Celebramos hoy la fiesta del bautismo de Jesús y con esta fiesta se concluye le tiempo de Navidad.
Con el relato del bautismo el evangelista Lucas quiere mostrar a su comunidad y a sus lectores la primacía de Jesús sobre Juan Bautista: es Jesús el enviado, el Ungido por Dios.
Especialmente queda patente con la voz del cielo del último versículo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (3, 22).
¿Qué mensaje nos regala este texto?
El bautismo de Jesús es una revelación y una toma de consciencia: Jesús toma consciencia de su identidad y de su misión. Sin duda lo que Lucas expresa a través de la “voz del cielo” fue una experiencia de iluminación del maestro de Nazaret, una radical y profunda experiencia interior.
Lo que vale para Jesús vale también para nosotros.
Es esencial recuperar el rito del bautismo, su significado y su celebración.
Por varios y distintos motivos el sacramento del bautismo – el cual está a la raíz de toda la vida y la misión del cristiano – se transformó en muchos casos en un simple y exterior rito. Muchos bautizan a sus hijos por tradición, por costumbre, por miedo, “por las dudas…”.
Estamos llamados a vivir el bautismo como Jesús, en Jesús, desde Jesús: una experiencia reveladora de nuestra común identidad.
El bautismo “no nos hace hijos de Dios”: el bautismo revela que ya lo somos. El bautismo es revelación de lo que siempre estuvo y estará, de lo que siempre somos y seremos. Desde siempre la mística cristiana lo repite. Lo hemos olvidado y es tiempo de recordar.
¿Puede existir algo que no sea “hijo de Dios”?
Si algo es, si algo existe es porque Dios lo quiso, lo quiere y lo mantiene en el ser.
Todo, en su esencia, es “hijo de Dios”: es decir tiene en Él su razón de ser, su raíz, su fundamento, su procedencia.
¿No es maravilloso?
Por eso que, tal vez, las palabras clave de nuestro texto sean las de Juan: “él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (3, 16).
“Espíritu Santo” y “fuego” revelan nuestra identidad divina y eterna: somos espíritu, somos fuego.
Como afirmaba brillantemente Teilhard de Chardin: “no somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano.”
El problema – si es que lo hay – es que lo hemos olvidado.
Estamos tan encandilados por la materia que hemos relegado al Espíritu. Estamos tan fascinados con el falso brillo de lo superficial que hemos olvidado la verdadera luz. Estamos tan obsesionados con la búsqueda de la felicidad y del amor que hemos olvidado que nos habitan y nos configuran, momento a momento.
Nuestra esencia es espiritual y es fuego, porque nuestra esencia procede y es Una con lo divino.
Jesús tomó consciencia de esta verdad y nos invita a entrar en su misma consciencia. Por eso pudo decir: “Vine a traer fuego sobre la tierra” (Lc 12, 49). Para los cristianos Jesús es el maestro de la iluminación y del despertar.
El fuego arde, el fuego purifica.
Este fuego nos habita y nos alimenta.
Este fuego es la pasión del amor y de nuestra misión.
El fuego vive en tu propia alma y eres ese mismo fuego.
Déjate quemar, déjate fundir, déjate arrastrar.
Déjate llevar al cielo por el carro y los caballos de fuego, como el profeta Elías (2 Re 2, 11).
El fuego reposa en tu propia alma y te recuerda tu luz y tu misión.
Incendia tu existencia: es un soplo que pasa y ya no vuelve.
No desperdicie el tiempo sin ser fuego, sin dejar que el fuego arda, ilumine, transforme todo en oro.
Vive desde tu propia esencia ígnea.
Tu alma es de fuego, decía Hildegarda.
¡Qué tu alma queme, arda, revele al Dios de Jesús!
Cerramos rindiendo honor al fuego de Rumi:
“Enciendes el fuego del amor
en la tierra y en el cielo
en el corazón y el alma
de todos los seres.”
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