sábado, 24 de agosto de 2019

Lucas 13, 22-30



En este “domingo XXI durante el año” se nos presenta uno de los textos más duros y exigentes del evangelio: entrar por la puerta estrecha.
Todo empieza por la pregunta de un persona anónima: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” (13, 23).
Es la misma pregunta del hombre rico que quería seguir a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10, 17).
Es la pregunta típica del “ego religioso”: el ego – la identificación con la mente – solo se preocupa de su seguridad y “su salvación”. El ego vive del miedo y de la sensación de separación. La creencia ilusoria de ser un “yo separado” activa el miedo, la necesidad de salvación y nos ciega frente a la Presencia Transparente del Amor.
Jesús en los dos casos no contesta directamente a la pregunta. Jesús va por otro camino: no le interesa el tema de la salvación en sí mismo, le interesa que las personas tengan una vida plena, que se sientan amadas, que descubran el amor de Dios en el aquí y en el ahora. Esta es Salvación, más allá de todos los conceptos y especulaciones que podamos hacer.

Traten de entrar por la puerta estrecha”, afirma Jesús.
¿Qué será esta puerta? En el evangelio de Juan, Jesús se identifica con esta puerta: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

Parece que la experiencia de plenitud, una vida realizada y dichosa, va de la mano con el atravesar una “puerta estrecha”.
Es la ley de la paradoja que nos envuelve y nos acompaña. Ley de la paradoja que descubrieron y vivieron todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad.
El evangelio la formula así: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24) y “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 39).
Afirma lucidamente Enrique Martínez Lozano: “La vida es una constante paradoja. Y cualquier persona que se aventura por el llamado «camino espiritual» es sorprendida por la presencia de la misma en cada paso de la marcha. Una paradoja es una contradicción aparente que, al ser asumida, se resuelve en una verdad mayor: perder y ganar, el rayo de tiniebla, la soledad sonora, la música callada, el vacío pleno, subir es bajar, morir es vivir. La paradoja, que aflora en cada palabra sabia, no es sino reflejo de la polaridad de lo real y de la naturaleza, también polar del ser humano. Y nos indica que la resolución adecuada no pasa por suprimir uno de los polos, sino por abrazar a ambos en una unidad mayor, en el nivel no-dual.
La “puerta estrecha” es asumir la paradoja de la existencia y aprender a abrazar la vida en su totalidad.
Asumir la paradoja y trabajarla es esencial para el desarrollo psiquico y espiritual: “Justamente las cosas que deseamos evitar, descuidar y abandonar resultan ser la «materia prima» de la que procede el verdadero crecimiento” (Andrew Harvey)

También indica la necesidad de disciplina. La tradición cristiana habla de ascesis. Hay un peligroso malentendido en cuanto a la vida espiritual y su crecimiento. Creemos que la vida espiritual crece por arte de magia, por pura gracia, sin necesidad de disciplina y práctica. Reducimos la vida espiritual a los sentimientos sin darnos cuentas que estos últimos no tienen consistencia ni solidez.
También en esta dimensión notamos la paradoja en acción: si es cierto que lo que somos está ya dado y ya lo tenemos no es menos cierto que el descubrimiento y el desarrollo de lo que somos necesita nuestro compromiso, cierta disciplina y cierta práctica. Nos disciplinamos y practicamos no para alcanzar algo que no tenemos, sino para vivir en plenitud lo que ya somos.
Los budistas lo tienen claro: la tarea diaria de la meditación es su práctica esencial y esta práctica es, al mismo tiempo, iluminación. El camino es la meta.
Los cristianos lo podemos comprender desde la vivencia del amor: cuando, en Cristo, nos descubrimos amor y amados no podemos hacer otra cosas que “amar”. Nuestro amor se convierte en nuestra más auténtica predicación y evangelización y todo lo demás se convierte en secundario y manifestación (celebración) del amor mismo. El camino es la meta.

La “puerta estrecha” indica también la presencia consciente. Aprender a estar presentes es un ejercicio diario. Crecer en conciencia es una verdadera “puerta estrecha”. A menudo somos victimas de la inconsciencia y de la identificación con el pensamiento; actuamos en piloto automático y vivimos simplemente reaccionando a los estímulos externos. Todo eso nos aleja de nuestra esencia, de nuestro auténtico ser. Salir de la identificación con la mente – el falso “yo” – es una práctica que requiere atención. Cada vez que nos sorprendamos en estado de inconsciencia podemos entrar por la “puerta estrecha”: estar presentes a nosotros mismos, ser más conscientes.

La puerta cerrada del dueño de casa (13, 25) es la puerta de la inconsciencia. Es la puerta de la Vida que se abre solo a los que están conscientes, abiertos, disponibles. Abrirse conscientemente a la Vida es entonces otra de las claves. No es suficiente una adhesión externa y superficial: “Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas” (13, 26). Para entrar en la plenitud de la Vida, aquí y ahora, no alcanza un conocimiento racional y un asentimiento intelectual: “¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen, y sin embargo, tiemblan” (San 2, 19).
La experiencia de la plenitud de Vida, del éxtasis de la Vida, es regalada a todo aquel que abre conscientemente las puertas del corazón. El éxtasis de la Vida se abre a todo ser humano que acepta y asume el regalo de la Vida en su totalidad.
No hay barreras de religión, de cultura, de raza para experimentar la maravilla de la Vida, la belleza infinita del Amor: “vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios” (13, 29).
La “puerta estrecha” de Jesús, la “puerta estrecha” que es Jesús (Jn 10, 9) en realidad es una puerta infinita, siempre abierta. Verla y entrar la convierte necesariamente en “estrecha”: es nuestro camino desde la plenitud y hacia la plenitud. Nuestro camino que ya es meta.










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