sábado, 4 de noviembre de 2023

Mateo 23, 1-12


 


El capítulo 23 de Mateo recoge las duras críticas de Jesús a la manera hipócrita de vivir la religiosidad; nos hemos acostumbrado, erróneamente, a etiquetar de fariseísmo esta actitud y a poner a todos los fariseos en la misma bolsa, olvidando que Jesús también era fariseo y que muchos fariseos eran excelentes personas y auténticos religiosos.

El movimiento fariseo del primer siglo quiso democratizar el acceso a Dios y descentralizar el Templo de Jerusalén. Había muchos maestros que eran aclamados por el pueblo ya que no existía todavía la ordenación rabínica. La gente reconoce a Jesús como “rabí”, como atestigua el evangelio con frecuencia. San Pablo mismo era fariseo: “yo soy fariseo, hijo de fariseos” (Hec 23, 6)… y se puede decir todo de San Pablo, ¡menos que era hipócrita!

 

Al tiempo de Jesús era muy común y normal el debate entre rabinos y es muy probable que, durante estos debates, Jesús quiso llamar la atención sobre una manera hipócrita de vivir la religión y la relación con Dios.

Nuestro texto, que abre el capítulo, va justamente en este sentido y se centra particularmente en el tema de las apariencias y de los títulos. Si este texto es duro, lo que le sigue lo será aún más.

 

Como siempre el riesgo consiste en creer que estas palabras tan contundentes del maestro, iban dirigidas a la gente religiosa de su tiempo y que tienen poco que ver con nosotros hoy… en realidad es una advertencia perenne, que nos conviene tener bien presente.

El corazón humano es siempre el mismo, así como las inclinaciones del ego y sus sutiles trampas.

 

La advertencia del evangelio entonces nos cuestiona hoy y cuestiona especialmente a los que tienen algún tipo de autoridad. La autoridad “religiosa” es la más peligrosa, porque corre constantemente el peligro de manipular a Dios mismo, para defender sus supuestos privilegios, su poder y sus beneficios. El “ego religioso” se escuda en Dios y si un ego se cree amparado por el mismísimo Dios, no habrá forma de detectarlo y menos, de desterrarlo. A menudo confundimos un llamado del Espíritu para una misión o un servicio, con una elección que nos pone por encima de los demás.

 

Más allá de las buenas intenciones – en general no dudo de ellas – seguimos víctimas de las apariencias, de los títulos y de los roles, sea en campo religioso, como político y civil.

 

Al ego les encantan los títulos rimbombantes, las placas, los lugares reservados y especiales, los focos de la prensa y la notoriedad y toda clase de apariencia: todo esto refuerza la supuesta e ilusoria identidad, por la cual el ego lucha tanto y se defiende.

 

En la misma iglesia seguimos con vestimentas especiales, en muchos casos anacrónicas, y con títulos muy poco evangélicos.

 

¿Por qué no volver a la sobriedad evangélica?

¿Por qué no volver a la sencillez de los lirios y las aves (Lc 12, 24-27)?

¿Por qué no volver a una fraternidad real y radical?

 

 

Es fuerte y claro el texto de hoy: “En cuanto a ustedes, no se hagan llamar «maestro», porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen «padre», porque no tienen sino uno, el Padre celestial” (23, 8-9).

 

El Maestro es Uno, el Padre es Uno, el Doctor es Uno, la Vida es Una, el Espíritu es Uno. Todos somos hermanos.

 

Nadie es más que nadie: en lo teórico lo sabemos bien y lo afirmamos constantemente, en la práctica nos cuesta vivirlo.

 

¿Cómo crecer?

¿Cómo reconocer y desterrar las manipulaciones del ego?

 

 

Solo el descubrimiento de nuestra verdadera identidad y vivir desde esta profunda conexión nos libera de las trampas del ego y de la mente, de la búsqueda de reconocimiento, de la necesidad de destacar, de la obsesión de aparentar y de sentirse “más”.

 

Por eso Jesús insiste en el servicio. El servicio va desarmando de a poco el ego y nos ayuda a conectar con nuestra verdadera identidad.

El evangelio de Marcos hace del servicio el eje de la vida misma y de la misión de Jesús: “Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10, 45).

 

Quién se descubre amado, amor, amante, solo puede servir y todo lo demás – títulos, roles, beneficios – pasa a ser secundario o hasta a desaparecer.

Tenemos un buen y económico antídoto al entusiasmo del ego por destacar y aparentar: un cómodo paseo por un cementerio.

 

Los cementerios están llenos de gente con títulos: hay emperadores, reyes, papas, actores, premios nobel, empresarios, dictadores, luminares de la ciencia, deportistas de élite. El cementerio nos baja a tierra, nos recuerda que todo es pasajero. El cementerio nos recuerda que nuestra verdadera y eterna identidad es espiritual y se encuentra solo en el amor: “El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá” (1 Cor 13, 8).

 

Por eso todos los místicos nos invitan a amigarnos con la muerte. La muerte es maestra. La muerte pone al ego, a las apariencias y a los títulos, en su lugar.

Frente a la muerte, ¿qué nos queda? ¿Qué es lo que importa?

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