sábado, 26 de julio de 2025

Lucas 11, 1-13

 

 

Señor, enséñanos a orar”: es el tierno y conmovedor pedido que un discípulo le hace a Jesús.

 

Es también nuestro pedido: “Maestro Jesús, ¡enséñanos a orar!”.

Esta petición, hecha desde un corazón sincero, no quedará sin respuesta.

 

Muchas veces nos sentimos perdidos, no sabemos bien lo que significa “orar”, no sabemos como hacer. Jesús, maestro de oración, nos enseña. Jesús, a través de su Espíritu, nos introduce en el Misterio – oscuro y maravilloso – de la oración.

Porque, en realidad, y como afirman los místicos, solo hay una oración: la de Cristo. Orar es entrar en la oración de Cristo, ser uno con su consciencia y oración. Y eso, lo hace el Espíritu.

 

Es la misma experiencia del apóstol Pablo: “el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26).

 

La oración es un arte y un misterio. No hay recetas, hay experiencias y pistas. Se aprende la oración, orando. Se aprende a contemplar, contemplando. Se aprende el silencio, silenciándonos.

 

En el camino espiritual, no hay atajos. Hay, justamente, caminos.

 

Respondiendo al pedido del discípulo, Jesús enseña el Padre Nuestro y, a través de una parábola y otras sugerencias, nos regala extraordinarias pistas para nuestro aprendizaje en la oración.

Podemos resumir estas pistas, en tres claves.

 

1)  La perseverancia

 

Como dijimos, a orar se aprende orando. La oración es un camino infinito de autoconocimiento y de conocimiento de Dios. Orar no es “repetir palabras o formulas”, aunque, obviamente, pueden ser parte de un auténtico espíritu de oración.

Orar es aprender a estar en la Presencia, a reconocer la Presencia misteriosa de Dios en nuestra vida, en nuestra cotidianidad. Orar es el arte de “estar”, cuando todo se derrumba, cuando aparentemente no hay respuesta, cuando nos encontramos en la oscuridad. Orar es cuestión de perseverar, de disciplina, de gratuidad. En el fondo, no se ora para obtener respuestas. Se ora, para reconocer la luz que ya nos habita y que habita el mundo. Se ora para escuchar al Espíritu y descubrir sus caminos.

Insistir en la oración – es el tema de la parabolita que sigue el Padre Nuestro en nuestro texto – no es intentar “presionar a Dios” para que se doble frente a nuestros pedidos… ¡cómo si supiéramos mejor que Él, lo que necesitamos!

Insistir en la oración nos ayuda, de a poco, a darnos cuenta que “ya tenemos todo lo necesario” para nuestro camino y crecimiento.

Insistir y perseverar en la oración nos hace más fuertes, más auténticos, más disponibles.

 

2)  La apertura

 

El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre” (11, 10): orar es abrirse. Tan simple, tan maravilloso, tan complejo.

Recordemos la sorprendente y contundente invitación de Maestro Eckhart: Si estuviera tan disponible y encontrara Dios tanto espacio en mí como en nuestro Señor Jesucristo, también a mí me inundaría con su plenitud. Porque el Espíritu Santo no puede contenerse de fluir y darse en todo espacio que se le abre y en la medida en que encuentra ese espacio.

Perseverar en la oración, nos va abriendo, en un proceso, a la acción del Espíritu y a la transformación. Los tiempos son del Espíritu. La apertura es progresiva. Dios nos regala la luz que podemos “soportar” y la información que podemos comprender y sostener en el momento presente. La sabiduría divina nos acompaña paso a paso y modula la intensidad de la luz que nos regala, para no cegarnos.

Lo importante es abrirse, crear espacio. La oración crea espacio: me parece una bellísima definición de oración. Orar es buscar a Dios en la noche.

 

3)  El Espíritu

 

Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (11, 13): orar se centra y concentra en pedir el Espíritu, recibir al Espíritu, vivir en y desde el Espíritu. Cuando se nos regala el Espíritu – y siempre el don está a disposición – lo tenemos todo. El don de Dios es el Espíritu. No necesitamos otra cosa.

 

Nos dice el cuarto evangelio: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26).

 

Y Pablo escribe a los gálatas: “La prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (4, 6).

 

El Espíritu nos habita y nos recuerda e instala en nuestra verdadera identidad. El Espíritu es lo que somos, más allá de lo que muere y pasa. Es nuestra consciencia más profunda y el punto místico de unión con lo divino. El Espíritu es el centro de nuestra alma, “el alma de nuestra alma”.

