domingo, 28 de enero de 2018

Marcos 1, 21-28




El texto que la liturgia nos propone para este domingo nos muestra los comienzos de la actividad pública de Jesús.
La primera cosa que Marcos nos transmite es el asombro de la gente: Jesús enseña con autoridad.
En la sinagoga la enseñanza del Maestro es tan distinta a las de los demás “maestros” que llama la atención de los oyentes.
El tema de la autoridad está siempre arriba del tapete en nuestra experiencia humana: a nivel político, social, religioso.
En general por experiencias negativas: no sabemos hacer uso de la autoridad y los abusos están al orden del día: corrupción, enriquecimiento ilícito, opresión, poder, dinero.
Jesús en cambio hace buen uso de la autoridad y la gente se lo reconoce.
La autoridad – como todo en el fondo – no es ni buena ni mala. A menudo es necesaria y su valor depende de cómo la vivimos y la usamos.
Jesús enseña con autoridad porque sabe lo que dice: tuvo experiencia. Su experiencia de Dios lo lleva a compartir, a decir lo que ha visto y tocado.
Es el nivel esencial de toda autoridad que quiere servir a los demás: partir de la experiencia. Y una experiencia que exige ser renovada y profundizada constantemente.
Es un criterio básico y de sentido común, que muchas veces falta en la “autoridades” políticas y civiles: se nombran a ministros que no saben nada o muy poco de su cartera, por poner un simple ejemplo. En la iglesia ocurre a menudo lo mismo.

Otro interesante aspecto de la autoridad nos viene de su etimología latina. El término autoridad viene del verbo latino “augere”: hacer aumentar, hacer crecer.
Una autoridad que no hace crecer a los demás, pierde su sentido y su función de ser. La autoridad está siempre en función del crecimiento y desarrollo de los demás. Cuando eso no se da, la desobediencia es lícita y necesaria.

El otro aspecto del evangelio es el exorcismo de Jesús. Interesante notar que Marcos habla de un espíritu impuro el cual se dirige a Jesús en plural: “¿Qué quieres de nosotros?
Más allá de las superficiales – y a menudo inútiles – especulaciones sobre demonios y espíritus varios, podemos vislumbrar lo esencial en la dimensión dividida del ser humano que Jesús reconcilia y unifica.
Los espíritus impuros simbolizan toda esta dimensión fragmentada de la psique humana en su conjunto: pensamientos, sentimientos, emociones.

¿Quién no experimentó y experimenta todo eso?

La experiencia de Pablo se cristalizó como Palabra de Dios: “Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado. Y ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, con eso reconozco que la Ley es buena. Pero entonces, no soy yo quien hace eso, sino el pecado que reside en mí, porque sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí. De esa manera, vengo a descubrir esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el mal” (Rom 7, 14-21).

El camino espiritual en sentido estricto consiste únicamente en eso: volver a la unidad. Volver a lo Uno. Volver a Casa.
Para los cristianos Jesús es el Maestro del regreso a Casa, a lo Uno.
La reconciliación y unificación psíquica y espiritual es signo y símbolo de la unificación cósmica. El ser humano es un microcosmos: lo que me ocurre, ocurre al cosmos y lo que ocurre al cosmos me ocurre.
El ingles Francis Thompson lo expresó poéticamente: “No puedes zarandear una flor sin perturbar una estrella.”
Por eso el aporte más hermoso e importante que podemos ofrecer al mundo es nuestra propia reconciliación y unificación.
El ser humano unificado y armónico en todas sus dimensiones descubrirá la unidad latente en el cosmos y dará su aporte necesario para que esta unidad latente se manifieste y exprese.
¡Qué maravillosa vocación!

Volviendo a Casa, todo vuelve. Y si todo vuelve, yo vuelvo.
Un mismo camino, dos dimensiones. En la historia, según las tradiciones espirituales y los tiempos, se acentuaron de manera distintas. También está la dimensión del llamado personal/individual.

Personalmente estoy convencido que la necesaria “conversión mística” de nuestro tiempo invita a priorizar la dimensión personal de la unificación. Todo crece de adentro hacia fuera, del interior hacia el exterior: es ley universal.

Esa es mi opción. La opción del silencio. Un silencio fecundo que me va unificando y desde el cual siempre me siento en Casa.

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