sábado, 1 de agosto de 2020

Mateo 14, 13-21




 Jesús se entera de la muerte de Juan el Bautista y se retira “a un lugar desierto para estar a solas”.

Jesús se regala tiempos de desiertos y de soledad.

Sabe que son esenciales.

A menudo las experiencias “fuertes” de la vida nos exigen estos tiempos. Los tiempos de soledad y silencio son fundamentales para poder ir en profundidad, para enfrentarse a los miedos, discernir los caminos, echar raíces.

No es sabio ni prudente esperar a estos “momentos fuertes” para tomarnos tiempos de silencio y de soledad: hay que practicar desde ya.

Aprendemos a estar a solas, estando solos.

Aprendemos a estar en silencio, estando en el silencio.

Aprendemos a amar el desierto, estando en él.

 

La soledad y el silencio constituyen la fuerza para el compromiso al servicio del que necesita.

Soledad y silencio son la clave de la comprensión, son el motor de la compasión.

Continua nuestro texto: la gente sigue a Jesús, lo “per-sigue”, no lo deja descansar. Quiere verlo, quiero escucharlo.

Muchas veces pasa esto con las personas iluminadas y disponibles: los perseguimos, sedientos de luz, hambrientos de la verdadera paz.

La muchedumbre busca al Maestro y sus palabras. La gente busca el silencio y la soledad de Jesús, fuente de sus palabras de vida.

 

El hambre de la gente no es solo hambre de pan: es hambre de escucha, hambre de sentido, hambre de una palabra auténtica.

Jesús puede responder al hambre humana porque respondió a la suya propia. Jesús se encontró a sí mismo, encontró su raíz divina y la raíz común y por eso puede actuar con sabiduría y desde una entrega amorosa.

Así lo entendió y lo explicó muy bien el teólogo Jürgen Moltmann: “Quien quiere colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, solo difunde su mismo vacío. ¿Por qué? Porque cada ser humano, a diferencia de lo que quisieran los individuos activos, obra para los demás más con su propio ser que con su hablar y actuar. Solamente quien se encontró a si mismo podrá también darse a si mismo.

 

El eje del actuar de Jesús es entonces la compasión.

Compasión que también es el eje de toda auténtica espiritualidad y camino religioso.

Todo camino espiritual que no conduzca a la compasión es un engaño y una mentira. Una actitud compasiva y amorosa es la verificación de la autenticidad del camino espiritual.

 

¿Qué es la compasión y de dónde surge?

La compasión no tiene nada que ver con la lástima, con un sentido de superioridad o con el activismo.

La compasión es el amor que se reconoce en el otro y surge desde la experiencia de la unidad.

 

-      ¿Cómo debemos amar a los otros?”, preguntó el discípulo.

-      No hay otros”, respondió el maestro.

 

Cuando logramos ver “al otro” como parte de nosotros mismos, extensión de nosotros mismos y expresión del mismo Amor, surge la compasión.

El Amor es la experiencia de la Unidad y de lo Uno: me reconozco en lo otro, en lo distinto.

Esta es la fuente de la compasión que es la clave de un mundo más justo, fraterno y solidario.

Una sociedad más justa y solidaria no se construye a partir del “hacer” o de una planificación política, por cuanto ambas puedan ser útiles y hasta necesarias.

Una sociedad más justa y solidaria se construye desde la comprensión espiritual del Amor Uno que nos engendra y sostiene a cada instante. Ese Amor Uno que también da valor y consistencia a lo distinto y a las diferencias.

Paradójicamente solo el reconocimiento de la radical Unidad que somos, permite valorar y respetar lo distinto.

 

Esta hermosa compasión tiene en el comer juntos una de sus más bellas expresiones.

Jesús hace sentar a la gente, bendice los panes y los peces y todos comparten el alimento.

Comer es mucho más que “introducir una determinada ración de calorías en el organismo”, afirma Xabier Basurko.

Comer es un acto humano, profundamente humano. Un acto que tenemos que recuperar en su hondura radical.

Comer nos recuerda nuestra indigencia y fragilidad.

Comer nos recuerda que todo es un regalo y fruto del trabajo, a la misma vez. Nos recuerda el valor de la tierra y la naturaleza.

Comer nos recuerda el valor del compartir, de la alegría, de la fiesta, de la comunión.

Comer, compartiendo la mesa en familia o con amigos, nos revela nuestra identidad más profunda y radical: seres en comunión y seres de comunión.

 

 

 

 

 

 

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