Celebramos hoy la fiesta del bautismo de
Jesús, fiesta con la cual cerramos litúrgicamente el tiempo de Navidad y
abrimos el tiempo ordinario, tiempo de cotidianidad, donde vivir el Misterio de
Cristo.
El relato de Marcos es cortito, sintético,
escueto. Marcos no da muchas vueltas y va a lo esencial.
Podemos vislumbrar lo esencial de este
texto en la frase: “Tú eres mi Hijo muy
querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”.
Sin duda el bautismo de Jesús tiene una
raíz histórica y podemos suponer que fue un momento determinante en la
experiencia del Maestro de Nazaret en cuanto a la comprensión de su identidad y
de su misión.
La podemos comparar con algunas de
nuestras experiencias que marcan y flechan la existencia: un encuentro nítido y
profundo con la divinidad, un enamoramiento, la maternidad/paternidad, un dolor
que nos sacude.
Profundicemos entonces en la frase: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo
puesta toda mi predilección”.
Esta frase supone y presenta a un Dios
como a un “Tu”. Jesús, hombre verdadero, experimenta a la divinidad a través de
las categorías relacionales y culturales de su tiempo.
Las religiones teístas (judaísmo,
cristianismo, islamismo) se refieren a Dios en términos relacionales: Dios es
persona y se relaciona con el mundo.
Sin duda un aspecto importante, pero hay
que estar atentos a no absolutizarlo.
Por dos motivos: en primer lugar el
peligro siempre presente del antropomorfismo.
Palabra un poco difícil que significa que aplicamos a Dios nuestras categorías
humanas. Lo hacemos constantemente sin darnos cuenta: cuando hablamos de Dios
“Padre”, “amigo”, “esposo”, “compañero de camino”…. estamos aplicando a Dios
algo de nuestra experiencia humana. No es que no sea lícito y hasta importante,
pero es necesario ser conscientes de sus limitaciones. Dios es el Misterio
inabarcable e indecible que no entra en ninguna categoría e imagen.
El Misterio abarca, contiene y supera
toda forma humana de comprenderlo y expresarlo. Por eso solo el silencio –
paradójicamente – respeta y expresa el Misterio.
El otro peligro – relacionado con el
primero – consiste en absolutizar el concepto de “persona”. El cristianismo
elaboró, a partir de la cultura griega, toda una filosofía y teología personal que marcó su camino.
Aplicar a Dios el concepto humano de
“persona” es insuficiente y deficiente.
“Persona” es una categoría mental
heredada de la cultura griega y se refiere a una estructura psicofísica: no
podemos aplicar sin más esta categoría a la divinidad.
Dios es el Misterio personal, impersonal
y suprapersonal en el cual vivimos también lo personal. Dios se experimenta y
se manifiesta como persona en el ser humano.
Es fundamental comprender todo eso para
que nuestra experiencia de Dios se profundice y ensanche y podamos dialogar con
culturas y espiritualidades que no se refieren a Dios en términos personales
(budismo e hinduismo por ejemplo).
Sin duda en nuestro caminar necesitamos
también referirnos al Misterio en términos relacionales: un “Tú” divino que nos
escucha y camina a nuestro lado. Pero Dios es más que esto: es el Misterio sin
nombre que todo lo sostiene y abarca.
Es, como dicen los místicos sufíes, “el
Aliento de todos los alientos”: ¿hay “definición” más hermosa?
Hay una maravillosa oración jasídica
(rama mística del judaísmo) que refleja bien lo que venimos diciendo:
“Adonde yo vaya, tú,
solo tú, todavía tú, siempre tú.
Si me va bien, tú,
si estoy sumido en el dolor, tú,
cielo tú, tierra tú, arriba tú, abajo
tú.
Adondequiera me vuelva, tú
adondequiera mire, tú,
solo tú, todavía tú, siempre tú.”
El “Tú” de esta oración – una mirada
atenta se da cuenta – es mucho más que un “Tú”.
Solo la poesía que surge del silencio
puede susurrar humildemente unas pocas palabras:
“Amor que me respiras,
te encuentro por doquier
Vida de mi vida,
silencioso amanecer.”
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