sábado, 15 de agosto de 2020

Mateo 15, 21-28

 


 

El texto que la liturgia nos propone hoy es extraordinario y único.

¡Mateo nos muestra la conversión de Jesús!

La mujer cananea que clama por la sanación de la hija no pertenece al pueblo de Israel y por eso Jesús no quiere atenderla.

La creencia de Israel era que el Mesías y la salvación tenían que llegar en primer lugar al pueblo de Dios; Jesús como buen judío acepta esta creencia. Jesús, plenamente humano, tenía también ego y creencias. ¡Qué buena y alentadora noticia! Estamos en buena compañía…

 

El acontecimiento que Mateo nos relata hoy produce la conversión de Jesús.

El Maestro, como todos los sabios, se deja cuestionar por la vida y suelta esta creencia para abrirse a la novedad del Espíritu.

El encuentro entre Jesús y la mujer cananea es un icono de la transformación y de la posibilidad siempre abierta de dejar nuestras creencias.

Las creencias son formaciones mentales que todos tenemos y que, en general, se configuran desde la infancia o posiblemente desde el vientre materno, como atestiguan estudios científicos. Tienen que ver con la familia, la educación, la cultura, la sociedad, la religión.

Las creencias pueden ser útiles – y a veces necesarias –  por un tramo del camino, para ubicarnos en la vida y tomar decisiones. Pero, en el camino espiritual, llega siempre el momento en el cual se nos pide soltar algunas creencias y, si no las soltamos, nos estancamos en el camino.

Cuando no logramos soltar una creencia y nos aferramos a ella como si fuera la verdad, nos convertimos en fanáticos, con las consecuencias trágicas y de dolor que todos conocemos.

Las creencias son reflejos de nuestro estado situado y concreto: siempre estamos mirando desde una perspectiva. Como ocurre a nivel físico y corporal, ocurre a nivel mental y psíquico.

Cuando miramos un paisaje, por ejemplo, siempre lo estamos mirando desde un punto concreto: no tenemos la visión a 360 grados y nuestra visión es limitada y parcial. Para tener una visión completa hay que moverse y este moverse es justamente – siguiendo la metáfora – la capacidad de soltar las creencias.

 

Solo el espíritu no conoce perspectivas, aunque se manifiesta y revela en ellas y a través de ellas.

El problema radica en creer que “mi” perspectiva y “mi” acercamiento a la verdad es el único y el más ajustado.

Así como debemos de evitar el absolutismo dogmático (“mi” perspectiva es la única o la mejor), también debemos de evitar el relativismo extremo (no existen perspectivas o no existen perspectivas o creencias más humanizantes que otras).

Cuanto más una creencia es reflejo del amor y nos humaniza, más cerca está de la verdad inaferrable del Espíritu.

 

Mantener la paradoja es esencial y nos conecta a nuestra esencia y a la libertad del Espíritu.

Jesús, hombre humilde y sabio, se deja cuestionar por la mujer cananea y logra dejar atrás su creencia: la salvación es para todos, aquí y ahora.

 

El camino espiritual y de sabiduría consiste en aprender a vivir la paradoja existencial: somos espíritu viviendo una experiencia humana concreta y situada.

El Infinito viviéndose a través de lo finito y los limites.

Lo Eterno expresándose en el tiempo.

El Silencio revelándose en palabras.

El Ser siendo en cada cosa.

 

Cuando nos percibimos y nos vivimos desde nuestra esencia somos capaces de ubicarnos correctamente en lo que nos toca vivir y tendremos la capacidad – cuando sea necesario – de soltar o cambiar las creencias.

 

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