sábado, 1 de enero de 2022

Juan 1, 1-18

 


En este hermoso tiempo de Navidad escuchamos varias veces este texto: es el conocido “prólogo de San Juan”.

Juan no relata los acontecimientos del nacimiento de Jesús, sino que comienza su evangelio desde arriba, desde una visión teológica y cósmica.

Es muy probable que este prólogo hunda sus raíces en un antiguo y preexistente himno: Juan lo retoma y lo cristianiza, expresando la fe de su comunidad.

El prologo es de una profundidad y belleza admirable e infinita.

Nos centraremos solo en algunos aspectos.

El prologo arranca como el primer libro de la Biblia, el Génesis: “Al principio”.

Queda evidente la conexión con la creación.

No podemos comprender cabalmente el evento Cristo y la fe cristiana sin una visión global e integral. No se comprenden al evangelio y a Jesús si los desconectamos o aislamos de la fe judía y del misterio de la creación.

Este “principio” nos inserta en el proyecto amoroso de Dios, en la eternidad y en la plenitud. Todo se desarrolla desde este “principio” y “con” este principio (el original hebreo permite esta lectura).

Al principio existía la Palabra”: así comienza el prologo. Y comienza a lo grande, desde lo fundamental. Tal vez el eje de comprensión lo hallamos en este primer versículo.

Palabra” es la traducción castellana del griego “logos”. En latín se encuentra como “verbum”.

Traducir “logos” solo con “palabra” es muy reductivo y parcial, especialmente cuando nos quedamos con el significado más llano de “palabra”.

“Logos” en realidad es intraducible. Son estas palabras tan preñadas de sentido y significado que una traducción sola o literal es – como se dice en el ambiente de los traductores – una traición: “traducir es traicionar”.

“Logos” lo podemos traducir con múltiples palabras o conceptos: sentido, armonía, orden, vida, palabra o discurso.

Muchos estudiosos encuentran un fecundo paralelismo entre “logos” y “tao”.

En la filosofía china – mucho anterior al cristianismo – el tao es el orden invisible del universo, la esencia de toda cosa, el misterio que en todo se expresa pero que no puede ser visto ni atrapado.

“Tao” significa “gran camino” y no podemos olvidar las palabras del maestro: “yo soy el camino”.

Comprender el “logos” desde el “tao” nos abre una puerta maravillosa.

Al principio existía el logos”: no es un principio temporal, ya que en Dios no hay tiempo. Es un “principio” axiológico, de valor.

Es el principio de la raíz: a la raíz de la realidad hay armonía, hay orden, hay sentido; en la esencia de cada cosa todo está bien, todo es perfecto. En el fundamento invisible de lo visible hay perfecta plenitud, amor y paz.

Los místicos y los poetas son los que “ven” este principio.

Por eso Rilke afirmaba: “Dios nos espera en las raíces”.

En la revelación cristiana Jesús expresa y revela este “logos”, esta Vida que vive en todo, ese Aliento que en todo respira, este Misterio divino que en nuestra humanidad se expresa.

Por eso que todos los místicos nos dicen que lo que Jesús es, lo somos todos. Jesús revela nuestra identidad divina y eterna, nuestro “principio”. Acierta Javier Melloni cuando dice: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.

Es por todo eso, que las tradiciones místicas insisten en la experiencia y vivencia de la unidad: este “Principio” es Uno y Único. La Vida es Una, no hay fragmentación. Es nuestra mente que fragmenta la Vida y la realidad y que aplica nombres y etiquetas creyendo definir y controlar esta misma Vida.

La Vida no está separada de nosotros. Somos esa misma Vida; somos esa misma Vida revelándose en un forma particular que llamamos “yo”.

Por eso Jesús, en este mismo evangelio, puede decir: “Yo soy la Vida” (Jn 11, 25) y “Yo Soy” (Jn 8, 58).

Este maravilloso misterio no es evidente y no es fácil percibirlo. Es parte del ocultamiento de Dios en su creación. Si Dios se revelara sin ocultarse no existiría nada, porque nadie resistiría a la luz.

La Presencia no es evidente.

Afirma muy claramente José Antonio Pagola: “Esta presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive permanentemente fuera de sí mismo”.

 

Por eso el prologo sugiere e insinúa lo que nos ocurre a todos, en algún momento: el rechazo. Instintivamente rechazamos lo que no es evidente y lo que no comprendemos.

Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.” (Jn 1, 10-11).

Rechazamos el Misterio de la Presencia porque lo hemos encerrado en nuestros dogmas y doctrinas, porque no podemos manipularlo, porque no podemos abarcarlo. Rechazamos el Misterio de la luz porque la mente no acepta no-saber y no se rinde a la Vida.

El secreto está en abrirse y en soltar. El secreto está oculto en el seno de la vida misma: ahí late lo divino, el ser, lo que somos. Late oculto, pero más íntimo que nuestra intimidad.

Es esencial relativizar el pensamiento y conectar con la Vida. Como afirmaba bellamente Blaise Pascal: “Dios no hay que pensarlo, hay que vivirlo.

Esta conciencia mística y no-dual está emergiendo desde distintos caminos y campos del saber. No hay vuelta atrás.

Si las religiones no sabrán asumir e incorporar esta visión se encaminarán hacia su fin.

Si los gobiernos y la política no sabrán asumir e incorporar esta visión, se agotará un sistema y desde las cenizas, surgirá uno nuevo.

Una nueva humanidad está naciendo, un nuevo mundo y una nueva tierra.

Resplandece la Oculta Presencia y solo los ojos silenciosos la ven.

 

 

 

 

 

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