Arde el mundo en
la búsqueda de la verdadera paz y de la alegría. Gente corriendo por la rutas
de la vida, persiguiendo frágiles sueños. Todo se mueve y no se sabe por qué y
hacia donde. La frustración y el cansancio nos ganan.
Pero hay otros y
consoladores signos.
Hay signos,
poderosos signos, de luz y novedad. Signos que revelan nuestra Casa de origen.
La Casa del Silencio y del Amor. La Casa del Ser.
En nuestro
contradictorio y herido mundo se entrelazan y acompañan los signos y los
anhelos.
El sin sentido,
la desesperación, la pobreza, la violencia, el egoísmo, el consumismo van de la
mano – conviviendo (a veces pacíficamente y otras en conflicto) – con la
solidaridad, la ecología, la defensa de los pobres, el progreso de la ciencia,
las esperanzas y los sueños de un mundo unido y fraterno.
¿Adonde va nuestro mundo? ¿Cuál futuro espera a nuestros
descendientes?
¿Podemos aportar algo que marque un hito?
Sin duda la
humanidad evoluciona. Evoluciona desde muchos campos y la historia – nuestra humana
historia teñida de sangre – está ahí, evidenciándolo.
Crecimos en la
comprensión del valor del ser humano y de la vida en general. Crecimos en la
tolerancia y en el respeto al diferente de cualquier clase. Los avances de la
ciencia y la medicina son extraordinarios.
Crecimos en la
conciencia de nuestra raíz espiritual y divina.
Todavía falta,
lo sé. Siguen presente en nuestro mundo tanto egoísmo y tanto dolor inútil y
evitable. Pero el salto de conciencia en realidad está siempre ahí, al alcance
de la mano, porque la conciencia no conoce de tiempo y espacio.
Los grandes
espíritus siempre lo supieron: Francisco de Asís había visto – hace 800 años –
que la hermandad define el Universo.
Gandhi había
visto y vivido que la clave de la convivencia era el respeto y la no violencia.
Y muchos antes, Buda, Confucio, Lao Tse, Jesús, habían experimentado y compartido
con sus contemporáneos que la salida del sufrimiento y la vivencia de la
plenitud radicaba (y radica) en el amor.
Muchos,
muchísimos, estamos de acuerdo con estos descubrimientos e invitaciones de
estos grandes espíritus. Tal vez la mayoría de la raza humana, con sus
distintas culturas, aprueba y comparte esta visión.
¿Por qué entonces nos cuesta tanto vivirlas, practicarlas,
compartirlas?
El desafío se
vislumbra en el mismo proceso evolutivo de la humanidad. El amor que nuestros
pensamientos y sentimientos aprueban y anhelan, es todavía vivido como algo
exterior. No caemos en la cuenta que el amor es, en definitiva, lo que somos.
Es un problema
antropológico/espiritual, un problema de identidad.
Perdidos en el
pensamiento y zarandeados continuamente por sentimientos y emociones andamos
angustiados por el mundo anhelando migas del mismísimo Amor que nos define, nos
sostiene, nos crea, nos alimenta.
Nuestro mundo
necesita identidad. Necesita descubrirse. La humanidad necesita descubrirse. Apenas
hemos entrado en una veta cuya profundidad desconocemos.
Todas las demás
“identidades” por cuanto psicológicamente y socialmente sean importantes, son
secundarias y relativas: varón, mujer, rico, pobre, europeo, americano o
asiático, campesino o doctor, creyente o ateo, de tal o cual apellido.
“Identidades”
relativas a nuestra experiencia humana y terrestre, pero “identidades” que se
diluirán para dejar lugar a la sola, única y auténtica identidad: el Amor.
El desafío, el
único desafío verdaderamente importante es entonces el desafío que nos conduce
a descubrirnos amor, amados, amantes.
Hay un camino
privilegiado. Un camino directo, una autopista. Un camino que muchas personas
“logradas” recorrieron y señalaron.
Es el camino del
silencio.
¿Por qué tan esencial y tan directo este camino?
En la
experiencia cristiana – por citar una sin desmerecer a las demás que tanto
tienen para enseñarnos en este camino – tenemos la gran tradición de los
monasterios.
Los monasterios
eran y son, lugares de identidad. Lugares de búsqueda de nuestra verdadera
identidad. Por eso son lugares rodeados y empapados de silencio.