Por eso que, orar, es dejarse respirar por el Espíritu.  


sábado, 5 de julio de 2025

Lucas 10, 1-12; 17-20

 


 

El relato del envío de los setenta y dos discípulos es exclusivo de Lucas y parece reflejar el estilo misionero de las primeras comunidades, estilo que, sin duda, habían aprendido de Jesús mismo.

 

El numero setenta es simbólico y aparece varias veces en la Biblia, expresando totalidad y plenitud.

 

El envío misionero consiste – puede sorprendernos – en cosechar y no en sembrar: “La cosecha es abundante” (10, 2).

 

Resuena la invitación del profeta Joel: “Pongan mano a la hoz: la mies está madura” (4, 13).

 

Como siempre lo paradójico nos acompaña en la vida y en el trayecto espiritual: sin negar la necesidad de la siembra, estamos invitados a cosechar.

 

¿Qué nos quiere decir la referencia a la cosecha?

La cosecha se refiere al “darse cuenta”: Dios está presente en el mundo, el Espíritu está actuando, hay vida desbordante por doquier. ¿Puedes verlo?

 

Cosechar, es darse cuenta de la Presencia y vivir en la Presencia: ¡extraordinario!

 

Cosechar es agradecer la vida, disfrutar de la vida, sembrar vida y señalar al prójimo, los brotes de vida invisibles.

Tu misma vida es un don: ¿lo estás cosechando? ¿Estás viviendo conscientemente?

 

En la tarea de cosecha misionera, Lucas y Jesús insisten en la dimensión de la paz: “Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!” (10, 5)

 

Me apasiona ver y entender la misión, en la perspectiva de la paz. Vivir al estilo de Jesús y vivir el evangelio es, desde mi experiencia y mi visión, sembrar paz y convertirse en un “ser de paz”.

 

El agradecimiento que recibo con más alegría y gratitud, es cuando la gente me dice: “me diste paz”.

 

Vivir el evangelio no es, en primer lugar, anunciar doctrinas y cumplir con reglas y ritos; es sembrar paz, devolver la paz, ser “hombres y mujeres de paz”, al estilo de Jesús.

La paz verdadera une los corazones, une las religiones, une los pueblos, nos instala en nuestra verdadera identidad.

Por eso me parece muy acertado el sentir del monje budista Thich Nath Hanh: “Si tuviera que elegir entre el budismo y la paz, elegiría la paz”.

Porque puede haber “paz sin budismo”, pero no “budismo sin paz”. Lo mismo dígase por el cristianismo y cualquier religión.

 

San Pablo tiene una bellísima expresión: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14).

 

Esa paz es la paz de Dios, una paz que supera todos nuestros conflictos mentales y emocionales. Como afirmará el mismo Pablo, escribiendo a los filipenses: La paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (4, 7).

 

La paz parece ser el bien supremo, que desde siempre el camino místico invita a descubrir y a recorrer. Nos dice San Serafín de Sarov: Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación.

Y Don Bosco dirá: “Quién tiene paz en su conciencia, lo tiene todo”.

 

La paz parece ser el bien supremo, porque expresa y revela nuestra más profunda identidad; identidad a la cual apunta la maravillosa expresión con la cual se cierra nuestro texto: “alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo” (10, 10).

 

Cuando hablamos de “nombre” en la Biblia, estamos hablando de identidad: cuando Jesús, por ejemplo, le cambia el nombre a Simón por Pedro, le está dando una nueva identidad y una nueva misión.

Jesús nos invita a alegrarnos porque nuestro ser – lo que somos – está enraizado en el cielo, es decir, en Dios.

 

Jesús nos invita a vivir la alegría del ser, la alegría sin objeto y sin motivos.

 

Es la alegría de nuestra identidad eterna, la alegría de ser uno con Dios, de ser “hijos de Dios”, en la expresión tradicional cristiana.

 

Estamos muy confundidos sobre la alegría. Creemos que la alegría dependa exclusivamente de causas externas: una relación, la familia, la casa, un buen trabajo, la salud, las vacaciones, el auto nuevo, ir al cine o a cenar. Por cuanto lo exterior pueda ser valioso, santo y bueno, siempre será, también, frágil y pasajero. Como todo en esta vida.

 

La alegría indestructible está por otro lado.

La alegría indestructible se asemeja más a la paz de vivir enraizados en “el cielo”, en nuestra identidad divina, eterna.

 

“Tu nombre está escrito en el cielo”: ¡alégrate!

Como dice el Apocalipsis (2, 17): “le daré una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe.

 


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