“Nuestra vida debería ser tan pura
como para no necesitar de ninguna ley escrita: la gracia del Espíritu Santo
debería sustituir los libros, y así como estos están escritos con tinta,
nuestros corazones deberían estar escritos con el Espíritu Santo.
Solo porque hemos perdido la
gracia, tenemos necesidad de utilizar normas escritas. Pero cuanto mejor sería
la otra manera, nos lo ha mostrado Dios mismo: en efecto, a sus discípulos
Jesús no dejó nada por escrito, sino que les prometió la gracia del Espíritu
Santo: “El – les dijo – les sugerirá todo!”, y ya antes, por
boca del profeta Jeremías, Dios había dicho: “Haré una nueva alianza, y la escribiré en sus corazones!”; y
también San Pablo, queriendo expresar esta misma verdad, decía haber recibido
la ley “no en tablas de piedra, sino en
tablas de carne, es decir, en su corazón”.
De modo que nuestra vida debería
ser tan pura que, sin necesidad de escritos, nuestros corazones estuviesen
siempre abiertos a la guía de Espíritu Santo. Como los apóstoles, que bajaron
del monte no llevando – como Moisés – tablas de piedra en sus manos, sino llevando
el Espíritu Santo en sus corazones: y porque se habían convertido, por su
gracia, en ley y libro vivo!”
Juan Crisostomo (347-407)
Juan de Antioquía es uno de los grandes
padres de la iglesia. “Crisostomo” –
significa “boca de oro” – es un apodo que le fue dado por la brillantez de sus
homilías y su capacidad oratoria. Fue patriarca de Costantinopla desde el 398.
También fue perseguido y exiliado.
Crisostomo nos regala hoy un texto
exquisito y de una profundidad insospechada: había visto bien, había comprendido
el núcleo del evangelio. Por una serie de motivos – históricos y teológicos
– el cristianismo y la iglesia se fueron
alejando de esta visión espiritual y mística. Las leyes, las reglas, las
doctrinas, los catecismos, los documentos y un sinfín de palabras se fueron
apoderando del cristianismo, reduciéndolo a religión, rito, culto y a un
moralismo deshumanizante.
Obviamente el Espíritu no se puede
embretar y a lo largo de los siglos hubo sabrosas y numerosas excepciones. Esta
es la verdadera historia de la iglesia: historia de santidad y espiritualidad.
La crisis del cristianismo y de la
iglesia es la crisis de esta manera estéril y superficial de vivir el
evangelio. Es la crisis de la forma
que ya no es fiel a la esencia. Es la
crisis de una huida hacia el exterior y lo superficial.
Está surgiendo una nueva espiritualidad
y una nueva mística: nueva en cuanto a la expresión, antigua porque es la misma
de Jesús y de Crisostomo.
“Hemos
perdido la gracia” anota nuestro autor. La perdimos porque salimos de Casa
– la parábola del Padre misericordioso es un maravilloso ícono – siguiendo los
deseos compulsivos de nuestro ego. Pero en realidad es una perdida ilusoria,
por cuanto dolorosa pueda ser y por cuantos efectos negativos pueda producir.
Como dice Maestro Eckhart: “Dios está en casa, somos nosotros que
salimos a dar un paseo”. Es la tremenda verdad de toda la mística.
Dios está siempre ahí. El Amor está siempre disponible. La Presencia está siempre
presente. El proceso evolutivo de la humanidad – y con ella del cristianismo –
recorrió el camino que va desde el corazón a la mente. En otras palabras: desde
la interioridad a la exterioridad (la mente es siempre “externa” a la
consciencia), desde el silencio a las palabras.
Es hora de recorrer el camino inverso,
con todo lo aprendido.
Es el momento de volver a Casa: de la
mente al corazón, de lo exterior a lo interior, de las palabras al silencio, de
la voluntad al amor, de las formas a la esencia, de lo visible a lo invisible.
El lenguaje queda corto. Como siempre.
El lenguaje – y con él todo lo que se puede expresar – es un simple indicador,
el dedo que apunta a la luna. Nunca la verdad. La verdad – por definición – es siempre
inaprensible.
Retoma prioridad absoluta la
experiencia: el amor vivido, tocado, palpado. Que fue – sobraría decirlo – lo
central de la vivencia cristiana: “Lo que existía desde el principio, lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la
Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
Eso hace falta, urgentemente.
Sobran palabras, leyes, documentos, dogmas y catecismos. Y – a menudo – falta
el amor: “hay que practicar esto, sin
descuidar aquello” (Mt 23, 23).
Falta “la vida pura” de Crisostomo: vida pura que poco tiene que ver con
una intachabilidad moral, por lo menos en primera istancia.
Es la vida pura de la verdad
de sí mismo, la vida pura que es aceptación humilde de sí mismo y por ende
aceptación del otro.
La vida pura de quien se
conoce a sí mismo y tuvo experiencia de lo divino.
La vida pura de quien se
atreve a dejar las seguridades que otorga la ley -¡a que precio! – para
adentrarse en los caminos muchas veces oscuros de la incertidumbre del amor.
La vida pura que da
prioridad absoluta a las más genuinas expresión del amor: la acogida sin
juicio, el abrazo fraterno, la mirada transparente, la palabra sincera.
Realidades imposibles para quien prioriza dogmas y doctrinas.
La vida pura es para
valientes. Es para gente libre. Hay que atreverse: dejar seguridades, comodidades
y confiar. Confianza y amor van de la mano, como miedo y esclavitud.
Es hora de regresar al
Espíritu, a la interiorad, a la esencia, al Ser.
Jesús lo había sugerido: “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en
que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque
esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 23).
“Palpada la esencia” y “vista
la luz” lo demás recobrará su justo sentido y valor: también las palabras, los
dogmas, los documentos y los catecismos.
Una vez estemos en Casa,
todo se transformará en manifestación, revelación y expresión del Amor.
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