 

En esta tierra, ¿es posible ver a Dios?

 

Gran pregunta. Jesús responde a Felipe: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (14, 9).

 

¿Es posible ver a Dios entonces?

La respuesta, como siempre, en estas dimensiones tan profundas, solo puede ser paradójica: sí y no.

 

Mucha gente vio a Jesús, pero muy pocos reconocieron en él el rostro del Padre y el libro del Éxodo nos recuerda las palabras de Dios a Moisés: “tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo” (Ex 33, 20).

La “visión” de Dios en esta tierra es siempre “por reflejo”.

 

Desde la perspectiva y la visión mística, la Presencia de Dios está en todo, sostiene todo y a todo da consistencia. Jesús vivió así la Presencia y en todo descubrió y vivió la Presencia divina.

 

En todo, Dios se manifiesta y se oculta a la vez: es el hermoso secreto de la palabra “revelar”: la realidad revela la Presencia y re-vela la Presencia; “revela” en cuanto saca el velo y “re-vela” en cuanto oculta, vuelve a poner el velo.

Por eso nos cuesta descubrir a Dios en lo real.

 

En nuestra dimensión espacio-temporal y material la revelación de Dios no puede ser radicalmente evidente: nuestra estructura mental y física no puede soportar tanta intensidad de luz; la finitud no puede contener lo Infinito. Dios tiene que ocultarse para que el mundo pueda existir.

Por eso la realidad es también, el ocultamiento de Dios. Se nos regala la luz que podemos soportar y el camino espiritual se resume en la capacidad cada vez mayor de captar esta luz. Esta luz que es, a la vez, luminosa y oscura.

¡Qué Misterio tan fascinante y extraordinario!

Una certeza nos invade: la Presencia.

Por eso Jesús invita a la calma y esta misma calma nos regalará – como unos de sus más sabrosos frutos – una percepción más lucida de esta misma Presencia.

 

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