“El que permanece en él, no peca,
y el que peca no lo ha visto ni lo ha
conocido.” (1 Jn 3, 6)
En estos días la liturgia de la Misa
diaria nos hace leer la hermosa “Primera carta de San Juan”.
El autor de esta carta pertenece a la
escuela del cuarto evangelista y por eso el estilo es parecido. En particular
me llama la atención el uso del verbo “permanecer”, típico del evangelista y
del autor de nuestra carta.
“Permanecer”:
maravilloso verbo, un programa de vida. Podríamos sin duda enfocar el camino
espiritual en este único verbo.
Estos días quedó resonando en mi corazón
este versículo: “El que permanece en él,
no peca, y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Jn 3, 6).
Permanecer y pecar son incompatibles.
Permanecer indica una gratuidad de fondo
y una no-acción. Es como un flotar en el agua: cuanto más quietos más flotamos.
Así es el Amor, así es Dios.
Permanecer subraya sustancialmente el
ambiente vital en el cual ya estamos: vivimos en Dios, vivimos en el Amor.
Recordamos las palabras de Pablo en su discurso en Atenas: “en él vivimos, nos movemos y existimos”
(Hch 17, 28).
El verbo permanecer entonces – antes que
nada – nos invita a caer en la cuenta de nuestra identidad, de nuestro origen,
de nuestra esencia.
Desde ahí la acción y el actuar surgirán
espontáneos y fluirán serenos. Respirando el Amor – que es y que somos – solo podremos amar, también a través de
nuestros limites y equivocaciones.
¿Y
el pecado?
“Permanecer” nos revela también un
concepto más auténtico y evangélico del pecado y del pecar. Concepto que se
aleja sensiblemente de los moralismos y la culpa que marcaron a fuego la
historia del cristianismo y de la iglesia.
En este sentido “pecar” equivale a
“inconsciencia”: quién no sabe que vive en el Amor, lo buscará desesperadamente
y en esta búsqueda se experimentará separado del mismo Amor. Esta separación
ilusoria llevará a actuar con cierto egoísmo y angustia y por eso
experimentaremos el “pecado” como fallas morales.
Por eso Juan asocia el pecado al “ver” y
al “conocer”: aquel que “peca” – que vive en la ilusión de la separación – no
ha visto ni conocido. Ver y conocer se refieren justamente a la experiencia
radical del palpar a Dios en el asombroso misterio del Silencioso Ser.
Permanecer es “ver” y “conocer”.
El que permanece, no peca. En el
instante que soltamos los miedos y nos abandonamos en el abismo sin fondo del
Amor – que también es nuestra auténtica identidad – caen por sí mismos pecado y
culpa.
Solo queda el Amor. Solo queda el amor
que somos: ciertamente frágil, sin duda con existenciales equivocaciones.
Pero, ¿quién dijo que el Amor no se
equivoca?
¿Quién dijo que la perfección del amor
excluye los limites?
¿No será que nuestra experiencia de Dios
y nuestro conocimiento de nosotros mismos y de la realidad está todavía muy
condicionado y limitado?
¿No será que lo que llamamos “imperfección”
a los ojos de Dios es “sublime perfección”?
¿Por qué no dejarnos sorprender por el
Amor?
El místico sufí Rumi había permanecido,
visto, conocido.
Por eso – y así termino – nos puede
decir con autoridad: “Cierra los ojos, enamórate,
quédate ahí”.
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