Empezamos hoy un nuevo año y la
iglesia nos invita a celebrar María bajo el hermoso titulo de “Madre de Dios”. Es muy consolador y
estimulante empezar algo bajo la mirada y la protección de una Madre. Nos
asegura el amparo y el sentirnos amados, cualquier cosa la vida nos presentará.
El titulo “Madre de Dios” nos conecta con el siglo V. Los primeros concilios
de la iglesia se centraron en la persona de Jesús y su identidad. Fue el
Concilio de Éfeso del 431 que definiendo al Maestro de Nazaret totalmente
humano y totalmente divino aplicó coherentemente las consecuencias a María,
definiéndola Madre de Dios.
Más allá de las definiciones
teológicas lo que nos interesa y puede aportar concretamente a nuestra vida es
el Misterio de la Unidad: el Principio que rige al universo es lo Uno.
Principio que según las distintas tradiciones se expresa de muchas maneras. Los
cristianos llamamos a este Principio “Dios”, “Amor”, “Vida” y los expresamos a
través de Jesús y María: ambos reflejan admirablemente este Misterio. En ambos
los cristianos no podemos ver lo humano sin ver lo divino. A menudo nos
quedamos ahí, solamente venerando y admirando. Falta un pasito, el pasito
esencial que la humanidad necesita urgentemente y que se está abriendo paso
lentamente pero inexorablemente. Es el paso de la vida justamente: venerando, admirando, viviendo. Dando
prioridad a lo último.
Jesús y María se viven. La
veneración y la admiración tienen que dejar paso a la vida.
Jesús y María expresan y revelan
lo que todos somos y lo que el Universo es. Hay que salir de la estéril y
limitada visión de sus respectivas individualidades. El estilo devocional que
marcó la iglesia con sus estatuas e imágenes por todos lados dificulta esta
salida: la imagen sugiere una individualidad separada que en su sentido más
hondo es totalmente ilusoria. Nos cuesta agrandar la visión porque nos cuesta
salir de nuestra individualidad.
En realidad lo que llamamos
“individuo” es manifestación original y única del Principio Único: el Amor que
sostiene y engendra el Universo justo en este instante.
Jesús y María apuntan a nuestra
identidad más honda, más allá de su manifestación temporal. Para nosotros
cristianos son el reflejo más bello y la manifestación más lograda del Amor
hecho carne e historia.
Los textos de la liturgia de hoy
reflejan este Misterio. Particular luz nos viene de la carta de San Pablo a los
Gálatas: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!,
es decir, ¡Padre!” (4, 6).
El Espíritu
que hizo de la carne de Jesús carne de Dios es el mismo y único Espíritu que
fecundó a María, el mismo y único Espíritu que da vida al Universo. “El aliento de todos los alientos” como
dicen los místicos.
Es el
Espíritu que une y expresa admirablemente y misteriosamente lo Uno y lo múltiple:
la Vida que solo existe con sus infinitas manifestaciones. El Espíritu que une
lo Uno y Único con su manifestación y la expresa.
Una vida
plena y feliz surge momento a momento de esta armonía terriblemente frágil y
divinamente indestructible entre la percepción de nuestra común identidad y su
manifestación original y concreta.
La
maternidad de María es símbolo de todo esto. Porque la maternidad es Misterio
divino más que humano, es certeza que el Amor ya venció, es puerto seguro donde
ampararse cuando la tristeza y el dolor parecen quebrar la divina armonía que
todo sostiene.
Una historia
real lo confirma:
“Philippa era una monja que cuidaba enfermos
terminales. Había un paciente al que atendía que había sido traído al hospital
bajo vigilancia desde la prisión local. Bill, de cuarenta y cuatro años,
cumplía una larga sentencia por robo a mano armada, y estaba muriéndose por
complicaciones del Sida y de la hepatitis C. No había querido que lo visitase
su madre, porque se sentía avergonzado de su vida. Pero Philippa pudo ver
debajo de esta vergüenza. Tras una conversación sincera con él, le convenció de
que se pusiera en contacto con su madre. Varios días más tarde la madre llegó,
débil, con más de ochenta años y una expresión de profundo dolor. Cuando la
madre de Bill entró en la habitación, se encontró a su hijo, con el que no
había hablado durante años, vestido con el atuendo de preso y esposado en la
cama. Philippa temió que aquella mujer de aspecto elegante y severo pudiera
mirar al hijo expresando su juicio y decepción. En vez de eso, simplemente se
quedó de pie absolutamente serena mientras los dos se observaban de arriba abajo.
En un momento las miradas se encontraron, y entonces las circunstancias y los
sufrimientos, los roles y los atuendos desaparecieron. Philippa explicaba que
la madre de Bill miró a su hijo como a un recién nacido, como un santo presenciando
un milagro, con el corazón de todas las madres. Bill y su madre se contemplaron
mutuamente apreciando la bondad original, el perdón, la eternidad. Estuvieron
sentados juntos durante una hora agarrándose las manos. No era necesario decir
mucho. Cuando la madre salió, Bill dijo que ahora podía morir en paz.”
La
maternidad es al abrazo que todo abarca, todo sostiene, todo ilumina.
Exactamente
como Dios. Exactamente como María. Exactamente como vos.
¡Feliz año
así!
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