sábado, 3 de agosto de 2019

Lucas 12, 13-21



¿Qué es la riqueza?
¿Qué significa ser rico a los ojos de Dios? (Lc 12, 21).

Preguntas importantes que nos plantea el evangelio de hoy. Preguntas importantes cuando en nuestro mundo y nuestras sociedades sigue la enorme brecha entre ricos y pobres, entre los que acumulan y los que no llegan a fin de mes.

Por cierto todo arranca desde la petición anónima: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia” (12,13).
La respuesta de Jesús es clave: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?” (12, 14).
Jesús reenvía al anónimo personaje a sí mismo y tal vez Lucas dejó sin nombre a esta persona para que pudiéramos identificarnos con ella.
Un poco más adelante el Jesús de Lucas vuelve a la carga:
¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57).
El tema, para Lucas, es fundamental.
Jesús nos invita a ser responsables de nosotros mismos y a buscar en el corazón las respuestas que necesitamos o que la vida nos plantea.
En el fondo es el tema de la moral autónoma que ya hemos tratado en distintas ocasiones.
Jesús no vino a decirnos como comportarnos, sino a conducirnos a nuestra divina esencia. Vino a revelarnos lo que somos para que pudiéramos vivirnos desde ahí.
¡Qué revolución! ¡Cómo cambia nuestra fe y el cristianismo visto desde esta perspectiva!
Estamos acostumbrados a vivir a partir de leyes que nos imponen (en el mejor de los casos sugieren) desde afuera. La Iglesia tomó esta penosa e inhumana costumbre desde su relación con el Imperio y el derecho romano y desarrolló una lista interminable de leyes y reglas que la hizo caer en la misma falla que Jesús criticó a los fariseos: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello!” (Mt 23, 23-24).
Todo eso hizo perder frescura y vitalidad al evangelio y la iglesia se convirtió en muchos casos en una simple y pesada institución de orden moral perdiendo la creatividad y la libertad del Espíritu que la anima.
Vamos a recuperar el Espíritu perdido. Espíritu que vive en el corazón de cada ser humano, cada ser viviente y cada cosa existente.
Jesús nos invita a la interioridad, a ser autónomos y responsables. Jesús nos devuelve a nosotros mismos, a nuestra capacidad innata de amar, resurgir, perdonar, crear.
Jesús es Salvador y Salvación porque nos muestra el camino a nuestra verdadera y divina identidad. Jesús nos revela a nosotros mismos. No busquemos salvación en realidades y leyes externas.
Por eso cae por sí misma la acusación de “autosalvación” que la iglesia hace al budismo, al hinduismo, a la new age.
No hay autosalvación porque no existe el “auto” (el yo). No un Salvador afuera, porque no existe un “fuera”.
Simple y maravillosamente hay Salvación: Plenitud, Amor, Vida manifestándose y revelándose.
Podemos llamar a Jesús “Salvador” porque nos conduce adonde la Salvación siempre acontece y está aconteciendo: al interior, al corazón invisible de lo real, al Espíritu eterno, a la Presencia.
Podemos llamar a Jesús “Salvador” porque nos revela quienes somos desde siempre y para siempre: hijos eternos y amados del Padre.

La genialidad de San Pablo había visto bien: la ley simplemente sirve como pedagogo, como instrumento… hasta descubrir la ley interior del amor. Desde este momento toda ley es superflua y hasta puede convertirse en obstáculo.

Ahora estamos prontos para comprender que significa ser “ricos a los ojos de Dios”.
El rico insensato de la parábola confunde su identidad con sus posesiones, sus cosechas, sus bienes. En el fondo no sabe quien es. Vive desde la exterioridad.
Pero todo pasa. La sabiduría budista - ¿por qué no aprendemos de los budistas? – habla de impermanencia.
San Pablo dice: todo es pasajero (1 Cor 7, 31).
Por eso percibe así la vida cristiana:
No tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno” (2 Cor 4, 18).

El rico insensato se ve sorprendido por la muerte inesperada. La muerte en el fondo es siempre inesperada. Tendríamos que esperarla en paz para volvernos más sabios. El rico había puesto su identidad en algo transitorio y pasajero y la muerte le reveló su error.
Nuestra sociedad sigue en muchos casos el mismo camino. Nos invita a poner nuestra identidad en lo pasajero, lo frágil, lo superfluo.
La sociedad es fruto y revelación de lo personal e individual: ¿dónde he puesto mi identidad?
Ser rico a los ojos de Dios es justamente eso: poner bien nuestra identidad. Descubrirla y vivir en conexión con ella. Nada de lo que puede pasar y morir es lo que somos. Lo que somos es el Espíritu eterno e invisible a nuestros ojos físicos. Es el Espíritu eterno que todo sostiene, engendra, anima.
La riqueza, la única riqueza, corresponde a nuestro ser, a nuestra esencia, a lo que somos.
Dios – fundamento de la realidad – es Vida y Amor: ¿podrá existir otra riqueza?
Viviendo en conexión con esta única riqueza lograremos vivir con mucha más libertad y soltura la relación con las cosas, los bienes, las personas.
Riqueza y pobreza van más allá de la simple posesión de bienes y de dinero. Lo sabemos bien: hay pobres que son ricos y ricos que son pobres.
La pobreza evangélica es conexión con lo que somos: amor y vida. Por eso la pobreza evangeliza es, antes que nada, desapego y desprendimiento.
“Desapego” y “desprendimiento” que – ¡guarda caso! – tipifican la pobreza en las demás religiones y tradiciones espirituales de la humanidad.
¿No les dice nada todo eso?

Thomas Merton (1915-1968), monje trapense, nos comparte su experiencia: “la pobreza concebida en función de la soledad o la desnudez – desprendimiento, distanciamiento de todo lo superfluo en la vida anterior – . Renuncia a la actividad inútil de nuestras facultades naturales… “Si queremos hallar a Dios en la profundidad de nuestras almas, hemos de dejar fuera todo lo demás, incluso a nosotros mismos.

Todo esto no significa en absoluto una justificación de la escandalosa brecha entre ricos y pobres ni una justificación del inhumano capitalismo, de las injusticias y las opresiones. Significa dar los pasos correspondientes con responsabilidad y lucidez.
Significa que si no encuentro la riqueza en mí interior – y por ende vivo desprendido de las cosas y de mí mismo – la condena y la critica hacia fuera será estéril e inútil.
Significa que el primer paso a dar es descubrir y ayudar a descubrir la plenitud interior que nos habita.
Desde la plenitud descubierta: ¿necesitamos algo más?






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