sábado, 16 de mayo de 2020

Juan 14, 15-21




El Espíritu de la verdad permanece con nosotros y está en nosotros (14, 17): es la gran y buena noticia del evangelio.
Es la revelación más grande y el regalo más hermoso que Jesús nos hizo.
El Espíritu de la verdad permanece con nosotros y está en nosotros porque es nuestra identidad más profunda: ¡es lo que somos!
Nuestra identidad no tiene nada que ver con lo que llamamos “yo”: este pequeño e ilusorio “yo” es nuestra personalidad frágil, temporal, pasajera. Este “yo” es la manifestación en el mundo y en la historia de lo eterno: el Espíritu.
Espíritu es otro de los nombres del “Misterio sin nombre” que los cristianos llamamos “Dios” y que Jesús llamó “Padre”.
Todas palabras que apuntan a lo invisible e inefable: el Amor eterno que constituye nuestra verdadera y común identidad. Somos Amor manifestándose en nuestra persona concreta. La manifestación visible del Misterio no lo agota obviamente, sino que simple y maravillosamente lo revela desde un punto único y original: este punto es mi esencia, esencia que se manifiesta en el mundo – se vuelve visible – a través de mi persona. La persona y la personalidad son la visibilidad concreta e histórica de mi esencia invisible, el Espíritu.
Esta es la experiencia fundante de Jesús y de todos los sabios y maestros de la humanidad. Experiencia que Jesús expresa así: “el Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
El camino espiritual es el camino de la disolución de nuestro pequeño “yo” en este Misterio de Amor que nos constituye, que constituye a todo lo real, y que está más allá de lo real.
La disolución del “yo” que nos da tanto miedo es la disolución del ego, de la identificación con la mente, para caer en la cuenta que nuestra identidad real y profunda es Amor. Amor que se expresará, manifestará, revelará a través de nosotros, dependiendo de nuestra capacidad de apertura, confianza y desapego.
Nuestra esencia espiritual es Una cosa sola con este Misterio de Amor y por eso lo que somos no puede nacer y no puede morir. Es nuestra esencia eterna que se manifiesta en nuestra persona y en nuestro viaje humano.
Recordemos lo que dijo Teilhard de Chardin: “no somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano.
Por eso tal vez la metáfora del Espíritu es una de las menos inadecuada para expresar este Misterio maravilloso que nos desborda por completo.
Misterio que no comprendemos por exceso de luz, no por falta. Demasiada luz para nuestros ojos, demasiada luz para nuestra mente racional.
Por eso el silencio es maestro y guía. En el silencio la luz se nos hace más accesible, porque el silencio es humilde y no pretende atrapar a la luz. La mente en cambio es manipuladora y siempre pretende poseer el Misterio.
El versículo que cierra nuestro texto es de una belleza y profundidad inacabable: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (14, 21).
Jesús nos hace entrar en su conciencia y visión: circulo y plenitud del Amor.
Amor recibido y entregado. Amor que es la perfecta Unidad desde la cual todo continuamente está surgiendo y regresando.
Entrar en esta corriente de Amor es el llamado para cada ser humano, cada ser viviente, cada cosa.
Porque este Amor es lo que somos y es la esencia de cada cosa.
Solo el Amor es real, porque es desde el Amor que surge la Vida y porque el Amor todo lo engendra, lo constituye, lo sostiene en el ser.
Esta oración del místico sufí Rumi lo expresa maravillosamente:

¡Oh, Dios grande!,
mi alma con la tuya se ha mezclado,
como el agua con el vino.
¿Quién puede separar el vino del agua?
¿Quién, a ti y a mí, de nuestra unión?
Tú te has convertido en mi yo más grande:
ya no quiero volver a ser el pequeño yo.
Tú has aceptado mi esencia:
¿no debería yo aceptar la tuya?
Me has aceptado para la eternidad
de manera que yo no pueda negarte por la eternidad.
Ha penetrado en mí tu aroma de amor,
y ya no abandona mi médula.
Como una flauta permanezco entre tus labios
y como un laúd sobre tu regazo.
¡Sopla! Y yo emitiré suspiros.
¡Toca! Y yo vibraré en llantos.
Tú, aliento de mi corazón.



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