Monjes y laicos
iban a los grandes monasterios – cartujas, benedictinos, carmelitas,
cistercienses, por citar unos pocos – para palpar lo eterno. No se conformaban
con lo transitorio y lo pasajero. Transitorio y pasajero que tanto nos atrapa y
distrae en nuestro tiempo.
Buscaban (y
buscan) el Ser que no pasa. Buscaban (y buscan) lo Invisible que se manifestaba
en las maravillas visibles.
El Ser eterno
que se manifiesta en el tiempo y lo Invisible que late en lo visible, lo
permite y lo sostiene tienen una misma característica: se palpan en el
silencio.
Por una simple y
exquisita razón: pensamiento, sentimientos y emociones son transitorios y
pasajeros. Solo el silencio es eterno. El silencio es el espacio donde todo
aparece y toma forma. El pensar surge del silencio y vuelve a él. Así los
sentimientos.
Entonces
ponernos de lado del silencio es optar por la sabiduría. Es optar por lo eterno
y por ser verdaderamente libres. Solo el silencio es el espacio de pura
libertad. Esta libertad tan aclamada
y proclamada en nuestras culturas y desde las clases políticas, pero no
encontrada. Porque es una seudo-libertad, una libertad siempre dependiente y
condicionada por el frágil pensar y las heridas emocionales.
Solo desde el
silencio aprendemos la única libertad. Desde él aprendemos a manejar y
disfrutar del pensar y del sentir. En otras palabras de la vida.
Porque hay una Vida y una vida. La Vida silenciosa es la que permite y crea esta nuestra vida
terrenal, empastada del pensar y del sentir. Qué pueden ser – y lo son si dudas
– enormemente hermosos y disfrutables. Como también sumamente dolorosos.
Hay que volver a
los monasterios. Con un cambio por cierto.
Un cambio
dictado por la evolución de la humanidad.
Volver y
construir el monasterio interior. Hacer del corazón humano un monasterio, un
lugar – el lugar – donde el silencio susurra y revela lo que somos.
Se terminarán
los templos exteriores o pasarán a ser secundarios. Descubriremos otro templo,
otro imponente monasterio en nuestro frágil corazón. Un monasterio que siempre
estuvo presente en realidad. El maestro de Nazaret lo había vislumbrado cuando
dijo:
“Pero la hora se acerca, y ya
ha llegado,
en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad,
porque esos son los adoradores
que quiere el Padre.
Dios es espíritu,
y los que lo adoran
deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).
Podemos acelerar
este cambio de época. Podemos crear comunidades espirituales – monasterios sin
paredes – que viven desde el silencio y desde el monasterio interior de cada
cual.
Monasterio
interior que algunos llamaron “Santuario interior”, otros “alma”, otros
“intimidad más íntima”, otros “sala del rey del castillo interior”.
Poco importa el
nombre. Utiliza el que más te inspire y guste, el que más se ajuste a tu
historia y perfil psicológico.
Hermosa es la
metáfora del “Debir”. El “Debir” era el lugar más sagrado de Templo de
Jerusalén, donde se guardaba el Arca de la Alianza y donde el Sumo Sacerdote
entraba una sola vez al año. Es el Sanctasanctorum
(Santo de los santos). El término hebreo “Debir” significa “lo que está detrás” y por eso algo oculto,
escondido. También viene de la misma raíz de “palabra” (“dabar”). El Debir entonces es el lugar más íntimo,
donde todo es silencio y donde se escucha la verdadera palabra. Es nuestro
lugar más sagrado, nuestro Monasterio interior.
El futuro de la
humanidad pasa por el monasterio interior, pasa por la experiencia de silencio.
No tengo duda.
Porque solo
enraizados en el silencio podremos descubrir y vivirnos desde lo que somos: el
Amor. Porque solo el silencio permite y engendra la vida.
Cuando nos
instalamos en el Silencio de nuestro monasterio interior, el Amor aparece.
Misterio inagotable que se esfuma a la mínima tentativa de ser atrapado y
retenido. Sumamente libre el Misterio nos hace libres, a la única condición de
no intentar poseerlo.
No podemos
manipular el Misterio, como no podemos decir
el Silencio. Solo los podemos ser. Siendo, desde el Silencio interior, el Amor
te transforma y transforma la realidad.
Podemos hacer
algo. Debemos: por el bien de nuestro mundo maravilloso y de los que vendrán.
Podemos hacer algo: haciendo del silencio nuestra Casa y anunciando el silencio
por doquier.
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