Desaparecer es un arte. Un arte como pintar, escribir poesía,
componer música. Pero tal vez es un arte más profundo y exigente aún. No basta
la genialidad que todos, en mayor o menor medida, tenemos escondida en un baúl
de acero de nuestra intimidad. No estoy hablando del desaparecer de magia y
magos obviamente: esto es arte barato en comparación.
Hablo del desaparecer del “yo”, de nuestra identificación con un
personaje, un rol o, en definitiva, algo superficial de nuestra persona que, en
definitiva, no es lo que somos.
Este “yo” que confundimos constantemente con nuestros
pensamientos.
Para que nuestro verdadero ser aparezca el “yo” tiene que
desaparecer. Para que el verdadero ser brille hay que correr las cortinas del
“yo”. Para que Dios sea en todo su esplendor el “yo” tiene que dejar de “ser”.
Lo intuyó Juan Bautista cuando dijo: “Es necesario que él crezca y que yo
disminuya” (Jn 3, 30) y lo afirmó cabalmente Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su
vida a causa de mí, la encontrará” (Mt 16, 25).
Hacer desaparecer el “yo” es un arte, sí.
Se aprende y se práctica, como todo arte. Aunque el don ya lo tenemos. Como la
genialidad, la creatividad: ahí, en el baúl de acero.
Desaparecer no significa “aniquilar”, ni
matar. En el fondo nuestro “yo”, por ilusorio y superficial que sea, juega su
rol y nos presta su servicio: aunque sea por aprender el arte de hacerlo
desaparecer. Y alcanzaría. El arte es bello por sí mismo, es útil en sí mismo.
No tiene finalidad, no quiere lograr nada, no entra en dinámicas comerciales. El
arte vive de otra utilidad: más profunda, más humana y humanizante.
Por ejemplo: se pinta por pintar. Se
escribe poesía por el simple placer de escribir. Nada más. Y nada menos tampoco.
Como el jugar de los niños: ¿Para qué juegan los niños? Por el simple disfrute
del jugar.
¿Le preguntaríamos a Beethoven o Mozart la
finalidad de sus secuencias deliciosas de notas?
¿O a Van Gogh la utilidad de su famoso
autorretrato o de los girasoles?
Claramente hay que vivir y por eso a veces
también – muy a pesar – hay que “vender” y “comprar” arte, aunque no es
casualidad que muchos artistas murieron en pobreza: su vida fue rica y útil de
otra manera.
Nuestro “yo” entonces puede desaparecer
pero queda ahí, recordándonos que somos tierra, polvo de estrellas, pero polvo.
Siempre tentados por la apariencia, lo superficial, lo fácil, lo puramente
placentero.
Para ser feliz en este caminar entre polvo
hay que aprender este arte. Y hay que vivirlo. Es un arte sutil, que requiere
paciencia.
Hay que pescar en nuestro baúl de acero
para que la luz estalle. Ahí reside nuestro ser auténtico, imperecedero,
divino. Entonces de a poco el “yo” desaparece. Paulatinamente, como
deslizándose con algo de vergüenza. Todo un arte.
Un arte que necesita silencio,
profundidad, intimidad, coraje. Un arte que va tiñendo todo de los colores del
Amor.
Hay que estar vivo y sumamente presente
desde la luz imperecedera. Atento y despierto, pero sin “yo”: es delicado,
ciertamente. Y frágil, muy frágil. Justamente un arte. Un golpe de pincel mal
dado puede arruinar una palabra. Como una “coma” mal puesta una poesía.
En el fondo hay que ser Vida, para estar
vivo. Hay que ser Luz, para iluminar. El arte de desaparecer es el arte de
estar presente a la Vida sin que nuestros pensamientos estropeen su belleza y
su fluir, sin que nuestros sentimientos y emociones nos arrebaten la paz.
Mi amigo Rumi lo había entendido
perfectamente cuando exclamó jubiloso: “¡Qué
alivio estar vacío. Dios puede vivir tu vida!”. Y otro amigo – San Pablo –
había dicho siglos antes: “No soy yo que
vivo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20).
Porque en esto justamente consiste este
arte: ser vacío, para que Dios sea.
Sin duda, en mi parecer, el arte más
hermoso.
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