domingo, 14 de agosto de 2016

Lucas 12, 49-53



Este domingo la liturgia nos presenta uno de estos textos del evangelio que pone en crisis a los comentaristas, biblistas, predicadores. Es un texto cuestionador y profundo: ¡Lucas nos dice que Jesús vino a traer fuego y división! Nuestras imágenes construidas de un Jesús toda dulzura se caen en pedazos.

Intentamos como siempre dar unas pistas de comprensión que sirvan para nuestra vida concreta. Unas pistas que iluminen el camino y nos hagan más humanos, plenos, felices.
El evangelio es siempre “Buena Noticia”, también en sus páginas más duras y exigentes: ¡no hay que olvidarlo!

La imagen del fuego es muy interesante. Sin duda el evangelista la utiliza como metáfora del Reino y sabemos que la pasión por el Reino fue el eje de la vida y del mensaje del Maestro de Nazaret.
¿Qué añade la imagen del fuego a la propuesta del Reino?
Todos tenemos experiencia más o menos directa: el fuego da calor, ilumina, purifica, consume.
Siempre es muy importante volver a la propia experiencia de las cosas: ahí se encuentra la verdad, una verdad viva y no conceptual.
El fuego es el Reino y Jesús anhela que este fuego arda: ¡qué hermoso vivir con pasión, integridad, radicalidad! El místico sufí Rumi lo dice con la luminosa metáfora de la flauta: “Este son de la flauta de caña es fuego, no es viento: quien no tenga este fuego, ¡que nada sea!

El evangelio nos invita a dejarnos incendiar por este fuego, que en el fondo es el fuego del amor. Recordamos la expresión del Deuteronomio: “Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso” (4, 24).

El fuego del amor tiene que tomar posesión de nuestro ser completamente: esto es vivir, esta es la vida. Muchas veces esta toma de posesión va quemando algo, algo que sobra, algo que no es. El amor purifica, lo sabemos. Para que descubramos y vivamos a partir de nuestro ser auténtico lo que no es auténtico tiene que morir. Toda experiencia de dolor en el fondo es algo que se quema para que el puro amor que somos resplandezca.

Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1, 6-7).
¡Dejémonos entonces atrapar por el fuego del evangelio, por el anhelo de Jesús!

“¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división

El evangelio y en general el Nuevo Testamento insisten sobre el don de la paz que Jesús nos regala: basta pensar en todos los relatos de apariciones del resucitado. La paz que somos es uno de los mensajes centrales del evangelio. Para San Pablo es el eje y el fruto de la muerte y resurrección de Jesucristo: “Cristo es nuestra paz: él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca. (Ef 2, 14-17).
En el texto de hoy Lucas aparentemente sugiere un mensaje opuesto.
La paz que Jesús vino a revelarnos y regalarnos es la paz del ser, es un estado de conciencia. Es la paz que tiene una íntima amistad con el fuego: el fuego separa, quema lo que no sirve.
Estamos acostumbrado en pensar a la paz como “ausencia de guerra”, “ausencia de conflictos”, “ausencia de peleas”. Estamos confundidos y esclavos de la dualidad, los opuestos, la separación.
La paz que Jesús trae y revela es la paz sin opuestos. Es la paz integral, la paz que somos. La paz desde donde vivimos los conflictos normales de la vida y desde donde los conflictos residen y operan. Esa paz que somos a veces se transforma para quemar la dualidad: desde ahí la experiencia de la división. Experiencia psicológica que no puede quebrar la Unidad de lo real. Como el fuego que quema todo pero no puede quemarse a sí mismo.
Vivir desde la paz que somos en el fondo es vivir desde esa Unidad que también somos.

Es la experiencia del monje budista Claude AnShin Thomas:
La mayoría de la gente, cuando se inicia en la práctica de la plena conciencia, comete el error de hacerse una imagen falsa de esta práctica. Creen que ser conscientes significa no sentir miedo, permanecer constantemente en calma y en paz. Para mí, vivir en plena conciencia significa que puedo vivir en paz en la no paz, que puedo aceptar la realidad de la no calma. Si puedo mirar profundamente en mi propia naturaleza y tocar mi sufrimiento, puedo aprender a vivir con mi miedo, mis dudas, mi inseguridad, mi confusión, mi ira. Mi tarea es permanecer en estos lugares como agua en calma.


Que arte maravilloso: vivir los conflictos desde la Paz, la división desde la Unidad, lo temporal desde lo Eterno. Ser el fuego mismo.

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