Había dejado las dos tazas de
café arriba del lavarropa y se había sentado. Una de las tazas estaba todavía
humeante y esparcía por la casa el clásico aroma. Sentía cierta soledad. Hacía
mucho no experimentaba tan intenso este sentimiento muy típico de los seres
humanos. En su juventud había estado investigando sobre la soledad y, de cierta
manera, se habían hecho amigas. Había descubierto el lado hermoso de la
soledad.
- “Un lado siempre verde que huele a paz”
se repetía de vez en cuando.
Ahora era algo distinto. Más real
y verdadero: la soledad presentaba su lado gris. Hace poco había muerto su
amante. Amante, se entienda bien,
porque había sido el manantial de su experiencia del amor. Para la sociedad era
su esposo, para ella su amante. Laura siempre había sido algo rebelde y
absolutamente auténtica. Le encantaba devolver a las palabras su sentido
original, puro, sin la interpretaciones que un corazón torcido logra hacer.
Hace poco se había ido, como
fruta madura que se desprende sin dolor de la planta. Una vida durmiendo
juntos. La misma cama y la misma ventana por donde se vislumbraba no muy lejos
un enorme tilo.
La soledad había vuelto con
fuerza a presentarse. De madrugada se despertaba y a tientas buscaba la mano
del amante. Mano que no encontraba por supuesto.
De vez en cuando, cuando las
lagrimas no paraban, se levantaba y desde la ventana miraba al tilo. Le atraía
mucho el tilo y no sabía bien por qué. Era un tilo viejo y frondoso.
Se sentaban a menudo a su sombra
en las calurosas tardes de verano. No había sombra tan hermosa como la del
tilo. Una sombra que invitaba a abrir el corazón e ir a la raíz de las cosas. A
su sombra habían decidido los nombres de sus hijos, el cambio de trabajo de él
y hasta el color de la pintura para su casa. A su sombra habían conversado
sobre los temas que todos sabemos importantes y de los cuales muchos huyen: la
muerte, el dolor, Dios, el amor.
A su sombra también se habían
besado, obviamente.
Refrescaba mucho la sombra del
tilo y el aroma inconfundible de sus flores transmitía mucha paz.
Laura y el tilo se volvieron aún
más amigos. Casi amantes diría. Las charlas nocturnas se volvieron profundas y
llenas de vida. Se podría decir, sin miedo a equivocarse, que el enorme tilo
sentía la soledad de Laura. El cariñoso amparo de la sombra se convertía por
las noches en un manto oscuro y tierno a la vez. Laura se preguntaba si la
oscuridad de la noche no sería una extensión de la sombra.
- “De extensiones se vive” pensó. “¿No
será todo una extensión de Dios?” se preguntaba estremecida.
Hasta que volvió, aquella tarde
de verano, a sentarse a su sombra. Se puso un vestido lila que le gustaba
mucho. Se peinó detenidamente.
Fueron unas horas, unas simples
horas. Unas eternas horas. Estaba sola bajo el tilo. Los hijos y los nietos no
estaban. Fue ella, en realidad, que los había invitado a ir al campo a
disfrutar de la tarde.
- “Andan por ahí” se dijo sonriendo. No
dudó ni un instante de la respuesta del tilo a su picara sonrisa.
Estaba en paz. No había
desaparecido la soledad, se había transformado. Era una soledad habitada,
repleta, fecunda. Estaba el tilo, estaba su sombra.
Se acordó de repente de lo que le
decía su esposo:
- “Cada cual tiene que encontrar su sombra”. Nunca lo había entendido
cabalmente hasta ahora.
Se acomodó como pudo en la vieja
silla de madera. Respiró tranquila el delicado aroma de su nuevo amante.
Un relámpago de profundo silencio
sobrevino de repente. No lograba distinguir más entre ella, su viejo amante y
el nuevo, Dios, el tilo, la sombra. Todo parecía perfecto y en orden. Cada cosa
en su lugar.
Se preguntó dulcemente:
- “¿No será esta hermosa sombra un reflejo del
Amor que todo abraza?”
Miró hacia arriba. Los ojos
húmedos y agradecidos.
Cerró los ojos cansados y la
sombra del tilo la abrazó por ultima vez.
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