El relato del envío de los setenta y dos discípulos es exclusivo de Lucas y parece reflejar el estilo misionero de las primeras comunidades, estilo que, sin duda, habían aprendido de Jesús mismo.
El numero setenta es simbólico y aparece varias veces en la Biblia, expresando totalidad y plenitud.
El envío misionero consiste – puede sorprendernos – en cosechar y no en sembrar: “La cosecha es abundante” (10, 2).
Resuena la invitación del profeta Joel: “Pongan mano a la hoz: la mies está madura” (4, 13).
Como siempre lo paradójico nos acompaña en la vida y en el trayecto espiritual: sin negar la necesidad de la siembra, estamos invitados a cosechar.
¿Qué nos quiere decir la referencia a la cosecha?
La cosecha se refiere al “darse cuenta”: Dios está presente en el mundo, el Espíritu está actuando, hay vida desbordante por doquier. ¿Puedes verlo?
Cosechar, es darse cuenta de la Presencia y vivir en la Presencia: ¡extraordinario!
Cosechar es agradecer la vida, disfrutar de la vida, sembrar vida y señalar al prójimo, los brotes de vida invisibles.
Tu misma vida es un don: ¿lo estás cosechando? ¿Estás viviendo conscientemente?
En la tarea de cosecha misionera, Lucas y Jesús insisten en la dimensión de la paz: “Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!” (10, 5)
Me apasiona ver y entender la misión, en la perspectiva de la paz. Vivir al estilo de Jesús y vivir el evangelio es, desde mi experiencia y mi visión, sembrar paz y convertirse en un “ser de paz”.
El agradecimiento que recibo con más alegría y gratitud, es cuando la gente me dice: “me diste paz”.
Vivir el evangelio no es, en primer lugar, anunciar doctrinas y cumplir con reglas y ritos; es sembrar paz, devolver la paz, ser “hombres y mujeres de paz”, al estilo de Jesús.
La paz verdadera une los corazones, une las religiones, une los pueblos, nos instala en nuestra verdadera identidad.
Por eso me parece muy acertado el sentir del monje budista Thich Nath Hanh: “Si tuviera que elegir entre el budismo y la paz, elegiría la paz”.
Porque puede haber “paz sin budismo”, pero no “budismo sin paz”. Lo mismo dígase por el cristianismo y cualquier religión.
San Pablo tiene una bellísima expresión: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14).
Esa paz es la paz de Dios, una paz que supera todos nuestros conflictos mentales y emocionales. Como afirmará el mismo Pablo, escribiendo a los filipenses: “La paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (4, 7).
La paz parece ser el bien supremo, que desde siempre el camino místico invita a descubrir y a recorrer. Nos dice San Serafín de Sarov: “Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación.
Y Don Bosco dirá: “Quién tiene paz en su conciencia, lo tiene todo”.
La paz parece ser el bien supremo, porque expresa y revela nuestra más profunda identidad; identidad a la cual apunta la maravillosa expresión con la cual se cierra nuestro texto: “alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo” (10, 10).
Cuando hablamos de “nombre” en la Biblia, estamos hablando de identidad: cuando Jesús, por ejemplo, le cambia el nombre a Simón por Pedro, le está dando una nueva identidad y una nueva misión.
Jesús nos invita a alegrarnos porque nuestro ser – lo que somos – está enraizado en el cielo, es decir, en Dios.
Jesús nos invita a vivir la alegría del ser, la alegría sin objeto y sin motivos.
Es la alegría de nuestra identidad eterna, la alegría de ser uno con Dios, de ser “hijos de Dios”, en la expresión tradicional cristiana.
Estamos muy confundidos sobre la alegría. Creemos que la alegría dependa exclusivamente de causas externas: una relación, la familia, la casa, un buen trabajo, la salud, las vacaciones, el auto nuevo, ir al cine o a cenar. Por cuanto lo exterior pueda ser valioso, santo y bueno, siempre será, también, frágil y pasajero. Como todo en esta vida.
La alegría indestructible está por otro lado.
La alegría indestructible se asemeja más a la paz de vivir enraizados en “el cielo”, en nuestra identidad divina, eterna.
“Tu nombre está escrito en el cielo”: ¡alégrate!
Como dice el Apocalipsis (2, 17): “le daré una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe.”