viernes, 24 de julio de 2020

Mateo 13, 44-52



 

Seguimos con el capitulo 13 de Mateo y con las parábolas. Hoy la liturgia nos regala tres parabolitas cortitas: la del tesoro, de la perla y de la red.

Las parábolas del tesoro y de la perla van el mismo sentido: nos invitan a descubrir lo más importante y valioso, aquello por lo cual vale la pena dejarlo todo.

Todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad utilizan el símbolo del tesoro para indicar el camino que conduce a nuestra esencia, a nuestra verdadera identidad.

Desde esta lectura contemplativa, el “Reino de Dios” no es algo exterior, sino que apunta a nuestra común identidad.

¿Si no descubrimos quienes somos, como actuar para construir el Reino “afuera”?

¿Si no nos conectamos con nuestra esencia, que sentido tiene todo nuestro “hacer”?

Resuena fuerte la provocación del Maestro: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” (Mc 8, 36).

 

El camino humano y el camino espiritual se centran en esto: descubrir quienes somos y vivirnos desde ahí.

Estamos en este mundo y estamos viviendo esta experiencia humana para eso. Todo se nos regala para descubrir esto y todo es un camino a eso.

Todo lo que vemos, olemos, tocamos, respiramos, sentimos, nuestras relaciones, nuestro trabajo… todo es una invitación a descubrir nuestra esencia, conectarnos a ella y disfrutar de ella.

¿No es hermoso ver la vida desde esta perspectiva?

 

El camino espiritual empieza cuando nos decidimos a esta esencial búsqueda y termina en la misma búsqueda.

El tesoro y la perla están cerca, demasiado cerca, y por eso no logramos verlos tan facilmente.

En todas las tradiciones espirituales existen multiples cuentos y relatos que sugieren esta paradoja: lo que buscas, te está buscando; lo que buscas, es lo que eres.

Por eso que la búsqueda se termina en la misma búsqueda, en el momento que caemos en la cuenta que ya somos lo que estamos buscando.

No hay nada que deba ser buscado, es el buscador lo que tiene que ser visto” (Nisargadatta).

 

Para ese camino es importante ser conscientes del anhelo: nos habita un anhelo de infinito, de Vida plena, de Amor eterno. 

Cuando callamos los sentidos y la agitación mental que siempre busca satisfacción “afuera” – con bienes, afectos, fama, apariencia, placeres – se vislumbra el anhelo. Desde el alma surge la nostalgia de una plenitud infinita y nos damos cuenta que no podemos conformarnos con “dosis” efimeras y pasajeras de felicidad y plenitud.

El anhelo nos empuja a la búsqueda y esa búsqueda nos llevará, antes o después, a nosotros mismos: ¡el tesoro somos nosotros!

El camino hacia la plenitud es el camino de regreso a Casa, a uno mismo, a nuestra propia esencia e interioridad.

Una vez hemos llegado a Casa, viviremos la aventura humana desde otra perspectiva: desde la calma, la paz, el entusiamo, la creatividad.

El Reino de Dios “exterior” – un mundo más justo, fraterno y solidario – se irá haciendo solo, como revelación y expresión de la Casa.

Porque, en el fondo, eso es lo único necesario para todo ser humano: volver a Casa. Estar en Casa.

No hay trabajo más importante que eso.

Como también nos recuerda el místico sufí Rumi:

 

Hay una cosa en la vida que nunca puedes olvidar hacer.

Si olvidas todas las demás y no esta,

no tendrás que preocuparte por nada.

Pero si haces todas las demás y no esta,

será como si no hubieras hecho nada en tu vida.

Es como si un rey te hubiera enviado a realizar una misión

– y cada misión es específica, particular de cada persona –

y tú realizas cientos de otras tareas, pero no la que te envió a hacer.

Tú dices: «Pero si hago cosas muy valiosas,

estudio jurisprudencia, medicina o política, o…».

Bien, pero considera por qué haces todas esas cosas.

Son ramas de ti mismo.

Y el trabajo real, el trabajo real,

es recordar la raíz más profunda de ti mismo.

 

 

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